Las llanuras del tránsito (69 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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Ayla señaló la lámina de marfil en la que Talut había tallado el mapa, el cual mostraba la primera parte del viaje.

–Ya no necesitamos eso. El país de Talut ha quedado muy atrás –dijo con cierta tristeza.

–Tienes razón, no lo necesitamos. Sin embargo, siento dejarlo –dijo Jondalar, y esbozó un gesto de desagrado ante la idea de desembarazarse de la pieza–. Sería interesante conservar uno de los mapas que trazan los mamutoi, y además me recuerda a Talut.

Ayla asintió con un gesto de comprensión.

–Bien; si dispones de espacio, llévatelo; pero no es esencial.

Jondalar miró las cosas de Ayla esparcidas por el suelo y alzó el misterioso envoltorio que había visto antes.

–¿Qué es esto? –preguntó.

–Es sólo algo que preparé el invierno pasado –dijo ella, mientras se lo quitaba y desviaba deprisa la mirada, sonrojándose. Lo colocó a su espalda, metiéndolo bajo el montón de cosas que estaba apartando–. Dejaré mis ropas estivales de viaje, que están manchadas y gastadas, y usaré las de invierno. De ese modo tendré más espacio.

Jondalar la miró severamente, pero no hizo ningún comentario.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, hacía frío. Una fina nube de bruma tibia aparecía cada vez que respiraban. Ayla y Jondalar se vistieron deprisa, y después de encender fuego para beber una taza de infusión, guardaron la ropa de cama. Estaban ansiosos por partir, pero cuando salieron, se detuvieron y miraron sorprendidos a su alrededor.

Una fina capa de reluciente escarcha había transformado las montañas circundantes. Éstas centelleaban y chispeaban bajo el luminoso sol de la mañana, con desusada vivacidad. A medida que la escarcha se derretía, cada gota de agua se convertía en un prisma que reflejaba un brillante fragmento del arco iris en un minúsculo estallido de rojo, verde, azul u oro, que pasaba de un color al otro cuando ellos se movían y veían el espectro desde un ángulo distinto. Sin embargo, la belleza de las efímeras joyas de la escarcha constituía un recordatorio de que la estación cálida era poco más que un fugaz relámpago de color en un mundo congelado por el invierno y de que el verano corto y cálido había concluido.

Cuando acabaron de guardarlo todo y estaban preparados para partir, Ayla volvió los ojos hacia el campamento de verano que tan oportunamente les había brindado cobijo. Su aspecto era incluso más ruinoso, pues ellos habían arrancado trozos de los refugios más pequeños para alimentar el fuego; pero Ayla sabía que, de todos modos, aquellas viviendas endebles y provisionales no durarían mucho más. Se sentía agradecida por haberlas encontrado en su momento.

Continuaron hacia el oeste, en dirección al Río de la Hermana, y descendieron por una pendiente en busca de otra terraza llana, aunque aún estaban a suficiente altura para ver los amplios pastizales de las estepas que se extendían al lado opuesto del turbulento curso de agua al que se aproximaban. Desde allí se les ofrecía una perspectiva de la región, así como un panorama de la extensión de la llanura fluvial que se abría al frente. La tierra llana, que, por lo general, estaba sumergida durante los períodos de inundación, se extendía unos quince kilómetros, pero era más ancha en la orilla opuesta. Las estribaciones de la colina, en la orilla más cercana, limitaban la expansión normal de las aguas de la inundación, aunque había elevaciones, colinas y promontorios que también cruzaban el río.

En contraste con los pastizales, la planicie inundable era un espacio de pantanos, pequeños lagos, bosques y vegetación enmarañada que el río atravesaba. Si bien carecía de canales sinuosos, le recordaba a Ayla el enorme delta del Río de la Gran Madre, pero a escala más reducida. Las sargas y los matorrales estacionales que parecían crecer dentro del agua en los bordes de la rápida corriente indicaban tanto la magnitud de la inundación provocada por las lluvias recientes como la considerable extensión de tierra de la que ya se había adueñado el río.

La atención de Ayla retornó al ambiente inmediato cuando el paso de Whinney cambió súbitamente, porque sus cascos se hundieron en la arena. Los arroyuelos que habían cortado las terrazas a cierta altura se habían convertido en lechos fluviales profundos entre las dunas movedizas de tierra arenosa. Los caballos trastabillaban al avanzar, y con cada paso levantaban surtidores de suelo flojo, rico en calcio.

Próximo el atardecer, cuando el sol poniente, casi cegador en su intensidad, se acercaba a la tierra, trataron de protegerse los ojos, y miraron frente a ellos en busca de un lugar donde acampar. Al acercarse a la planicie inundable, vieron que las arenas finas y movedizas comenzaban a adquirir un aspecto algo distinto. Como en las terrazas altas, ahora se trataba principalmente de loess –polvo de roca, producto de la acción pulverizadora del glaciar y depositado por el viento–, pero a veces la inundación del río tenía caudal suficiente para alcanzar aquella elevación. Entonces el limo arcilloso agregado al suelo lo endurecía y estabilizaba. Cuando comenzaron a ver los conocidos pastos de la estepa que crecían junto al arroyo cuyo curso estaban siguiendo, uno de los innumerables que descendían de la montaña en busca de la Hermana, decidieron detenerse.

