Legado (22 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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—Sí —dijo el capitán, al ver que mermaba su público. Repitió ese «sí», y al fin desistió, postergando la charla hasta la mañana.

—Es un buen capitán —dijo Algis Bas Shimchisko—. El mejor de Lamarckia. Un auténtico marino.

Miszta Ibert fue a servirse más pasta y la trajo sonriendo como si hubiera ganado un premio.

—Es muy buen capitán —convino el joven Ibert, comiendo con avidez—. Tal vez demasiado entusiasta, ¿pero quién puede culparlo?

Le miré comer y sentí que se me revolvían las tripas.

—Vaya —dijo Shimchisko—. Hemos perdido a algunos esta noche, ¿verdad?

—Algunos —dijo Ibert—. Tantos como esperaba.

—Se pondrán bien pasado mañana. Es el mar —explicó Shimchisko—. A veces hasta a un buen marinero le afecta el olor del mar cuando pasa un tiempo en tierra.

—¿Te sientes bien? —me preguntó Ibert.

—Nunca me he encontrado mejor —respondí, negándome a ir arriba.

En otra época mi cuerpo estaba equipado para afrontar cualquier emergencia, cualquier enfermedad, cualquier malestar. Ahora estaba realmente a solas, y ese cuerpo desnudo y natural me resultaba tan desconocido como el de un extraño.

Los días transcurrían de una manera que nunca había experimentado. El tiempo cobró una nueva cualidad. El barco se convirtió en un mundo aparte. Me costaba imaginar algo distinto, especialmente durante las guardias, cuando una tarea precedía a otra en vertiginosa sucesión. Un trabajo continuo y agotador, día y noche, aferrando flechaduras o colgando de vergas en medio de tormentas y mares encrespados, observando olas espumosas que alcanzaban la altura de las velas más altas. Momentos de calma chicha en que el Vigilante permanecía inmóvil o se deslizaba lentamente con un molino impulsado por las baterías de reserva. En lo alto de las drizas, en los mástiles y en los palos, recogiendo o desplegando, fijando el velamen para aprovechar el viento, colgando velas nuevas cuando las viejas necesitaban reparación, manejando las cabrias cuando fallaban (como sucedía con frecuencia) los motores eléctricos.

Engrasar los árboles —los árboles más bajos y gruesos consistían en tres patas rectas de árbol-catedral ceñidas con gruesas bandas de hierro—. Arrancar mechones de fibra de grandes balas de junco para hilar bramante. Tensar los aparejos cuando se aflojaban con el uso. Frotar con piedra pómez la cubierta de xyla, dejando un tenue aroma a trébol y ajo. Limpiar a diario todas las superficies de cubierta.

Sólo al caer en mi litera, sumido en un estado casi espiritual de agotamiento físico, pensaba en mi vida anterior, en inmensas cámaras dentro de un asteroide y la infinitud onírica de la Vía. Nada de eso parecía real. Y sin embargo todavía no me sentía completamente integrado en Lamarckia. Me parecía que todos —el sabio Shankara, el displicente Ibert, los ridículos Kissbegh y Ridjel, el cínico pero inteligente Shimchisko, Shirla con su cara redonda— podían comprender con sólo mirarme que yo no era real.

Sólo los detalles que me proporcionaban los sentidos, minuto a minuto, daban a mi personalidad una solidez que la memoria no podía corroborar: el estimulante olor del aire salobre mientras capeábamos un temporal; los montañosos cúmulos que se convertían en macizos nimbos sobre las llanas y arenosas praderas y las mesetas de la costa de Sumner; los rojos y azules de los vividos ponientes a popa.

Aferrando sogas y alambres, empuñando lanzaderas de cabestrante, manipulando pasadores, mis manos se convirtieron en un laberinto de cortes, raspaduras y magulladuras, hasta que parecieron zarpas sangrientas. Lo que en Thistledown habría sanado en minutos u horas tardaba días en hacerlo. Aun así se curtieron, y ya no temía hacer cosas que, en mi inexperiencia de días antes, me habrían causado heridas dolorosas. Me agachaba, me aferraba, me colgaba, tironeaba, esquivaba, y aprendí cuándo gruñir y cuándo sudar.

Casi siempre el sol ardía, tostándome la piel. Se me formaron ampollas en los brazos y se me pelaron; seguí el ejemplo de los marineros experimentados y me unté las mejillas y los brazos con lechosa savia de lizbú, guardada en jarras de cerámica. Para combatir el resplandor del sol, me unté los párpados con rojinegro, el fino polvo que caía de los vástagos arbóridos de la silva de Liz. Mi cabello se convirtió en una mata seca, que dadas mis infrecuentes abluciones con agua dulce, solía estar cubierta de espuma salada.

Ibert me prestó un espejo de bolsillo. No me reconocí: ojos blancos aureolados de rojinegro, tez oscura, cabello tieso. Un pirata.

