—¿Qué me decís de los espejos? ¿Llegaremos a ver realmente en ellos a nuestros esposos?
Quitándose los zapatos disimuladamente y mordisqueando todavía la manzana, la señora Oliver se dejó caer una vez más sobre el brazo del sofá, observando a las personas que se movían por la habitación con ojo crítico. Estaba diciéndose, con mentalidad de autora de novelas: «Si tuviese que escribir un libro en el que figurase toda esta gente, ¿qué argumento planearía? Aquí no hay más que buenas personas, creo… Sin embargo, ¿quién sabe si…?».
Se dijo que resultaba fascinante, en determinados aspectos, no saber nada acerca de aquellos seres. Todos vivían en Woodleigh Common. Algunos circulaban de un lado para otro con sus marbetes, por así decirlo, debidos a los detalles que conservaba en la memoria facilitados por Judith. La señorita Johnson… Algo que ver con la iglesia. No, la hermana del párroco… ¡Oh, no! Era la hermana del organista, por supuesto. Rowena Drake parecía «mangonearlo» todo o casi todo en Woodleigh Common. La resoplante mujer que había traído el cubo, un cubo de plástico particularmente espantoso. Pero bueno, es que la señora Oliver nunca había sido aficionada a las cosas de plástico. Y luego estaban los chicos, los chicos y las chicas, de diez y once años para arriba.
Hasta aquel momento todos eran nombres exclusivamente para la señora Oliver. Había una Nan, una Beatrice, una Cathie, una Diana y una Joyce. Esta última parecía una muchacha muy segura de sí misma, muy aficionada a formular preguntas. Había otra chica, llamada Ann, que se veía a mucha altura por encima de las demás, superior. Se encontraban allí dos chicos adolescentes que daban la impresión de haber ensayado con sus cabellos diversas clases de peinados, con unos resultados catastróficos.
Entró en la estancia un chico más pequeño, moviéndose por ella con aire tímido.
—Mamá envía estos espejos por si pueden servir —dijo con voz apenas audible.
La señora Drake se hizo cargo de ellos.
—Muchas gracias, Eddy.
—Son espejos muy corrientes —manifestó la chica que respondía al nombre de Ann—. ¿Llegaremos a ver en ellos los rostros de nuestros futuros esposos?
—Algunas de vosotras, sí; otras, no —contestó Judith Butler.
—¿Vio usted alguna vez el rostro de su marido durante una de estas reuniones, en su tiempo?
—Desde luego que no —opinó Joyce.
—Es posible —declaró Beatrice—. A eso se le llama P. E. S., es decir, percepción extra-sensorial —añadió complacida por la oportunidad que se le deparaba de hablar de un tema de gran actualidad.
—Yo he leído uno de sus libros —dijo Ann, dirigiéndose a la señora Oliver—.
The Dying Goldfish
, se titulaba. Es muy bueno —añadió cortésmente.
—A mí no me gustó esa novela —declaró Joyce—. Me pareció que había poca sangre en ella. A mí me agradan las historias de crímenes con mucha sangre.
—Resultan algo repulsivas, ¿no te parece?
—Pero son muy emocionantes.
—No siempre —indicó la señora Oliver.
—En cierta ocasión, yo presencié un crimen —manifestó ahora Joyce.
—No digas tonterías, Joyce —dijo la señora Whittaker, la profesora.
—Lo que acabo de decir es verdad —insistió Joyce.
Cathie miró a Joyce con los ojos dilatados, a causa del asombro.
—¿De veras que tú has presenciado un crimen?
—Naturalmente que no —medió la señora Drake—. No digas más disparates, Joyce.
—Yo he visto cometer un crimen —recalcó Joyce—. Lo vi, lo vi, lo vi…
Un chico de unos diecisiete años de edad que se hallaba encaramado a lo alto de una escalera bajó la vista, muy interesado.
—¿Qué clase de crimen fue ése? —preguntó.
—No lo creo —manifestó Beatrice.
—Claro que no —dijo la madre de Cathie—. Joyce se acaba de inventar eso.
—No he inventado nada. Yo presencié un crimen.
—¿Y por qué no lo denunciaste a la policía? —inquirió Cathie.
—Porque yo no sabía que se trataba de un crimen cuando presencié
aquello
. Fue mucho tiempo después cuando me di cuenta de lo que había pasado realmente…. Algo que una persona dijo hace solamente un mes o dos me hizo pensar de repente: «Por supuesto, lo que yo vi fue un crimen».
—Ya lo veis —señaló Ann—. Eso es una fantasía, un disparate.
—¿Cuándo sucedió todo esto? —preguntó Beatrice.
—Hace años —contestó Joyce—. Yo tenía muy pocos años entonces.
—¿Quién asesinó a quién? —quiso saber Beatrice.
—No debo contaros nada —manifestó Joyce—. Os asustan demasiado estas cosas por lo que veo.
