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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (45 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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Cuando estaba sereno, cuando sus nervios se habían calmado, a la clara luz del día, el doctor se mofaba en su interior de aquellos delirios, pensando que su mujer estaba medio loca y que por momentos le comunicaba la locura.

La jovialidad de D. Juan Fresco, sus chistes, que todos le reían, en particular después de haber comido en su casa, pues tenía buen cocinero y mejores vinos; el sereno pensar con que aquel bermejino modelo comprendía y ordenaba en su mente los seres todos; la firmeza de su carácter y de sus principios; y el buen tino y la seguridad con que cuidaba de su hacienda y la acrecentaba, todo esto era antipático para D. Faustino, y, sin envidiarlo, le vejaba y rebajaba bastante.

D. Juan Fresco preveía, allá en su interior, que aquellas cosas, que harto bien iba él trasluciendo, no podían tener término muy dichoso: pero no les hallaba remedio y se afanaba por retardar el mal cuanto fuese posible, procurando consolarse ya de él como si hubiera sucedido.

La afición de D. Juan Fresco a los bermejinos le indujo a convidar a Respetilla a que viniese a pasar un mes en Madrid para que viese bien cuanto de notable encierra la corte. Cuando Respetilla había estado la otra vez nada había disfrutado ni visto a causa de la enfermedad de su amo. Ahora, que estaba en Madrid de nuevo, D. Juan Fresco se deleitaba en ser su
cicerone
. Hizo que el mejor sastre de Madrid le vistiese de levita, y le compró en casa de Aimable un sombrero de copa alta, que Respetilla llamaba
gavina, chistera, colmena
o
castrosa
. La admiración de Respetilla por todos los objetos y el modo que tenía de considerarlos encantaban a D. Juan. Mucho gustó a Respetilla la Historia Natural; el palacio le pareció enorme; el Museo de pinturas no le divirtió nada; y donde más gozó fue en los toros y en los bailes del teatro de Rivas, viendo
El Descendiente de Barba Azul y Brahma
. Aquellas
niñas
tan ligeras y tan ligeramente vestidas, la luz de bengala, la bajada de Barba Azul del castillo con toda su comitiva, los quitasoles y el dragón chinesco, le traían maravillado. Las
niñas
, sin embargo, era lo que más le complacía: pero Respetilla hacía ya muchos años que se había casado con Jacintica, la antigua criada de Rosita, de quien tenía la friolera de nueve hijos, como nueve becerros: tenía además muchísimo cariño y muchísimo miedo a su mujer, y ni de pensamiento siquiera se atrevía a cometer la menor infidelidad. Así es que, si por acaso y no reflexionándolo se dejaba entusiasmar por las
niñas
un poco más de lo justo, luego se le presentaba en la mente la figura de Jacintica toda enojada, y se desataba en vituperios y en injurias contra las bailarinas, como si fuese un Catón cristiano, o mejor diremos un San Pacomio.

Respetilla vio también y admiró en casa de sus amos, donde entraba ella como modista, a su antigua novia Manolilla, pasmándose de que se llamara doña Etelvina, y con cierto orgullo de haber estado en relaciones con persona tan cabal y de cuenta. Los trajes de doña Etelvina, sus bellos colores, rosa de Venus legítima, de la que usaron Lais, Tais y otras
heteras
de Corinto, Atenas y Mileto, y el perfume que ella exhalaba, no ya de
oppoponax
, sino de otra esencia más rica, llamada
stephanotis
, eran circunstancias que tenían absorto y boquiabierto a Respetilla, como si soñase mil portentos: mas ni por esas, y no porque respetase a doña Etelvina, sino porque respetaba a la ausente Jacintica, madre de los nueve, se atrevió Respetilla a propasarse, sino que, de acuerdo ya con su apodo, se limitó a decir cuatro cuchufletas a la modista elegantona, quien, al fin, por lo singular y peregrino del lance, por estar Respetilla muy gracioso con su levita y su
chistera
, y por los dulces recuerdos de la juventud y de la patria, hay quien sostiene que se le mostraba menos arisca que mansa y más cocida o frita que cruda.

D. Faustino, en cambio, aunque harto poco disculpable, fuerza es confesarlo, no estuvo con Costancita tan firme; no fue tan honrado como su antiguo escudero. El
amor purísimo de los ángeles
, que Costancita había propuesto y recomendado en su carta, se le guardó D. Faustino para su mujer y para su bendita hija; pero la marquesa de Guadalbarbo perturbaba todo su ser; despertaba en su corazón una tempestad de pasiones. Costancita misma, irritada por los nuevos obstáculos que entre ella y su primo se levantaban, celosa y envidiosa del bien de María, más enamorada que nunca, no soñando ya con el idilio sino con el drama vehemente, rompió todo freno, y con otra astucia, con otro cálculo, con el mayor recato y disimulo, vio y habló a D. Faustino, en sitio que ella imaginaba que nadie averiguaría.

