Las llanuras del tránsito (94 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–En efecto, parece un animal dormido; y mira, incluso puedes ver las tres piedras blancas, las Tres Hermanas –dijo Jondalar.

Cabalgaron un rato en silencio. Después, como si hubiera estado pensando en ello, Jondalar dijo:

–Si es tan fácil escapar del cercado, ¿por qué los hombres no lo lograron?

–No creo que lo hayan intentado realmente –dijo Ayla–. Tal vez por eso las mujeres ya no los vigilen tan de cerca. Pero muchas mujeres, incluso algunas cazadoras, no quieren que los hombres continúen allí. Sucede sencillamente que temen a Attaroa. –Ayla sofrenó al caballo–. Aquí estuvimos acampando –dijo.

Como para confirmar su observación, Corredor emitió un relincho de bienvenida cuando penetraron en un pequeño espacio limpio de matorrales. El joven corcel estaba bien atado a un árbol. Cada noche Ayla había organizado un campamento mínimo en el centro del bosquecillo, pero por la mañana cargaba todo sobre el lomo de Corredor, porque deseaba estar lista para salir inmediatamente si era necesario.

–¡Salvaste a los dos caballos de perecer al saltar por el risco! –dijo Jondalar–. No sabía si lo habías conseguido, y temía preguntar. La última imagen que recuerdo, antes de que me golpeasen, era que tú montabas en Corredor y tenías dificultad para controlarlo.

–Tenía que acostumbrarme a la rienda, eso es todo. El problema principal era el otro caballo, pero ahora ha muerto, y lo lamento. Whinney obedeció mi llamada apenas los animales cesaron de apartarla de mí –dijo Ayla.

Corredor se alegró mucho de ver a Jondalar. Inclinó la cabeza, después la alzó bruscamente en un gesto de saludo, y se habría acercado al hombre si no hubiese estado sujeto. El caballo, las orejas inclinadas hacia delante y la cola erguida, relinchó a Jondalar con ansiosa impaciencia cuando el hombre se aproximó. Después inclinó la cabeza para hocicar la mano del hombre. Jondalar saludó al caballo como a un amigo de quien creía haberse despedido para siempre, y lo abrazó, lo rascó, lo palmeó y habló con el animal.

Frunció el entrecejo cuando de pronto pensó en otra cosa, algo acerca de lo cual casi odiaba preguntar.

–¿Y Lobo?

Ayla sonrió y emitió un silbido poco conocido. Lobo salió bruscamente de los matorrales, tan alegre de ver a Jondalar que no podía mantenerse quieto. Corrió hacia él, meneó la cola, emitió un leve gañido y después saltó, apoyó las patas delanteras en los hombros de Jondalar y le lamió el mentón. Jondalar le cogió el cuello, como había visto hacer muchas veces a Ayla, y lo apretó un poco; después apretó su frente contra la cabeza del lobo.

–Antes nunca había hecho esto –dijo Jondalar, sorprendido.

–Te ha echado de menos. Creo que deseaba encontrarte, igual que yo, y no creo que hubiera podido seguirte la pista sin su ayuda. Estábamos bastante lejos del Río de la Gran Madre y había largos trechos de suelo seco y rocoso, sin huellas. Pero su olfato encontró la pista –dijo Ayla. Después ella también saludó a Lobo.

–Pero ¿estaba esperando ahí, entre esos matorrales? ¿Y no ha venido hasta que tú se lo has ordenado? Seguramente fue difícil enseñarle eso. Pero ¿cómo lo hiciste?

–Tuve que enseñarle a ocultarse, porque ignoraba quién podía venir aquí y no quería que se enterasen de su existencia. Esas mujeres comen carne de lobo.

–¿Quién come carne de lobo? –preguntó Jondalar, arrugando la nariz con repugnancia.

–Attaroa y sus cazadoras.

–¿Están tan hambrientas? –preguntó Jondalar.