La señorita Lee entró con otra clase de cubo. La conversación se centró sobre el tema de los cubos de plástico y de hierro galvanizado. ¿Cuál de aquellos dos tipos era más adecuado para el juego de las manzanas? La mayoría de los presentes visitaron la biblioteca, para conocer el escenario del divertido concurso. Algunos jóvenes intentaron ansiosos de demostrar sus habilidades. Se vieron enseguida muchas cabelleras mojadas; la alfombra sufrió un remojón; alguien se presentó allí con unas toallas para que todos se secaran. Al final quedó decidido que el cubo de hierro galvanizado era preferible frente al de plástico. Este último se volcaba con nada…
La señora Oliver dejó en la estancia un cesto de manzanas destinado al concurso para el día siguiente. Volvió a coger otra…
—En los periódicos leí una vez que era muy aficionada a esa fruta —dijo la voz acusadora de Ann o Susan.
No sabía quién le acababa de hablar.
—Es mi principal debilidad —reconoció la señora Oliver.
—Sería muy divertido que le gustasen los melones —objetó uno de los chicos—. Tienen más jugo. Dejaría huellas de los que se comiera por todas partes —agregó el chico paseando con anticipado placer la vista por la alfombra.
La señora Oliver, sintiéndose un poco avergonzada por aquella proclamación de su debilidad, salió de la habitación para ir en busca de otra cuyo emplazamiento no resultara demasiado fácil de descubrir. Subió por una escalera y al llegar a un descansillo tropezó con una pareja de jovencitos, un niño y una niña todavía, estrechamente abrazados, y que se hallaban apoyados en la puerta del recinto que ella deseaba alcanzar. La parejita no le hizo el menor caso. Los dos suspiraban. La señora Oliver consideró un momento sus posibles edades aproximadas. El chico contaría quince años y quizás ella tendría poco más de doce, si bien su busto hacía pensar en dos o tres más.
«Apple Trees»
[*]
era una casa de regulares dimensiones. Tenía varios rincones agradables. ¡Qué egoísta era la gente!, pensó la señora Oliver. Nadie pensaba en el prójimo. Este tópico acudió a su mente enseguida. Le había sido inculcado sucesivamente por una doncella, un ama de casa, su abuela, dos tías, su madre y otras personas.
—Dispensadme, chicos —dijo la señora Oliver, alzando la voz con toda claridad.
El chico y la chica se estrecharon todavía con más fuerza, uniendo apasionadamente sus labios.
—Dispensadme —repitió la señora Oliver—. ¿Queréis hacer el favor de dejarme pasar ahí dentro?
Muy a disgusto, los dos jovencitos se separaron, mirándola con ojos agresivos. La señora Oliver se deslizó dentro del cuarto inmediatamente y echó el pestillo.
La puerta no ajustaba muy bien. A sus oídos llegaron fácilmente unas palabras pronunciadas por los que se habían quedado fuera.
—¿Qué te parece? Así suele ser la gente —dijo una voz incierta de tenor—. ¿Es que esa señora no ha visto que no queríamos que nos molestasen?
—La gente es muy egoísta —respondió la muchacha—. Generalmente, cada uno piensa en sí mismo, despreocupándose por completo de los demás.
—Sí. Al prójimo no se le guarda nunca la menor consideración —remachó el jovencito.
L
OS preparativos para las reuniones de juventud dan a los organizadores, normalmente, más trabajo que las clásicas fiestas pensadas para las personas adultas. Unos bocadillos de calidad, algunos refrescos, complementados con la limonada de rigor, bastan para poner en buen orden de marcha una reunión. Puede que cueste más, pero las molestias son infinitamente menores. Ariadne Oliver y su amiga Judith Butler se mostraron de acuerdo con este punto.
—¿Qué te parecen estas fiestas destinadas a la gente menuda, esto es, a los que cuentan diez, once años o más?
—La verdad es que no sé mucho acerca de ellas —confesó la señora Oliver.
—En cierto modo —manifestó Judith—, yo creo que ofrecen menos complicaciones. Empiezan a prescindir de todos los mayores. Y se dicen capaces de preparárselo todo por sí mismos.
—¿Y es cierto?
—Con arreglo a nuestro leal modo de entender las cosas, no —manifestó Judith—. Corrientemente, olvidan proveerse de ciertos elementos imprescindibles y adquieren en cambio otros de los que nadie hace el menor caso. Después de desentenderse de nosotros por completo, nos acusan de no haberles puesto a mano cosas con las que no han logrado dar. La gente joven rompe mucha vajilla de loza y cristal y otros efectos; hay siempre entre ella algún tipo indeseable o aquel que se hace acompañar por un amigo detestable… Ya sabes lo que pasa… Luego vienen las drogas, un poco de hierba, el L.S.D., las cuales siempre he pensado que cuestan dinero, pero, al parecer, no es así, por la facilidad con que se consumen.
—Yo me inclino a pensar que son cosas raras —apuntó Ariadne Oliver.
—Y desagradables… La hierba tiene un olor muy desagradable.
—Me parece muy deprimente el capítulo de las drogas —comentó la señora Oliver.
—Bueno, por lo que a esta reunión respecta todo marchará bien. Ahí está Rowena Drake para conseguirlo. Como organizadora es maravillosa. Ya lo verás.
