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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (6 page)

BOOK: L'auberge. Un hostal en los Pirineos
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—Pero es que no lo entendéis —protestó Christian, sonrojándose ante las penetrantes miradas de las mujeres de la familia Estaque—. Si el restaurante se va al garete, eso perjudicará económicamente al municipio. Y dada la nacionalidad de esos recién llegados, es más que probable que no salgan adelante. ¡Todo el mundo sabe que los ingleses son un desastre en la cocina! ¿Qué persona en su sano juicio va a ir a comer allí? —agregó con tono de incredulidad.

—¡Bah! Los otros propietarios no eran ninguna maravilla y sin embargo el alcalde no hizo nada por intervenir.

—¿Qué tenía de malo el restaurante de Loubet? —preguntó Christian con genuina perplejidad—. ¡La comida era estupenda!

Annie y Véronique se echaron a reír a carcajadas, volviendo a intensificar el rubor en la cara de Christian. Josette contuvo una sonrisa cuando se volvió hacia ella en busca de apoyo.

—¿Por qué os reís todas de mí? Era un buen restaurante.

—¡Era una mierrrda! —espetó Annie, y por esa vez, la combinación de su marcado acento, dentadura postiza y velocidad en el hablar no fueron impedimento para que se la entendiera bien—. ¡LaviejamadameLoutbetkeneerrraundessshassshtrrredecocinerrra!

—Pero… pero… yo encontraba muy buena su comida.

Véronique volvió a estallar en carcajadas, con lo cual Christian se puso rojo como una amapola.

—Pues claro. Y no me extraña, comparado con lo que te da de comer tu madre. ¡Es la única mujer que conozco que cree que el carbón es un condimento!

Christian alzó la mano dándose por vencido. No tenía argumento contra eso.

—Bueno. Ya ha quedado claro lo que pensáis. ¿Y qué proponéis entonces?

—Yonoprrropongonada. —Annie cogió las bolsas de la compra dispuesta a marcharse, después de haber dicho mucho más de lo que solía en lo tocante a los asuntos del municipio. Aunque las unía un indiscutible vínculo de parentesco pese a los intentos de Véronique de renegar de ellos en público, Annie no compartía, ni de lejos, la pasión de su hija por la política local—. Mevoyadarrrdecomerrralossshperrrosssh. Ellossshtienenmássshconocimiento.

Volvió a toser encima de la manga de la chaqueta para hacer rabiar a su hija, y después abandonó la tienda.

Las otras dos mujeres se concentraron en Christian para exponerle las diversas opciones que se les presentaban. Más atrás, Jacques permanecía apoyado en la pequeña nevera, justo al otro lado de la puerta, con una amplia sonrisa en la cara. Aunque no alcanzaba a oír los detalles del plan, le daba igual. Mientras Serge Papon y su repugnante compinche no lo arreglaran todo a su manera, todavía quedaba un asomo de esperanza para el municipio.

Tras la convulsión de la Revolución, el millar y pico de habitantes de los tres pueblos de Picarets, La Rivière y Fogas aprovechó la ocasión para separarse del municipio de Sarrat, situado al otro lado del río, y fundar su propio órgano administrativo. Llevaban muchas generaciones quejándose de tener que cruzar el río con todas las inclemencias del tiempo para poder llegar al Ayuntamiento. Así, cuando tuvieron ante ellos la ocasión de decidir dónde querían instalar la nueva sede consistorial y acabar de una vez por todas con el inconveniente de tener que ir a Sarrat, eligieron la localidad de Fogas.

Por enésima vez, Christian maldijo la estupidez de sus antepasados mientras su coche subía trabajosamente la empinada cuesta que conducía al pueblo emplazado en la cresta de una montaña. Sus predecesores y sus vecinos podrían haber optado por instalar el nuevo Ayuntamiento en La Rivière, que tenía una situación mucho más adecuada en el fondo del valle y ya contaba por aquel entonces con una modesta tienda, un bar y una panadería. Pero no: distraídos con el embriagador poder de sus logros, escogieron Fogas, con lo cual la mayoría de los concejales se veían obligados a realizar el arduo trayecto por la estrecha carretera que subía con profusión de curvas por el flanco de la montaña.

Para acabar de empeorar las cosas, aparte de la presencia del Ayuntamiento, no tenía ningún otro interés tomar la carretera de Fogas. Después de llegar al pueblo, ésta proseguía su sinuoso curso durante un par de kilómetros para luego dividirse en varias vías secundarias, muchas de ellas sin asfaltar, que iban a morir en caseríos apartados. No había tienda ni bar y hasta la dirección de correos había tenido la cordura de situar su oficina en La Rivière, de modo que aparte del racimo de casas que componían el pueblo y el antiguo lavadero comunitario por cuyo caño todavía seguía manando el agua, Fogas era tan sólo la sede del Ayuntamiento.

Claro que, cuando después de doblar la última curva vio las siluetas de los Pirineos destacadas en el cielo del crepúsculo, Christian tuvo que reconocer que la vista era magnífica.