–Quizá eso fue antes, pero ahora lo hacen como rito. Las vi una noche. Estaban iniciando a una nueva cazadora, convirtiendo a una joven en parte de su manada de Lobas. Mantienen el secreto frente a las otras mujeres y se alejan de las viviendas para ir a un lugar especial. Tenían un lobo vivo en una jaula y lo mataron, lo descuartizaron, lo cocieron y se lo comieron. Les gusta pensar que de ese modo reciben la fuerza y la astucia del lobo. Les iría mejor si se limitaran a observar a los lobos. Aprenderían más –dijo Ayla.

No era extraño que Ayla criticara tanto a las Lobas y sus habilidades como cazadoras, pensó Jondalar, y de pronto comprendió por qué su compañera no simpatizaba con esas mujeres. Sus ritos de iniciación amenazaban a su lobo.

–De modo que enseñaste a Lobo a mantenerse oculto hasta que tú le llamases. Ése es un silbido diferente, ¿verdad? –preguntó.

–Te lo enseñaré, pero incluso si él se esconde la mayor parte del tiempo cuando yo se lo digo, me preocupa su seguridad. También la de Whinney y Corredor. Los caballos y los lobos son los únicos animales a los que las mujeres de Attaroa matan –añadió, paseando la mirada sobre sus amados animales.

–Ayla, has aprendido mucho acerca de ellas –dijo Jondalar.

–Tuve que aprender todo lo posible para sacarte de allí –dijo Ayla–. Pero tal vez aprendí demasiado.

–¿Demasiado? ¿Cómo es posible que hayas aprendido demasiado?

–Cuando descubrí dónde estabas, sólo pensé en sacarte de ese lugar y después alejarnos de aquí cuanto antes; pero ahora no podemos irnos.

–¿Por qué dices que no podemos irnos? ¿Qué lo impide? –preguntó Jondalar, frunciendo el entrecejo.

–No podemos permitir que esos niños vivan en condiciones tan terribles, y tampoco los hombres. Tenemos que sacarlos de ese cercado –dijo Ayla.

Jondalar comenzó a inquietarse. Había visto antes esa expresión decidida.

–Ayla, es peligroso permanecer aquí, y no sólo para nosotros. Piensa que los dos caballos son blancos fáciles. No huyen de la gente. Y no querrás ver a Lobo cerca del cuello de Attaroa, ¿verdad? Yo también deseo ayudar a esa gente. He vivido en ese lugar y nadie debería verse obligado a vivir así, y menos que nadie los niños, pero ¿qué podemos hacer? Somos tan sólo dos personas.

Jondalar deseaba realmente ayudar a aquella gente, pero temía que, si continuaban allí, Attaroa podría domar a Ayla. Creía que la había perdido, y ahora que de nuevo estaban reunidos, temía que, en caso de permanecer, acabase perdiéndola realmente. Trataba de encontrar un motivo sólido para convencerla de que se marcharan.

–No estamos solos. No sólo nosotros deseamos cambiar las cosas. Tenemos que hallar el modo de ayudarles –dijo Ayla; después hizo una pausa y pensó–. Creo que S’Armuna desea que regresemos..., por eso ofreció su hospitalidad. Debemos ir mañana a ese festín.

–Attaroa ha empleado antes el veneno. Si regresamos allí, quizá jamás nos marchemos –advirtió Jondalar–. Sabes que te odia.

–Lo sé, pero, de todos modos, debemos regresar. Por los niños. No comeremos más que lo que yo lleve, y sólo si no lo perdemos de vista. ¿Crees que deberíamos cambiar de lugar el campamento o permanecer aquí? –preguntó Ayla–. Tengo mucho que hacer antes de mañana.

–No creo que trasladarnos nos ayude. Sencillamente, nos seguirán la pista. Por eso tendríamos que irnos ahora –dijo Jondalar, cogiendo a Ayla por los brazos. La miró en los ojos, concentrando la atención como si intentase obligarla a cambiar de idea. Finalmente, se desprendió de ella, consciente de que Ayla no se marcharía y de que él se quedaría a ayudarla. En el fondo de su corazón era lo que Jondalar deseaba hacer, pero tenía que convencerse de que no podía persuadirla de lo contrario. Se prometió que no permitiría que nada la perjudicase.