—No creas que tengo muchas ganas de reuniones —suspiró la señora Oliver.
—Tienes que asistir a ésta, aunque estés una sola hora con esa gente. Te gustará. Lo pasarás bien. Ojalá no tuviese fiebre Miranda… La pobre criatura ha sufrido una gran desilusión al ver que no podría asistir.
La reunión se inició a las siete y media. Ariadne Oliver tuvo que admitir que su amiga estaba en lo cierto. La gente fue puntual. Todo marchó magníficamente. La fiesta había sido bien planeada y todo fue como un reloj. Hubo lámparas azules y rojas en las escaleras y profusión de amarillas calabazas. Chicas y chicos se presentaron con escobas decoradas, para la competición que se iba a celebrar. Tras los saludos de rigor, Rowena Drake anunció el programa de la noche.
—Primeramente, tendremos el concurso de las escobas decoradas. Habrá tres premios. Luego, vendrá el corte del pastel de harina. Eso se hará en el pequeño invernadero. A continuación, veremos lo que sucede con las manzanas… Ha sido confeccionada ya una lista que se pondrá en la pared, en la que aparecen relacionados todos los concursantes… Seguidamente, el baile. Cada vez que las luces se apaguen habrá cambio de parejas. Después, las chicas pasarán al pequeño estudio y se les hará entrega de los espejos. Tras esto será servida la cena y vendrá lo del «Snapdragon» y el acto de entrega de premios.
Como sucede en todas las reuniones, al principio las cosas marcharon con arreglo al plan trazado previamente, de un modo riguroso. Las escobas fueron admiradas por todos. Eran unas miniaturas preciosas. En conjunto, los adornos no resultaron ser de gran calidad. La señora Drake dijo en un aparte a sus amigas:
—Aquí, como en todas las fiestas de esta clase, hay dos o tres chicos o chicas que una sabe perfectamente que obrando con un espíritu de estricta justicia no se llevarían premio alguno. Entonces, para que encajen en el ambiente, es preciso hacer alguna trampa inocente y contentarlos de alguna manera.
—No tienes escrúpulos, Rowena.
—En realidad, no. Dispongo las cosas para que sean distribuidas equitativamente. El caso es que todo el mundo aspire a ganar algo.
—¿En qué consiste el juego del pastel de harina? —preguntó Ariadne.
—¡Ah, claro! Usted no se encontraba en la casa cuando nos pusimos a prepararlo. Bien… Hay que rellenar un recipiente con harina, apretando ésta todo lo que se pueda. Encima de la masa se coloca una moneda de seis peniques. Después, cada concursante procura cortar un trozo de pastel sin tirar aquélla. El que falla, queda eliminado. Así hasta que sólo queda uno, que recibe la moneda como premio, claro está. Bueno, vamos a la tarea.
De la biblioteca salían gritos de alborozo. Celebrábase en ella el concurso de las manzanas. Los concursantes regresaban de allí con las caras remojadas y huellas de agua sobre sus ropas.
Uno de los momentos de mayor animación se produjo a la llegada a la casa de la «bruja», encarnada por la señora Goodbody, una mujer de la localidad que se ganaba la vida haciendo faenas de limpieza por las casas. La buena señora se hallaba en posesión de una nariz ganchuda y una barbilla saliente, poseyendo por añadidura la habilidad de proferir unos raros chillidos con la garganta, de naturaleza evidentemente siniestra.
—Bueno, ahora te toca a ti. Te llamas Beatrice, ¿no? Beatrice… Un nombre muy interesante. ¿Quieres saber cómo va a ser tu esposo, eh? Perfectamente. Siéntate aquí, querida. Sí, sí… Bajo la luz. Siéntate aquí y sostén este pequeño espejo entre las manos. En cuanto las luces se apaguen verás aparecer en él la cara que ansías conocer. Mantén bien firme el espejo…
Abracadabra, ¿que veré? La cara del hombre que se casará conmigo. Beatrice, Beatrice: vas a contemplar el rostro del hombre que te agradará más que ningún otro
.
Un repentino foco de luz cruzó la habitación desde lo alto de una escalera colocada detrás de una pantalla. El foco iluminó un punto de la estancia señalado previamente y la luz fue reflejada por el espejo que se encontraba en las manos de Beatrice, sumamente excitada en aquellos instantes.
—¡Oh! —exclamó Beatrice—. ¡Le estoy viendo! ¡Le estoy viendo! ¡Lo veo en mi espejo!
El foco se esfumó repentinamente. Se encendió la luz de la habitación y una fotografía en colores pegada a una cartulina descendió del techo. Beatrice se puso a bailar de un lado para otro alocadamente.
—¡Era él! ¡Era él! ¡Lo vi! —chilló—. ¡Oh! Es un atractivo muchacho de barba pelirroja.
La muchacha se lanzó sobre la señora Oliver, que era la persona que tenía más a mano.
—Mire, mire… ¿Verdad que es maravilloso? Es como Eddie Presweight, el cantante «pop». ¿No opina usted igual que yo?