El abrepuertas se irguió; su alta y demacrada figura y su traje blanco contrastaban con nuestro entorno. La luz era engañosa en aquel inmenso tubo liso y sin sombras. La distante curva de la pared que se elevaba hasta formar un arco en lo alto me desorientaba aún más. Miré el tubo de plasma con los ojos entornados. Seguía la falla hacia el sur, hasta un deslumbrante resplandor, iluminando la Vía a lo largo de millones de kilómetros. Pero terminaba al norte, a poca distancia de nosotros, dejando a los jarts en su propia oscuridad.
Bajé la vista para no marearme. Mi cuerpo no contaba con ayuda para superar la sensación de vértigo. Estaba desnudo por dentro.
El abrepuertas se agachó, aferrando las varas de la clavícula, pasando su cabeza esférica a pocos centímetros de la superficie.
—He encontrado algo —anunció—. Nudos atados de nuevo. Aparentemente un intento de normalización, de curación.
—¿Curación?
Ry Ornis no me oyó, o simplemente me ignoró.
—La mayoría de estas líneas desemboca en una extensión vacía. Hay mucha desolación, inmensidades sin interés. Nos causa una gran sensación de soledad. Aquí una estrella solitaria, allá una esfera de roca sin aire. Es muy fácil sentir atracción por mundos falsos, por sueños de futuros todavía inaccesibles, todavía irreales. No garantizo que te dejaré en un momento previo a la llegada de los inmigrantes de Lenk. No querría eso. Y no hay manera de regresar, para ninguno de vosotros... debo procurar que queden algunos accesos más.
—Por favor —solicité, temblando. Había imaginado este momento como un tranquilo interludio, un breve instante en que observaría el trabajo minucioso e incluso inhumano de un abrepuertas experto. En cambio, los asistentes de la ministra presidencial me habían designado este sujeto esmirriado y parlanchín, este hombre insecto de largo rostro. Tal vez realmente quieran perderme.
—Encontré algo. Ven aquí, ser Olmy.
Ry Ornis me indicó que me acercara. Caminé hacia él y miré las crípticas imágenes que oscilaban entre las barras de la clavícula.
Ry Ornis extendió el dedo enguantado sobre los colores de la pantalla.
—¿Ves esto? —Yo sólo veía líneas tortuosas, relampagueantes franjas verdes y azules—. Un acceso. Esto me indica que es un lugar de sumo interés. No hay nada en derredor... Sin duda eso es Lamarckia. Y sigue cronológicamente lo que debe ser el acceso de Lenk. ¿Pero dónde lo modifico? ¿En qué punto de la mundolínea de Lamarckia debo dejarte? De aquí a aquí, relativo tedio, tedio, nada... pero aquí... —Vi una sonrisa radiante detrás del visor—. Estos lugares son exquisitos. Busco cosas de interés para los humanos, ser Olmy, y las encuentro. Si Lamarckia es interesante en sí mismo, entonces estos puntos de su línea son aún más interesantes para nosotros. Para ti y para mí. ¿Entiendes?
—No —dije.
Ry Ornis movió de nuevo el dedo, meciendo suavemente la clavícula.
—Lugares de grandes acontecimientos humanos. Lamarckia es un gran acontecimiento en el trasfondo, algo desconocido... Pero sin duda preparado para cambiar. ¿Te coloco en uno de los lugares más fascinantes, ser Olmy?
—Simplemente haz que llegue allí —dije, mordiéndome el labio para aplacar mi angustia. La valentía parecía una lamentable abstracción.
—Más o menos a una o dos décadas del acceso de Lenk. No puedo estar seguro. No puedo ofrecer nada mejor.
—Hazlo, por favor. Tan sólo hazlo. —Yo ya había deshonrado a mi familia y la memoria de mi padre al sumarme a los progresistas geshels y ponerme implantes antinaturales en el cuerpo, al alistarme en Defensa de la Vía, al rechazar a la mujer con la que estaba comprometido. No quería deshonrarme nuevamente con un fracaso.