Después de montar la tienda, el hombre y la mujer partieron en distintas direcciones a cazar para la cena. Ayla llevó a Lobo, que echó a correr y poco después espantó una nidada de chochas. Se abalanzó sobre una de ellas, Ayla sacó su honda y derribó otra que creía haber alcanzado la seguridad del cielo. Ayla contempló la posibilidad de permitir que Lobo conservara el ave que había atrapado, pero cuando él se resistió a entregársela, cambió de idea. Aunque un ave de buen tamaño podía haber saciado su apetito y el de Jondalar, deseaba afirmar en el lobo la comprensión de que, cuando ella lo exigiese, tendría que compartir con los humanos sus presas, pues Ayla no sabía lo que les esperaba.

No había pensado a fondo sobre la cuestión, pero el aire gélido la había llevado a comprender que estarían viajando durante la estación fría e internándose en un país ignoto. La gente que ella había conocido, tanto los miembros del clan como los mamutoi, rara vez se alejaban mucho a lo largo de los rigurosos inviernos glaciales. Se instalaban en un lugar al abrigo del frío cruel y las ventiscas, y consumían los alimentos que habían almacenado. La idea de viajar en invierno la inquietaba.

Jondalar había cazado una liebre grande con el lanzavenablos y decidieron guardarla para después. Ayla deseaba asar las aves en el fuego, pero habían acampado en las estepas abiertas, al lado de un arroyo que tenía tan sólo unos pocos matorrales en las orillas. Al mirar alrededor, Ayla vio un par de cornamentas, de tamaño desigual, sin duda provenientes de animales distintos, las cuales habían sido abandonadas el año anterior. Aunque la cornamenta era mucho más resistente que la madera, con la ayuda de Jondalar, los cuchillos de afilado pedernal y la pequeña hacha que él llevaba en el cinto, consiguieron quebrarla. Ayla utilizó una parte para ensartar las aves, y las puntas desprendidas se convirtieron en horquetas para sostener el asador. Después de tanto esfuerzo, Ayla decidió que conservaría esos elementos para usarlos otra vez, sobre todo porque la cornamenta se quemaba con mucha lentitud.

Entregó a Lobo su parte del ave asada, así como una porción de unas grandes raíces de junco extraídas de una zanja situada junto al arroyo, mezcladas con cepas del prado, que, como ella bien sabía, eran comestibles y sabrosas. Después de la cena se sentaron junto al fuego y contemplaron cómo caía la noche. Los días eran cada vez más cortos, y por la noche no estaban tan fatigados, ya que era mucho más fácil cabalgar por lugares abiertos que abrirse paso en las montañas boscosas.

–Esas aves estaban muy sabrosas –comentó Jondalar–. Me gusta la piel tostada de ese modo.

–En esta época del año, cuando están tan gordas y buenas, es el mejor modo de prepararlas –dijo Ayla–. Las plumas están cambiando de color y el plumón del pecho es muy espeso. Quisiera que pudiéramos llevárnoslas, sería un relleno excelente y suave. Las plumas de la perdiz blanca sirven para fabricar las mantas más livianas y cálidas; pero no tengo espacio para transportarlas.

–Ayla, quizá el año próximo. Los zelandonii también cazan la perdiz blanca. –Jondalar trataba con sus palabras de alentarla, de lograr que deseara ver el fin del viaje.

–La perdiz blanca era la favorita de Creb –dijo Ayla.

Jondalar pensó que en el rostro de la joven se dibujaba una expresión triste, y como no habló más, él continuó su comentario con la esperanza de distraerla de lo que la inquietaba.

–Incluso hay una clase de perdiz, no precisamente en las inmediaciones de nuestras cavernas, sino al sur, cuyo plumaje no se vuelve blanco. Todo el año se parece a como es una perdiz blanca en verano, y su carne tiene el mismo sabor. La gente que vive en esa región la llama chocha roja, y le encanta usar las plumas en el tocado y las ropas. Confeccionan trajes especiales para cierta ceremonia de la Chocha Roja, y danzan con los movimientos del ave, golpeando el suelo con los pies, igual que hacen los machos cuando tratan de seducir a las hembras. Es parte de su Festival de la Madre. –Hizo una pausa, pero como ella persistiera en su silencio, añadió–: Cazan las aves con redes y atrapan muchas de una sola vez.

–Yo cacé una de éstas con mi honda, pero Lobo atrapó la otra –dijo Ayla.

Como no continuó hablando, Jondalar llegó a la conclusión de que no sentía deseos de conversar, de modo que permanecieron callados un rato mientras observaban el fuego que consumía el matorral y el estiércol, que había vuelto a secarse después de la lluvia, y ahora ardía bien. Finalmente, ella volvió a hablar:

–¿Recuerdas el palo arrojadizo de Brecie? Ojalá supiera usar algo semejante. Con él podría atrapar muchas aves de una sola vez.