El marqués de Guadalbarbo, si bien creyendo a pies juntillas en la inocencia de su mujer, vivía muy sobre aviso desde la noche de la sorpresa; pero ya Costancita estaba escarmentada, y fueron extraordinarias sus precauciones. El marqués no se percató de nada.

Ni siquiera los maldicientes, que están siempre atisbando, a fin de averiguar y referir la crónica escandalosa, tuvieron el menor indicio del caso.

Desde que empezaron aquellas misteriosas citas, el doctor se halló atormentado, inquieto al lado de María. Sentíase indigno, se avergonzaba de su doblez, de sus mentiras y de su ingratitud; pesábanle más en el corazón su pobreza y su incapacidad y las riquezas y el desprendimiento generoso de D. Juan Fresco.

La
segunda vista
, la perspicacia espiritual de María de nada valió para descubrir aquel secreto infame. Su enamorado espíritu entraba o creía entrar en lo más oculto del alma de su marido; pero entraba tan lleno de confianza, de veneración y de afecto, que todo lo veía hermoseado por una luz pura y no percibía lo feo y lo deforme.

Atribuyendo María las tristezas del doctor a noble ambición contrariada, y a la especie de humillación de verse pobre, siendo ricos su tío y ella, empleaba los medios más delicados y discretos para realzar aquel ánimo abatido, para darle esperanzas de que sería dichoso en cuanto emprendiese, para hacerle creer que de él dependía subir a la cumbre del poder y de la gloria, y para persuadirle sobre todo de que él era, en absoluto, y singularmente para ella, de tanto valor y de tan gran ser y de precio tan inestimable, que no necesitaba de victorias, ni de triunfos, ni de aplausos mundanos, a fin de corroborar y mucho menos de acrecentar en sí tan reconocidas excelencias.

Esta noble conducta de María mortificaba más y más a D. Faustino exacerbando sus remordimientos; pero el atractivo y la diabólica fascinación que ejercía sobre él Costancita podían más que todo. D. Faustino amaba, reverenciaba, adoraba a María, como algo santo, celestial, suave, sereno y puro, y buscaba, no obstante, a Costancita, arrastrado por el delirio de los sentidos, por el demonio de la vanidad y del orgullo, y hasta por el aguijón punzante de los celos, temeroso siempre de que, si él la dejaba, ella pudiese querer a otro, aunque no fuese sino por despecho.

Mucho hubieran durado así las cosas, sin descubrirse nada, si el doctor no hubiese tenido un enemigo vigilante, astuto y cada día más enconado contra él y contra su mujer. Este enemigo era Rosita.

Los lazos que la unían al general Pérez se habían estrechado cada vez más. Rosita dominaba al conquistador tremebundo; le tenía sujeto, avasallado, cambiado de león en cordero. Si ella le consultaba a veces sobre los moños, vestidos y adornos que debía ponerse, él la consultaba sobre la política. De ella dependía, pues, que el Ministerio durase o cayese: que hubiera o no otro nuevo pronunciamiento; que cambiase de Constitución o de forma el Estado. En España todo lo podía la tropa, con la tropa todo lo podía el general Pérez, con el general Pérez Rosita. De esta suerte, en virtud de tan irrefutable sorites, consideraba Rosita que todo dependía de ella. Ella era la Aspasia de aquel Pericles flamante.

En medio de tanta gloria, la afrenta que le hizo el doctor y la rivalidad de María vivían en su corazón, a pesar de los años transcurridos, y se le corroían como un cáncer.

Como el general no tenía secretos para ella llegó a decirle hasta el mal rato y el picón que le dieron Costancita y el doctor, protestando que si él había pretendido a Costancita había sido con intento de burlarse de ella y de rebajar su orgullo.

Informada Rosita de aquellos amores y suponiéndolos más adelantados de lo que estaban entonces, les siguió la pista con encarnizamiento, sagacidad y sigilo. Supo que doña Etelvina había sido la doncella de Costancita y conjeturó que no podría menos de ser la persona de toda su confianza para ciertos negocios, dado que los hubiese. Bien estimó ella que sería difícil, ya que no imposible, que doña Etelvina, por desalmada que fuera, hiciese a sabiendas traición a su ama. No procuró, por lo tanto, ganarse la voluntad de doña Etelvina, sino la de su principal ayudanta y confidenta la señorita Adela, la cual, por lo mismo que doña Etelvina andaba siempre tan atareada, era la que acudía a casa de Rosita, con modas y trajes.

Ganada del todo la señorita Adela, a fuerza de presentes y obsequios, nada ocurría en casa de doña Etelvina que Rosita no supiese. Así pasó más de un año sin que Rosita averiguase lo que deseaba averiguar; mas, por último, premió sus afanes el diablo.

La señorita Adela se impuso, a pesar del recato con que se hacía, y transmitió en seguida a Rosita su gran descubrimiento, de que la marquesa de Guadalbarbo iba a casa de la Etelvina, o bien muy de mañana, o bien al anochecer, entre dos luces, y que allí veía al doctor que la aguardaba.