—No hay motivos para estar nervioso. No se abrirá ninguna puerta si no puedo colocarte en un lugar realmente interesante.
Sentí ganas de pegarle.
—Así que extiendo mi alfombra aquí y llamo a esta puerta la número treinta y dos de la región doce... —Ry Ornis trazó una fulgurante línea roja en la pared con la esfera de la clavícula—. Apártate.
Me aparté.
Un bulto de cinco metros de anchura con un hoyuelo en el centro creció en la superficie de la Vía. Líneas rojas y verdes bailaron sobre su tersa superficie, vibraron rápidamente y adquirieron el familiar color de bronce recién fundido. Ry Ornis lo extendió retrocediendo, arrastrando la clavícula consigo. Un dosel en forma de disco creció sobre la nueva puerta.
Con la boca seca como el yeso, la cabeza fría como el hielo, trepé con manos y rodillas por el costado del bulto, me encaramé al borde del hoyuelo y vi una tormenta de líquida oscuridad.
—Te llevará a donde necesitas ir —dijo Ry Ornis—. Y después desaparecerá.
Me erguí en el borde de la puerta, impulsado por la poca valentía que me quedaba. Echaría a andar en línea recta y saldría al lugar desde donde el informador se había ido de Lamarckia.
—Limítate a caminar —dijo el abrepuertas, y su voz sonó hueca en mi casco—. No te olvides de quitarte el traje a mitad de camino. En ese punto habrá aire de Lamarckia en la puerta.
—De acuerdo.
—Sólo quedan dos accesos más, creo. No sé cómo regresarás. Buena suerte.
Miré por encima del hombro, vi aquella silueta esquelética de traje blanco, la vertiginosa uniformidad por todas partes, me volví y me enfrenté a otra clase de ilusión, aún más extrema.
Allí no había líneas rectas. En la puerta yo pasaría por un agujero abierto a todos los mundos posibles, una fístula entre la Vía y otra parte.
Tenía que confiar en Ry Ornis. Mi cuerpo no lo consideró prudente. Apreté los dientes, adelanté una pierna y luego la otra. Sentí que la presión crecía a mi alrededor. Me quité el traje y lo dejé detrás de mí, en la cuesta de la puerta. Ahora sólo llevaba la ropa que podía usar un inmigrante de Lenk.
Ya no veía la Vía ni a Ry Ornis.
—La puerta está presurizada. Date prisa. —La voz del abrepuertas reverberaba como el zumbido de un insecto, saliendo del traje. Delante vi un remolino rojo y franjas negras y azules, y un brillante arco anaranjado: mi destino, visto a través de la lente deformante de la puerta.
Cerré los ojos, extendí los brazos, di un último paso hacia delante.
Y aterricé en un suelo húmedo que me salpicó las botas y los pantalones marrones. Por un instante creí que echaría a rodar. Extendí las manos, me arrodillé con las botas hundidas en el lodo y recobré el equilibrio. A mi espalda, la arremolinada oscuridad se redujo a un punto, tironeó de la tela de mi chaqueta y me abandonó con un diminuto remolino de aire.
El sol colgaba sobre el horizonte. No pude distinguir si amanecía o por el contrario anochecía. Estaba en la cima de una colina, entre troncos gruesos y negros, lisos, como de vidrio. A mis espaldas, un tupido bosquecillo de más troncos negros. Delante... los detalles me marearon. Los asimilé con frenético afán.
Un bosque rojizo se extendía sobre colinas cuadrangulares, disolviéndose en tonos rosados y lavandas hacia el horizonte. Lo cubrían rizos de niebla lánguida. Como esqueletos de torres catedralicias, árboles inmensos puntuaban el bosque cada varios cientos de metros, con copas rosadas que se alzaban sobre cuatro enormes patas abovedadas, irguiéndose sobre el resto de la arboleda. Sobre las colinas se extendía un cielo azul y cristalino, con retazos rojizos que parecían reflejar el bosque. De hecho, el bosque también habitaba el cielo: globos cautivos llenos de gas ascendían desde arboledas distantes hacia las deshilachadas nubes.
