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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (10 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Habíamos despertado a todo el mundo. Incapaz de contenerme, continué repitiendo aquel sonido. Por fin, salí corriendo de la posada con Nicolás pisándome los talones, y crucé el pueblo y subí la cuesta hacia el castillo mientras Nicolás trataba de darme alcance. Dejé atrás las puertas del castillo y subí a mi habitación.

—Lo que necesitas es dormir —continuó diciéndome Nicolás con voz desesperada. Yo estaba apoyado en la pared, tapándome los oídos con las manos, y el sonido incontenible seguía surgiendo de mi boca.

—¡Oh, oh, oh!

—Por la mañana te encontrarás mejor —me aseguró.

Pues bien, por la mañana no me encontré mejor.

Y tampoco mejoraron las cosas al caer la noche; de hecho, con la llegada de la oscuridad empeoraron aún más.

Me pasé el día caminando, hablando y moviéndome como si estuviera normal, pero me sentía abrumado. Los dientes me castañeteaban sin que pudiera evitarlo. Observaba con horror cuanto me rodeaba. La oscuridad me aterraba. La visión de las viejas armaduras del corredor me daba miedo. Contemplé el garrote y la maza de estrella que había llevado en la cacería de los lobos. Contemplé el rostro de mis hermanos. Lo contemplé todo, y, tras cada composición de colores, luces y sombras, vi siempre lo mismo: la muerte. Sólo que no era la muerte como la había concebido hasta entonces, sino la muerte como la veía ahora. Una muerte real, total, inevitable, irreversible y que no daba respuesta a nada.

Y, en aquel insoportable estado de agitación, empecé a hacer algo que no había hecho nunca hasta entonces. Me volví a quienes me rodeaban y me puse a interrogarles implacablemente.

—¿Pero tú crees en Dios? —le pregunté a mi hermano Augustin—. ¿Cómo puedes vivir si no?

—¿Pero tú crees de verdad en algo? —pregunté a mi padre ciego—. Si supieras que ibas a morir en este mismo instante, ¿esperarías ver a Dios o encontrar tinieblas? ¡Dímelo!

—¡Estás loco! ¡Siempre lo has estado! —me gritó él—. ¡Fuera de esta casa! ¡Vas a volvernos locos a todos!

Pese a que le resultaba difícil por estar ciego e impedido, se incorporó y trató de acertarme con un tazón, aunque, como es lógico, no me alcanzó.

Me sentí incapaz de mirar a mi madre. No pude acercarme a ella. No quería hacerla sufrir con mis preguntas. Bajé a la posada. La evocación del lugar de las brujas me resultaba insoportable. ¡No me habría acercado a aquel rincón del pueblo por nada del mundo! Me cubrí los oídos con las manos y cerré los ojos, tratando de expulsar de mi cabeza la imagen de aquellos desgraciados que habían tenido una muerte tan horrible, sin alcanzar, por un solo instante, a comprender nada.

En el segundo día, las cosas no mejoraron.

Y tampoco estaban mejor al cabo de una semana.

Yo comía, bebía y dormía, pero cada instante de vigilia era puro pánico y puro dolor. Acudí al cura del pueblo a preguntarle si de verdad creía que el Cuerpo de Cristo estaba presente en el altar en la Consagración. Después de escuchar sus respuestas balbucientes, y de ver el miedo en sus ojos, me despedí de él más desesperado que antes.

—¿Pero cómo vive uno, cómo sigue respirando y moviéndose y haciendo cosas cuando sabe que no existe ninguna explicación?

Finalmente, estaba desvariando, Y, entonces, Nicolás comentó que tal vez la música me hiciera sentir mejor y que tocaría el violín para mí.

Tuve miedo de la intensidad de su música, pero salimos a los huertos y, bajo la luz del sol, Nicolás interpretó todas las tonadas que sabía. Me senté allí con los brazos cruzados, las rodillas encogidas y los dientes castañeteándome pese a estar a pleno sol. El pulido instrumento reflejaba los rayos dorados, y contemplé cómo Nicolás se sumergía en la música delante de mí. Las notas, puras y sin elaborar, se expandían mágicamente hasta llenar el huerto y el valle, aunque no se trataba de magia alguna, y Nicolás, por último, me pasó los brazos alrededor y nos quedamos allí sentados en silencio hasta que él dijo en voz muy baja:

—Créeme, Lestat, esto se te pasará.