Rosita, prodigando entonces el oro, sobornó a la señorita Adela, y la comprometió a introducir a una persona en casa de la Etelvina y a ocultarla en lugar conveniente para que, sin ser vista de nadie, pudiese ver a los amantes en una de sus citas.

Luego la hija del escribano usurero escribió a María un anónimo, revelándole la traición de su marido y ofreciéndole
generosamente
los medios de cerciorarse de ella.

El día, la hora, el momento de la cita llegó, según la señorita Adela tenía averiguado.

Costancita hubo de quejarse del poco cariño, de la tibieza del doctor. Se mostró celosa de María: dijo que María era más querida que ella.

Embriagado el doctor por las fascinadoras miradas, por la coquetería infernal, por la elegancia, por la hermosura aristocrática y por la juventud inmarcesible de su prima, le aseguró que respetaba a su mujer, pero que no la amaba, que casi la odiaba por su causa.

El doctor confirmó tan abominable aserto con un abrazo.

Entonces creyó oír cerca de sí, penetrando en su pecho como agudo puñal, un sollozo desgarrador y ahogado.

Se apartó lleno de espanto de los brazos de Costancita. Buscó rápidamente, y nada vio en el cuarto en que estaban. Abrió la puerta, por donde habían entrado, y nada vio tampoco. Abrió, en fin, otra puertecilla que daba a otro cuarto interior, que también tenía salida al corredor, y encontró vacío el cuarto, y la puerta de salida cerrada con llave. Interrogó a doña Etelvina sobre las personas que había en casa, y doña Etelvina dijo que no había nadie, salvo la señorita Adela, porque las oficialas se habían ido ya todas. La señorita Adela era además muy de fiar y no sollozaba nunca por tan poco. La señorita Adela, interrogada a su vez por doña Etelvina, sostuvo que nadie había entrado en casa, que ella estaba al cuidado de todo, y que los criados se hallaban en la cocina para evitar que se enterasen de aquellos asuntos.

Costancita decidió entonces que lo del sollozo, que ella no había oído, era una locura del doctor. El doctor acabó por persuadirse de lo mismo.

Desde aquel día en adelante la tristeza de María fue siendo más honda y persistente. Aunque no exhaló la menor queja contra D. Faustino, D. Faustino vio a las claras que todo lo sabía. A pesar de su escepticismo, no hallando modo natural de explicárselo, el doctor imaginó que no era vana la
segunda vista
de María; que su espíritu, desprendiéndose del organismo, al cual, sólo por un hilo de fluido eléctrico quedaba anudado, volaba donde quería y atravesaba los muros y penetraba en los más ocultos lugares. El sollozo, que él había oído y que no había oído Costancita, le pareció un ay del alma, un gemido espiritual, que arrancó a María de lo hondo de su ser la horrible frase de que él casi la odiaba.

¿Qué satisfacción, qué disculpa, qué palabra de consuelo podía dar D. Faustino a su mujer, si en efecto lo sabía todo, fuese como fuese?

El doctor se limitaba, pues, a estar más amable, más dulce, más rendido que nunca con ella; pero no intentó explicación ni satisfacción alguna. María no se daba por entendida del agravio.

Por último, María cayó postrada en cama con una gravísima enfermedad. Sentía en el lado del corazón más calor que de ordinario, y una opresión y una fatiga muy grandes. Le pesaba algo dentro del pecho. A veces le daban vahídos. Parecíale luego que le apretaban las entrañas. La atormentaban incesantes angustias. El pulso, débil, era desigual y precipitado; la respiración, fatigosa y entrecortada de lastimeros suspiros.

Su severa y majestuosa hermosura resplandecía más, a pesar de las muchas canas que blanqueaban su negra cabellera, porque sus ojos tenían más luz, más viveza que en su estado normal, y porque ardiente carmín daba color a sus mejillas.

De repente solían acometerle fuertes palpitaciones, que imprimían a su seno dolorosas sacudidas; se diría que llegaban a oírse por los que estaban cerca los latidos violentos e irregulares de su corazón inflamado. De repente también parecía suspenderse el movimiento del corazón, y la enferma caía en un desmayo. Siempre, con todo, conservaba María su razón despejada: más bien que turbase o anublarse, su entendimiento mostraba lucidez maravillosa, como si fuese una luz, una llama a la cual se acercan sustancias combustibles.

El doctor Calvo prescribió dieta, reposo, bebidas refrigerantes y sinapismos en los pies; apeló a la homeopatía, y ordenó
ignatia, pulsatila
y ácido fosfórico. No se atrevió a ordenar sangrías ni sanguijuelas por miedo de la debilidad de la paciente. Al fin confesó a D. Juan que el mal no tenía remedio en lo humano.

Realizándose los desconsoladores pronósticos del doctor Calvo, María, cumplidos ya todos sus deberes de cristiana, estaba próxima a expirar, atendida por su tío y su hija, los cuales reprimían mal el llanto.

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