No había hablado con Randall desde que me habían asignado la litera. Después de la cena, cuando el tiempo lo permitía, el capitán nos hablaba sobre la visita de Jiddermeyer, Baker y Shulago a la isla de Martha. Esa isla era muy diferente de Tierra de Elizabeth. Volcánica, aislada de otras masas terrestres por miles de millas de océano, un ecos próspero en el centro de un mar estéril, era un lugar perfecto para la ciencia de Keyser-Bach. Se sabía poco sobre la isla, y había transcurrido más de una década desde el viaje de Baker y Shulago. Pocas naves viajaban ahora entre Hsia y Elizabeth o Tasman; ninguna había pasado por la isla de Martha desde la visita de Baker y Shulago.

—Estamos practicando ciencia primaria —declaró el capitán, de pie ante el atril, mostrando las láminas ilustradas de los artistas de Shulago, reproducciones de fotografías de las cámaras de Baker.

Examiné las fotografías de los vástagos de Martha y los dibujos de Shulago con creciente desconcierto. Serpientes sin boca, arbóridos que recogían sus raíces cada varios días y recorrían el escabroso paisaje como inmensas babosas. Silvas enteras migraban de un extremo al otro de la isla en pocos días. Guardianes de duro caparazón rodaban sobre ruedas calcáreas, impulsados por vigorosos zarcillos, atentos a los intrusos, «olisqueando» a los humanos pero prestándoles poca atención. ¿Quién podría comprender semejante diversidad? El capitán a veces expresaba sus ideas sobre la organización de los ecoi, acerca de las jerarquías, pero era reacio a explicar los detalles.

—Es pura especulación —dijo al final de una charla, respondiendo preguntas de los investigadores y los tripulantes—. Sabemos algunas cosas, pero no es suficiente.

La teoría no demostrada de que existían reinas o madres seminales era en el fondo una teoría que quizá respondía al deseo humano de respuestas más que a la realidad.

Al cabo de varios días, me relajé y dejé que el proceso de mi adaptación se completara. Pronto aprendí a sentir respeto por casi todos a bordo, y por la nave misma, que yo había subestimado. Nos causó pocos problemas en el mar, o tan pocos como podía causar una nave hecha con materiales primitivos e inadecuados. Sólo Shatro, el investigador, seguía sin impresionarme. Regordete, con músculos grandes pero blandos, más bajo que yo, con una cara aniñada en una cabeza ancha, era propenso por igual a temores y entusiasmos, sospechas y confidencias. Rara vez hablaba conmigo, pero yo nunca sabía si me trataría con suspicacia o diría una frase jovial. Nunca me dijo nada de excesiva importancia. Tenía la costumbre de afirmar lo obvio y luego avergonzarse de ello.

Aún no podía juzgar su aptitud científica.

En alta mar la tripulación respetaba las reglas del primer oficial acerca de las relaciones sexuales, pero el coqueteo era desenfrenado, y algunas parejas comenzaban a apartarse de los demás de manera alarmante. Los hombres se encargaban de las tareas de las mujeres, y las mujeres los acicalaban, cortándoles el cabello o curando heridas leves. Algunos hombres ocultaban sus cortes y contusiones a Shatro, el médico de a bordo, y las revelaban a sus amigas en privado. Pronto supe que muchas mujeres llevaban maletines que contenían medicamentos y ciertos manjares o golosinas que entregaban a los hombres a quienes cuidaban.

Shirla Ap Nam, la marinera de cara redonda, me reservaba a mí la mayoría de sus atenciones, y habría sido grosero o descortés rechazarlas. Decidí tomarme con calma estas cuestiones. Yo era joven, mi cuerpo dominaba sus reacciones y no estaba aislado por implantes. El paso del tiempo complementaba el flujo de mis hormonas, y comprendí con cierta sorpresa que la socialización era una función corporal regulada por instintos profundos.

A bordo de Thistledown, la mayoría de nosotros —y casi todos los geshels— habíamos adquirido tantas capas de control consciente e intervención suplementaria que parecía, desde mi nueva perspectiva, que habíamos perdido de vista nuestra naturaleza animal. Y de eso se trataba, por supuesto. Nos habíamos elevado por encima del instinto y la rutina de la historia. Habíamos dado a la sociedad humana un carácter nuevo y más moderado.

Los inmigrantes tenían lo mejor y lo peor de su naturaleza no mejorada.

Al principio Shirla me parecía atractiva, aunque no en exceso. Habría preferido contar con la atención de alguna de las otras mujeres, pero no las alenté. Sin embargo, Shirla era agradable, y su conversación interesante. No parecía tomarse nuestros escarceos con demasiada seriedad, así que estábamos a salvo de los sermones de Talya Ry Diem, quien consideraba su deber impedir que las jóvenes resultaran lastimadas, como al parecer le había ocurrido a ella años antes, por los amoríos de a bordo, aun los no consumados. Pues la nave era tan pequeña (y el segundo oficial tan entrometido) que buscar intimidad para otra cosa era casi imposible.

Randall y el segundo oficial a menudo delegaban para resolver este tipo de problema disciplinario en Ry Diem. En parte gracias a su vigilancia, el segundo oficial no tuvo que cumplir sus masculladas amenazas de encerrar en la sentina a vanas parejas excesivamente afectuosas.