—¡Por fin! —exclamó mientras detenía el coche delante del edificio de piedra.

El reloj de la fachada, castigado por la intemperie, iba adelantado una hora como era habitual en invierno. En una reunión del consistorio celebrada mucho antes de que Christian formara parte de él, se había convenido que cambiar la hora cada primavera y otoño podía resultar perjudicial para el reloj y también para el anciano
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, a quien correspondía trepar por la escalera y hacer girar las manillas. La decisión no fue revocada a raíz del nombramiento como nuevo
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de Bernard Mirouze, hombre entrado en carnes que, según sospechaba Christian, se congratulaba sobremanera de que las cosas siguieran así. Si el pobre apenas podía subir las escaleras de su casa sin pararse a descansar, habría sido difícil que ascendiese por una escala de mano hasta el tejado del Ayuntamiento. El reloj, por consiguiente, sólo marcaba la hora buena durante siete meses al año. En invierno iba una hora adelantado, como si impulsara a los parroquianos a franquear los meses más oscuros del año con la promesa de la primavera.

Christian salió con esfuerzo del coche y, procurando no reparar en la ominosa cantidad de vapor que salía de debajo del capó, fue a ayudar a Josette a abrir la puerta del asiento del acompañante, que siempre se atascaba. Mientras la tomaba del brazo para encaminarse al Ayuntamiento, advirtió que le temblaba la mano y que estaba muy tensa.

—Te veo un poco pálida. No habré conducido demasiado bruscamente…

Josette le dio una palmada en el brazo, esbozando una débil sonrisa.

—No. Es sólo que estoy nerviosa. Ya sé, ya sé… —Levantó una mano para impedir que él replicara, pues sabía muy bien qué iba a decir—. Ya sé que tengo todo el derecho de estar aquí. Me votaron de manera democrática después de que Jacques… —Perdió ánimo un instante, pero luego se aclaró la garganta y prosiguió—: De todas maneras, me pone nerviosa. Y como esta noche vamos a meter al lobo en el redil, estoy todavía más intranquila.

—Jacques estaría orgulloso. Eso es lo único que debes tener en cuenta.

Josette le agradeció aquellas palabras apretándole el brazo mientras subían los escalones en dirección a la luz y el ruido que salían por las grandes puertas de madera.

—¿Te has acordado de cerrar el coche con llave?

Christian la miró de reojo.

—Nunca lo cierro. Y las llaves están en el contacto. Cabe esperar que…

La mujer se puso a reír y echó la cabeza hacia atrás de una manera que Christian no le había visto hacer desde hacía mucho. Todo aquel lío valía la pena, pensó, aunque sólo fuera por volver a oír reír a Josette.

—Quisiera empezar dándoos las gracias a todos por haber comparecido después de haberos avisado con tan poco tiempo…

—¡Ejem! No han comparecido todos.

Pascal Souquet efectuó un gesto de irritación. Por una sola vez, sería estupendo poder disfrutar de una reunión municipal sin que la chusma interrumpiera. Se quitó con celeridad las gafas para poder asestar una dura mirada aristocrática al inoportuno individuo.

Era René Piquemal. Era de esperar.

—Por desgracia —continuó Pascal con una falsa sonrisa—, dos de nuestros concejales van a votar por poderes estar tarde ya que les ha sido imposible acudir.

René, sin embargo, no estaba dispuesto a callarse así como así.

—¿Podemos dejar constancia por escrito de que he tenido que salir del trabajo dos horas antes para poder asistir a la reunión? —solicitó—. Y sólo por curiosidad, ¿cuánto se tarda en llegar desde Toulouse hoy en día? ¿Una hora y media?

—A mí me parece un poco abusivo —intervino Monique Sentenac—. Si yo he tenido que cerrar más temprano la peluquería para poder venir, ¿por qué no podían hacer ellos lo mismo?

—Quizá no deberían formar parte de la concejalía si no pueden asistir a las reuniones —apuntó con entusiasmo René, sin perder la ocasión.

—Piquemal tiene parte de razón. Ni siquiera viven aquí…

—¡Eso es ridículo! Tienen todo el derecho a formar parte del consejo municipal. Sus familias han vivido aquí durante generaciones…

De repente, sin saber cómo, a Pascal se le escapó la reunión de las manos. Por toda la sala resonaban voces mientras al fondo Fatima permanecía en silencio, manifestando claramente con la mirada y la postura la rabia que le producía la incompetencia de su marido.

—… han vivido aquí. Eso es el pasado, Bernard, el pasado. Ahora ya no lo hacen…

—Pero si ya hemos hablado de eso otras veces. Deberíamos estar agradecidos de que quieran participar en el Ayuntamiento…

—¿Agradecidos? ¿De qué? ¿Porque se dignan a hacer acto de presencia los días festivos y en verano?

—Ay por Dios, René…

Justo cuando la reunión estaba a punto de degenerar en el caos, Serge Papon se levantó del asiento con toda su corpulencia y levantó la mano reclamando silencio.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! A los que sí hemos podido venir no nos conviene quedarnos aquí toda la noche.