Todo resplandecía con una apacible luz amarilla y una brillante vida color sangre. Todo se relacionaba. Pues hasta donde alcanzaba mi vista, lo que Darrow Jan Fima había llamado la Zona de Elizabeth era una misma criatura, una sola cosa.
Desde la loma donde yo estaba, frente al ancho y oliváceo río Terra Nova, Lamarckia parecía virgen. Ni un humano a la vista, ni una voluta de humo, ni un edificio. Allá abajo, entre la maraña de lisos troncos negros, enormes hojas redondas y abanicos purpúreos, debía estar el fondeadero, y tierra adentro, por un camino de tierra y gravilla, el poblado de Claro de Luna, ambos ocultos por la espesura.
Me toqué la ropa con aprensión. ¿Parecería muy fuera de lugar?
Noté que contenía el aliento. Inspiré profundamente. El olor era dulzón y sorprendente. El aire olía a agua fresca, uvas, hojas de té y diversos perfumes que sólo puedo describir como almizclados. Los brotes cercanos, que semejaban anchas flores purpúreas con centros carnosos, despedían un penetrante aroma. Olían a plátano y canela. Los brotes se abrían y cerraban, con un temblor al término de cada ciclo. Al fin se contrajeron del todo con un gorjeo agudo.
Extendí la mano para acariciar la curva lisa y negra de un tronco. Cuando la toqué, la corteza se entreabrió para formar una especie de estoma en cuyo interior había una pulpa roja y rosada. Una gota blanca y traslúcida brotó del tajo, que se cerró en cuanto saqué la mano.
—No es un árbol —murmuré.
El informe Dalgesh, obra de los primeros topógrafos, los definía como «vástagos arbóridos». Y esto no era un bosque, sino una silva.
En Lamarckia no había plantas ni animales en cuanto tales. Los primeros topógrafos, en el único día que habían pasado en el planeta, habían determinado que en ciertas zonas todos los organismos aparentemente individuales, denominados «vástagos», formaban parte de un organismo más vasto que ellos habían denominado «ecos». Ningún vástago podía reproducirse por sí solo; no actuaba de forma autónoma. Un ecos era un organismo genético que contenía las diversas partes de un ecosistema y que se extendía por vastas superficies, llegando a dominar incluso continentes enteros.
Según una teoría de los topógrafos, cada ecos estaba regido por lo que denominaban «madre seminal» o «reina». Los topógrafos nunca habían visto semejante reina, y tampoco los inmigrantes, según Jan Fima, pero la comprensión de la biología lamarckiana, y la ciencia planetaria en general, todavía estaba en pañales entre los inmigrantes cuando se fue el informador.
Arriba los troncos negros extendían redondas hojas con forma de quitasol, del diámetro de un brazo extendido, grises en los bordes, rosa y rojo sangre en el centro. Los quitasoles se frotaban en una brisa susurrante que evocaba una madre calmando a su bebé. Un polvo negro y grueso caía en ráfagas sobre mi cabeza. No era polen, y sin duda no era ceniza. Froté un poco entre los dedos, lo olí, pero no lo probé.
La última luz del sol anaranjado me entibió el rostro. No era el amanecer, pues, sino el ocaso. El día terminaba. Disfruté de aquel fulgor. Me producía una sensación maravillosamente familiar, aunque era la primera vez que yo probaba directamente la luz del sol. Hasta entonces había pasado toda mi vida dentro de Thistledown y de la Vía.
Mi terror se convirtió en éxtasis. La sensación de novedad, de exótica belleza, surtió en mí el efecto de una droga. Estaba caminando por un planeta, un mundo semejante a la Tierra, no dentro de una roca ahuecada.