Para mi sorpresa, Ry Diem se hizo cargo de Kissbegh y Ridjel. Soterio se alegró de dejar a esos dos jóvenes problemáticos en sus tiernas manos. Ry Diem, Sonia Chung, Seima Ap Monash y las demás marineras impusieron a la tripulación su estructura social definitiva: la de una familia extensa, con Ry Diem como figura materna y Shankara y Meissner como figuras paternas. El capitán se convirtió en un severo director, mezcla de dios y profesor, y más de una vez oí que Ry Diem amenazaba a Kissbegh con llevarlo ante él. La posibilidad de tener que enfrentarse a Keyser-Bach por sus infracciones recientes, devolvía a Kissbegh por la buena senda.

Viajamos tres días impulsados por viento del oeste, luego viramos al sur-sureste, llegando a una milla de la costa oriental de Sumner, aunque siempre navegando por aguas profundas. Pocos lugares de la costa estaban explorados o tenían nombre, y mil millas de costa, llenas de caletas, desiertos y colinas, tenían un solo nombre: Sumner, por el segundo economista de Lenk, Abba Sumner, que también había proyectado Calcuta.

Oscuras corrientes impulsaban el Vigilante, y en mi poco tiempo libre yo permanecía junto a la borda escrutando las claras aguas. Keyser-Bach había acostumbrado a la tripulación a sus conferencias nocturnas, y recientemente habíamos tratado el tema de los vástagos pelágicos de la zona cinco. Los vi nadar cerca de la superficie; eran enormes píscidos llamados «tiburones-berenjena», de diez a quince metros de longitud, morados y con manchas blancas, de cuerpo grueso con simetría trilateral, de nariz roma y sin boca, y con hileras de afiladas y huesudas aletas desde la nariz hasta la cola. Giraban lentamente en el agua deslizándose bajo el Vigilante. También vimos peces-arco, de cuyas aletas nacían cintillas rojas de quince o veinte metros de largo. Había marañas de bejucos que parecían sogas, pero se separaban como el jabón en el agua cuando la nave las atravesaba, y luego se reagrupaban.

Tierra adentro una tormenta había soltado algunos árboles-globo, parientes cercanos del lizbú, según Randall. Al tercer día, el saco de gas de uno de ellos flotaba a estribor, arrugado y desinflado. Mientras yo observaba, enrollando sogas y reparando una cuerda rota con un pasador, píscidos con el tamaño y la forma de focas, aunque de color negro y plateado, atacaron enérgicamente el globo con sus colmillos externos, que el capitán denominó «dientes-espina», y sorbieron los jirones por los orificios que tenían en los costados. Echando una ojeada a uno que se acercó al barco, no vi cabeza ni boca, sólo aletas en forma de raqueta con zarpas blancas afiladas y, formando una hilera en cada flanco, pequeñas aberturas que revelaban un tejido interior azul. Nadaban rápidamente adelante y atrás, invirtiendo ágilmente la dirección con sólo girar las aletas. Algunos, entre ellos Shimchisko e Ibert, creían que los tiburones y otros grandes píscidos comían todo lo que se arrojaba al agua. Shankara pensaba que actuaban como equipos de limpieza, y que en realidad no digerían los fragmentos que tragaban, sino que los llevaban a estaciones especiales donde eran procesados.

Según el capitán, los actos de depredación entre los ecoi eran raros en Tierra de Elizabeth y Petain, o al menos estaban muy regulados.

—Observan y espían continuamente, enviando ladrones o exploradores, habitualmente por aire pero también bajo tierra, o surcando el río o el mar. Los límites entre las zonas están claramente marcados, pero en ocasiones, partidas de vástagos móviles cruzan en rebaños, arrebatan lo que pueden a los arbóridos o fítidos y regresan. No sabemos por qué. Tal vez las zonas necesiten desafiarse entre sí. Tal vez sea una especie de deporte...

Shirla lo comparó con los mordiscos entre amantes, pero no supe si hablaba en serio.

6

Al atardecer, cuando terminaba mi turno, con la labor del día concluida y la nave aparejada para hendir los fuertes vientos, me apoyaba en la borda de estribor para estudiar la costa desde una distancia de cinco millas náuticas. Los altos peñascos de aquella parte de la costa oriental de Sumner estaban hendidos por profundos surcos en forma de U que proyectaban lenguas pedregosas en el mar y luego se internaban sinuosamente tierra adentro. Supuse que los glaciares habrían tallado esos surcos en la antigüedad. Arbóridos cortos coronaban las mesetas y llanuras, y entre ellos se extendía una aterciopelada moqueta de fítidos azules y pardos, que formaban montículos suaves. El sol había alcanzado su cénit vernal cuatro horas antes y ahora huía gradualmente hacia el oeste, caldeándome el rostro y las manos, alumbrando los cielos despejados con un color azul pálido casi blanco, sobre Tierra de Elizabeth. El aire tenía un dulce aroma que yo desconocía, y el océano entonaba sus líquidos ritmos contra el casco, un metrónomo de olas y aguas arremolinadas. Nuestra estela trazaba surcos blancos, ondeantes y brillantes que pronto desaparecían.

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