Esa noche la temperatura descendió deprisa y ambos se alegraron de contar con la tienda. Aunque Ayla se había mostrado antes extrañamente silenciosa, dominada por la tristeza y los recuerdos, ahora respondió cálidamente al contacto de Jondalar, y éste pronto cesó de inquietarse por la actitud taciturna de la joven.

Por la mañana, el aire continuaba fresco y la humedad condensada había cubierto de nuevo el suelo con el espectral resplandor de la helada. El agua estaba fría, pero les reanimó cuando la usaron para lavarse. Habían depositado la liebre de Jondalar, envuelta en su propia piel, bajo los carbones candentes, con el propósito de que se cociera en el transcurso de la noche. Cuando desprendieron la piel ennegrecida, la abundante capa de grasa invernal que estaba exactamente debajo había impregnado la carne generalmente flaca y a menudo correosa, y la cocción lenta en ese recipiente natural había permitido obtener un alimento jugoso y blanco. Era el mejor período del año para cazar animales de orejas largas.

Cabalgaron uno junto al otro a través de los pastos altos y maduros, sin apresurarse, pero manteniendo un ritmo regular y hablando a veces. Los animales pequeños abundaban en el camino hacia la Hermana, pero los únicos animales grandes que vieron a lo largo de toda la mañana se encontraban en el lado opuesto del río, muy lejos; un pequeño grupo de mamuts machos, que se dirigían al norte. Más avanzado el día, asimismo en la orilla opuesta, divisaron un rebaño formado por caballos y antílopes de la saiga. Whinney y Corredor también lo vieron.

–El tótem de Iza fue la Saiga –dijo Ayla–. Era un tótem muy poderoso para tratarse de una mujer. Incluso más poderoso que el tótem que presidió el nacimiento de Creb, el Gamo. Por supuesto, el Oso de la Caverna lo había elegido y fue su segundo tótem antes de convertirse en Mog-Ur.

–Pero tu tótem es el León de la Caverna. Es un animal mucho más poderoso que un antílope saiga –observó Jondalar.

–Lo sé. Es un tótem masculino, un tótem del cazador. Por eso al principio les fue tan difícil creerlo –repuso Ayla–. En realidad no me acuerdo, pero Iza me dijo que Brun incluso se enojó con Creb cuando éste lo mencionó en mi ceremonia de adopción. Por eso todos estaban seguros de que yo jamás tendría hijos. Ningún hombre tiene un tótem tan poderoso que pueda derrotar al León de la Caverna. Todos se sorprendieron mucho cuando quedé embarazada de Durc, pero estoy segura de que fue Broud quien lo inició, cuando me forzó. –Frunció el entrecejo ante el desagradable recuerdo–. Y si los espíritus del tótem tienen algo que ver con el comienzo de los niños, te diré que el tótem era el Rinoceronte Lanudo. Recuerdo que los cazadores del clan hablaban de un rinoceronte lanudo que mató a un león de la caverna, de modo que debió de ser bastante fuerte y, lo mismo que Broud, pudo comportarse con crueldad.

–Los rinocerontes lanudos son imprevisibles, y a veces malignos –dijo Jondalar–. Thonolan fue corneado por uno lejos de aquí. Habría muerto si los sharamudoi no nos hubieran encontrado. –El hombre cerró los ojos al evocar la terrible escena, y permitió que Corredor continuara avanzando sin guía. No hablaron durante un rato, hasta que por fin preguntó–: ¿Todos los miembros del clan tienen su tótem?

–Sí –replicó Ayla–. El tótem aporta guía y protección. Cada Mog-Ur del clan descubre el tótem del recién nacido, por lo general antes de que cumpla el año. En la ceremonia del tótem entrega al niño un amuleto que a veces lleva un trozo de la piedra roja. El amuleto es el lugar donde mora el espíritu del tótem.

–¿Quieres decir que es algo parecido al donii, el lugar en que descansa el espíritu de la Madre? –preguntó Jondalar.

–Creo que es algo semejante, pero el tótem protege al individuo, no el hogar, aunque se regocija si uno vive en un sitio conocido. Cada cual tiene que llevar consigo el amuleto. De ese modo el espíritu del tótem lo identifica. Creb me dijo que el espíritu de mi León de la Caverna no podría hallarme sin el amuleto. Si yo lo perdía, perdería su protección. Creb aseguró que si llegaba a perder mi amuleto, moriría –explicó Ayla.

Jondalar no había comprendido antes todas las implicaciones del amuleto de Ayla, ni la razón por la que ella lo protegía tanto. En ocasiones había pensado que la joven exageraba. Rara vez se lo quitaba, excepto para bañarse o nadar, y a veces ni siquiera entonces. Él había pensado que era una manera de aferrarse a su niñez en el clan, y abrigaba la esperanza de que en algún momento cesaría de depender del amuleto. Ahora comprendía que el asunto era más complejo de lo que había imaginado. Si un hombre de gran poder mágico le hubiera dado algo, diciéndole al mismo tiempo que moriría si llegaba a perderlo, él también habría adoptado una actitud protectora en lo concerniente al objeto en cuestión. Jondalar no dudaba de que el santón del clan, que había criado a Ayla, poseyera un auténtico poder proveniente del mundo de los espíritus.

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