A regañadientes, abandoné el calor del sol y me interné en la sombra de un sendero cubierto de maleza. Si había aterrizado en el lugar correcto, ese sendero me llevaría al río Terra Nova y al fondeadero de la aldea de Claro de Luna. Allí, me habían dicho, podría tomar una embarcación y viajar a Calcuta, la mayor ciudad del continente Tierra de Elizabeth.
Me pregunté con qué clase de gente me encontraría. Imaginé que serían criaturas primitivas, insociables, apiñadas en oscuros villorrios, dominadas por la superstición. Luego lamenté ese pensamiento. Tal vez había pasado demasiado tiempo entre los geshels, sintiendo demasiado poco respeto por los de mi especie. Pero los seguidores de Lenk habían ido mucho más allá que los de mi especie. Yanosh los había definido como fanáticos.
El aire húmedo del valle suspiraba como una inundación invisible y helada. Pisando con cuidado, sorteando las hileras de gusanos coronados por crestas de plumas azules, escuché con atención, pero sólo oí el siseo sedoso del aire y el murmullo líquido del río.
Por lo menos una vez, seres humanos habían recorrido aquel sendero. Entre los troncos, en una maraña de «raíces» duras como piedra, encontré un trocito de plástico arrugado y me arrodillé para recogerlo. Lo abrí con los dedos. Era la página en blanco de una libreta borrable.
Comprendí con alivio que al menos no había llegado antes que los intrusos humanos. Eso habría significado que estaba atrapado allí, sin posibilidad de regresar hasta que ellos llegaran o el Hexamon enviase a alguien a rescatarme.
Me guardé el trozo de plástico. Todavía no sabía cuánto tiempo había pasado desde la llegada de Lenk y sus seguidores.
Cuatro mil ciento catorce inmigrantes ilegales, y podían mediar hasta tres décadas entre mi llegada y la suya. ¿Qué podían haberle hecho a Lamarckia en ese lapso?
Me abrí paso por entre una maraña de hojas helicoidales. Hundí los pies en un humus granulado y pantanoso, cubierto de conchas rosadas y guijarros. No había a la vista ningún fondeadero, ninguna luz, ninguna señal de tráfico fluvial. Me agaché para hundir los dedos en el suelo. Era pedregoso y blando, granos de arena y cubos esponjosos de medio centímetro de lado estaban suspendidos en una especie de anilina que formaba grumos entre gotas de agua clara. Parecía tierra preparada por un jardinero y mezclada con tinta viscosa.
Recogí una concha rosada. Plana, de forma espiral como una antigua amonita de la Tierra, medía cuatro o cinco centímetros de diámetro. La olfateé. Era diáfana y dulce, de perfume acuoso y polvoriento, olía a rosas y plátanos. La palpé con el dedo. Se quebró.
Más polvo negro caía en las cercanías en telones delgados. Miré hacia arriba y vi algo que parecía una inmensa culebra rojiza con franjas azules, de varios metros de longitud y con el grosor de mi cuerpo, enroscada a los árboles y las hojas. Se contorsionaba con movimientos peristálticos lentos; le veía la cabeza, pero no la cola. Con una sensación de opresión en la garganta y el pecho, eché a trotar por el sendero, tratando de alejarme de la serpiente.
El sendero se pobló de más maleza, de formas rojizas y vegetales, filiaos entre los arbóridos. Me perdí y tuve que escuchar el murmullo del río para orientarme.
A los pocos minutos noté un olor extraño, intenso. Durante mi caminata no había notado olor a moho ni a metano, ni el tufo de la vegetación muerta. Las plantas y los árboles —por usar términos inexactos— brotaban de un suelo que parecía preparado por jardineros pulcros y diligentes. Sólo las conchas rosadas, atascadas en el lodo, indicaban que allí vivía y moría algo, y que al morir dejaba restos.