–Está bien –dijo–. Dije a los hombres que tú jamás soportarías que tratasen así a un ser humano. No pienso que me hayan creído, pero necesitaremos ayuda para sacarlos de su encierro. Reconozco que me sorprendió escuchar a S’Armuna cuando sugirió que nos alojáramos con ella –admitió Jondalar–. No creo que adopte esa actitud con mucha frecuencia. Su morada es pequeña y se encuentra en un lugar incómodo. No suele recibir visitantes, pero ¿por qué crees que desea que retornemos?

–Porque interrumpió a Attaroa para invitarnos. Y no creo que la jefa se sienta muy complacida con la actitud de S’Armuna. Jondalar, ¿confías en ella?

El hombre reflexionó un momento.

–No lo sé. Confío en ella más que en Attaroa, pero supongo que eso no significa mucho. ¿Sabías que S’Armuna conoció a mi madre? Vivía con la Novena Caverna cuando era joven, y las dos eran amigas.

–Por eso habla tan bien tu lengua. Pero si conoce a tu madre, ¿por qué no te ayudó?

–Yo también me lo he preguntado. Quizá no quería hacerlo. Creo que algo sucedió entre ella y Marthona. No recuerdo que mi madre mencionara jamás que conocía a alguien que había ido a vivir con ella cuando era joven. Pero tengo cierto presentimiento acerca de S’Armuna. Curó mi herida, y aunque eso es más de lo que ha hecho por la mayoría de los hombres, creo que desea hacer más todavía. Y no me parece que Attaroa lo permita.

Retiraron la carga de Corredor y organizaron el campamento, si bien ambos se sentían inquietos. Jondalar encendió el fuego mientras Ayla comenzaba a preparar comida para ambos. Comenzó con las raciones que generalmente calculaba para los dos, pero después recordó lo poco que comían los hombres del cercado y decidió aumentar la cantidad. Una vez que él comenzara a comer de nuevo, sentiría mayor apetito.

Jondalar se acurrucó cerca del fuego un rato, después que consiguió encenderlo bien, observando a la mujer amada. Después se acercó a ella.

–Antes de que estés demasiado atareada, mujer –dijo, tomándola en sus brazos–, he saludado a un caballo y a un lobo, pero aún no he saludado a lo que es más importante para mí.

Ella sonrió del modo que siempre suscitaba un cálido sentimiento de amor y ternura.

–Nunca estoy demasiado atareada para ti –dijo.

Él se inclinó para besar los labios de Ayla, al principio lentamente, pero después, todo el miedo y la angustia que había experimentado ante la posibilidad de perderla le abrumaron de pronto.

–Temí no verte nunca más. Pensé que habías muerto. –La voz se le quebró con un sollozo de tensión y alivio cuando la apretó contra su cuerpo–. Nada de lo que Attaroa podría haberme hecho hubiera sido peor que perderte.

La sostuvo con tanta fuerza que apenas podía respirar, pero no deseaba que la soltara. Le besó la boca y después el cuello, y comenzó a explorar el cuerpo conocido con sus manos sabias.

–Jondalar, estoy segura de que Epadoa viene siguiéndonos...

El hombre se apartó un poco y recuperó el aliento.

–Tienes razón, éste no es el momento apropiado. Seríamos demasiado vulnerables si cayese sobre nosotros. –Él hubiera debido prever esa situación. Sintió la necesidad de explicarse–. Sucede que..., pensé que no volvería a verte. Estar aquí contigo es como un don de la Madre, y..., bien..., sentí el impulso de honrarla.

Ayla le abrazó, deseando que Jondalar supiera que ella sentía lo mismo. Pensó de pronto que nunca había visto que él intentase explicar por qué la deseaba. Aunque ella no necesitaba una explicación. En todo caso, ella necesitaba poco para olvidar el peligro en que estaba y para entregarse a su propio deseo. Después, cuando sintió que se acentuaba la atracción que aquel hombre ejercía sobre ella, reconsideró la situación.