Aguardó a que los concejales y el puñado de espectadores callaran y después se volvió hacia el teniente de alcalde con una sardónica sonrisa.

—Y ahora, Pascal, si crees que vas a ser capaz de continuar…

Toda la sala se rio a expensas de Pascal, lo cual agrió aún más la expresión de Fatima. Con las mejillas enrojecidas, aquél volvió a colocarse las gafas y comenzó a leer la moción que iba a someterse a votación de urgencia.

—Dadas las circunstancias de la venta del Auberge des Deux Vallées y los potenciales perjuicios que dicha venta va a causar en el municipio de Fogas, yo, Pascal Souquet, teniente de alcalde de Fogas, propongo la expropiación forzosa del hostal por parte del Ayuntamiento de Fogas amparándonos en el decreto emitido por la República francesa…

Poco a poco los murmullos se expandieron por la sala, ahogando la recitación realizada por Pascal de las leyes y decretos relevantes. Los presentes tomaban conciencia por primera vez del alcance de la trama urdida por el alcalde.

Se proponía comprar el hostal.

Valiéndose de una extraordinaria medida que permitía a los Ayuntamientos gozar del primer derecho de compra sobre toda propiedad que se pusiera en venta en territorio municipal, el alcalde pretendía comprar el hostal, quitando de en medio a la pareja de ingleses, para instalar como encargado a su cuñado. Aquello no tenía precedentes en la larga historia de Fogas, y todo se iba a hacer en nombre del Ayuntamiento.

Era ingenioso, se vio obligado a reconocer Christian mientras escuchaba el excitado parloteo e intentaba discernir si las reacciones eran positivas o negativas. El alcalde había ideado incluso un argumento para soslayar la cláusula que estipulaba que el Ayuntamiento debía actuar dentro de un margen de dos meses después de la puesta en venta de la propiedad. Había asegurado que monsieur Loubet la había retirado del mercado en octubre, cuando había acordado vendérsela a su cuñado. Después, al aceptar la oferta de la pareja británica, Loubet había vuelto a ponerla en el mercado, con lo cual el municipio tenía derecho prioritario de compra. Y no cabía duda de que Serge Papon estaba decidido a ejercer dicho derecho.

—¿Es eso normal? —susurró Josette al oído de Christian.

—¿El qué?

—Que Pascal haya puesto su nombre en la propuesta.

Christian advirtió con sobresalto que tenía razón. ¿Por qué diablos debía de haberle permitido hacer tal cosa el alcalde cuando saltaba a la vista el desprecio que le inspiraban su persona y su manifiesta ambición?

Intuyendo que estaba otra vez a punto de perder el control de la reunión, Pascal golpeó la mesa con la funda de las gafas y reclamó orden con voz temblorosa, poco apta para imponer la autoridad.

—¿Podríamos pasar a la votación, por favor? ¡No quería robarles más tiempo, René!

Dedicó una afectada sonrisa al achaparrado fontanero, que por su parte murmuró algo que Christian no alcanzó a oír, aunque de todos modos dedujo que no debía de ser un comentario amable. A todas luces Pascal compartía dicha opinión, porque no pidió a René que lo repitiera en voz alta, de modo que prosiguió con la votación.

—Los que estén a favor que levanten la mano.

Christian retuvo el aliento.

Sabía sin necesidad de mirar que tanto Serge como Pascal levantarían la mano. También lo haría Bernard Mirouze, que sentía una gratitud perpetua por haber obtenido el puesto de
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del municipio, a decir de algunos mediante un proceso no muy limpio. Con los que votaban por poderes no estaba tan seguro…

¡Claro! Christian se dio una palmada en el muslo. Por eso había dejado el alcalde que Pascal presentara la moción, para conseguir el apoyo que le hacía falta.

Los dos concejales ausentes, Lucien Biros y Geneviève Souquet, la prima de Pascal, vivían todo el año en Toulouse y formaban parte de la facción de propietarios de segundas residencias que habían hecho posible la entrada de Pascal en la alcaldía. Con ellos sumaban cinco votos. Los miembros del consejo eran once y para llevar adelante cualquier votación se necesitaba mayoría. Sólo les faltaba un votante más para aprobar la propuesta y, por lo que al alcalde respectaba, Christian era esa persona.

Christian notó que un hilillo de sudor comenzaba a bajarle por la espalda mientras tomaba conciencia de la magnitud de lo que estaba a punto de hacer.

Estaba a punto de granjearse la enemistad del hombre más poderoso del municipio.

Aun así, se cruzó de brazos, tragando saliva con nerviosismo.

—Están a favor… —Pascal consultó el papel que tenía en la mano como si lo leyera por primera vez—. De los ausentes, Lucien Biros y Geneviève Souquet. —Levantó la vista y comenzó a escrutar la sala—. De los presentes, Pascal Souquet, Serge Papon, Bernard Mirouze y Christian Dup…

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