–Jondalar... –El tono de su voz atrajo la atención de Jondalar–. Pensándolo bien, probablemente llevamos mucha ventaja a Epadoa; necesitará un buen rato para llegar hasta aquí... y Lobo nos avisará...

Jondalar la miró y comenzó a percibir lo que ella sugería; su gesto de preocupación se convirtió poco a poco en una sonrisa y sus atractivos ojos azules expresaron su deseo y su amor.

–Ayla, mujer, mi bella y amante mujer –dijo, con la voz ronca a causa del deseo.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez y Jondalar estaba dispuesto, pero se tomó el tiempo necesario para besarla lenta y apasionadamente. Sintió que los labios de Ayla se entreabrían para dar acceso a su boca tibia; eso alentó su pensamiento hacia otros labios que se entreabrían y otras aberturas húmedas y tibias, de tal forma que sintió anticipadamente los impulsos de su propia virilidad. Sería bastante difícil abstenerse de darle placeres.

Ayla le abrazó con fuerza y cerró los ojos para pensar únicamente en la boca de Jondalar sobre la que ella le ofrecía y en su lengua, que la exploraba lentamente. Sintió el calor turgente de Jondalar presionando sobre el cuerpo femenino, y su respuesta fue tan inmediata como la del hombre; un ansia tan intensa que no quiso esperar. Deseaba estar más cerca de él, estar tan cerca como sólo es posible sintiéndola en su interior. Manteniendo sus labios sobre los de Jondalar, deslizó los brazos hacia abajo, desde el cuello, para desatar el cierre de sus propios calzones de piel. Los dejó caer al suelo y después buscó los cordeles que sostenían los pantalones de Jondalar.

Jondalar sintió que ella manipulaba los nudos que él había tenido que atar con los cordeles de cuero cortados. Se enderezó, separándose de Ayla, sonrió en los ojos que tenían el color gris azulado de cierto pedernal de buena calidad, desenfundó el cuchillo y cortó de nuevo los lazos. De todos modos, tendría que reemplazarlos. Ella también sonrió; después sostuvo su propia prenda el tiempo suficiente para avanzar unos pasos sobre las pieles de dormir y, finalmente, cayó sobre ellas. Jondalar la siguió mientras Ayla desataba su calzado y, después, el del propio Jondalar.

De costado, volvieron a besarse; Jondalar deslizó la mano bajo el chaquetón de piel de la túnica en busca del seno firme. Sintió que el pezón se endurecía en su palma y después levantó las gruesas prendas para desnudar el seductor extremo. El pezón se contrajo con el frío hasta que él lo introdujo en su boca. Después se entibió, pero no se relajó. Como no deseaba esperar, ella se puso de espaldas, atrayendo a Jondalar sobre su propio cuerpo y se abrió para recibirle.

Con un sentimiento de alegría, porque ella estaba tan preparada como él, Jondalar se arrodilló entre los muslos tibios y dirigió su miembro ansioso hacia el pozo profundo. La húmeda tibieza de Ayla lo envolvió, acariciando la plenitud de Jondalar mientras él penetraba en la profundidad con un gimiente suspiro de placer.

Ayla lo sintió en su interior, penetrando profundamente, y lo acercó más al núcleo de su propio ser. Se permitió olvidarlo todo, excepto la calidez del hombre que la colmaba mientras ella se arqueaba para recibirle mejor. Sintió que él se retiraba un poco, acariciándola íntimamente, y después la llenaba otra vez. Con un grito expresó su bienvenida y su placer mientras el largo vástago de Jondalar se retiraba y penetraba de nuevo, en la posición exacta, de modo que, cada vez que él penetraba, su virilidad frotaba el pequeño centro de placer de Ayla, transmitiendo excitantes sacudidas a través de todo el cuerpo femenino.

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