—Toca otra vez —le pedí—. La música es inocente.

Nicolás sonrió y asintió. Le seguía la corriente al loco.

Y me di cuenta de que no se me pasaría, y de que nada podría, por el momento, hacer que lo olvidara. Sin embargo, al propio tiempo, sentí una gratitud inexpresable por la música, por el hecho de que en aquel horror pudiera haber algo de tal belleza.

Uno no podía entender nada ni cambiar nada, pero podía hacer una música como aquélla. Y sentí la misma gratitud cuando vi a los niños del pueblo bailando, cuando vi sus brazos levantados y sus rodillas dobladas y sus cuerpos moviéndose al ritmo de las canciones que entonaban. Al observarles, rompí a llorar.

Penetré en la iglesia y, arrodillado, me apoyé contra la pared y contemplé las viejas estatuas y sentí la misma gratitud al contemplar los dedos delicadamente esculpidos y las narices y las orejas y las expresiones de los rostros y los marcados pliegues de las indumentarias y no pude evitar que me saltaran de nuevo las lágrimas.

Al menos, nos quedaba toda aquella belleza, me dije. Toda aquella bondad.

¡Pero ahora no me parecía bello nada de cuanto me mostraba la naturaleza! La mera visión de un gran árbol alzándose en solitario en mitad de un campo me hacía temblar y gritar, llenar de gritos el huerto.

Y dejad que os cuente un pequeño secreto: En realidad, nunca se me pasó.

6

¿Cuál fue la causa? ¿Fue tanto beber y charlar de madrugada, o tuvo que ver con la revelación de mi madre sobre la proximidad de su muerte? ¿Guardaba alguna relación con los lobos? ¿O acaso era el lugar de las brujas lo que había hechizado mi mente?

Lo ignoro. La sensación me había asaltado como impuesta sobre mí desde fuera. En un momento dado, era una simple idea, y al instante siguiente era algo real. Me da la impresión de que uno puede invitar a que surja una cosa así, pero no puede hacer que se produzca.

Por supuesto, su fuerza iba a decrecer con el tiempo, pero el cielo nunca volvió a tener el mismo tono de azul. Quiero decir que el mundo siempre me pareció distinto desde entonces, e, incluso en momentos de exquisita felicidad, me acechaba la oscuridad, la conciencia de nuestra fragilidad y de nuestra ausencia de esperanzas.

Tal vez fue un presentimiento, pero no lo creo. Fue más importante que eso y, para ser sincero, no creo en los presentimientos.

Volviendo al relato, sin embargo, diré que durante ese período de aflicción me mantuve a distancia de mi madre, decidido a evitar en su presencia aquellos monstruosos comentarios sobre la muerte y el caos.

Pero a pesar de mi actitud, ella oyó comentar a todo el mundo que yo había perdido la razón, y, finalmente, en la noche del primer domingo de Cuaresma, acudió a verme. Me encontraba a solas en mi habitación y toda la familia había bajado al pueblo al caer la tarde, para participar en la gran hoguera que era costumbre encender cada año en esa fecha.

A mí siempre me había repugnado la celebración. Tenía un aire espantoso y terrible: las llamas rugientes, los bailes y cantos, los campesinos alejándose luego entre los huertos de frutales con las antorchas, entonando sus extraños cánticos.

Durante un tiempo, tuvimos en el pueblo un párroco que tachaba de pagana la costumbre. Pero los vecinos se libraron pronto de él. Los campesinos de nuestras montañas mantenían sus viejos ritos. Era para hacer florecer los árboles y crecer los cereales y demás lindezas. Y en esta ocasión, más que nunca, creí ver en ellos una multitud de hombres y mujeres capaz de quemar brujas.

En el estado mental en que me hallaba, me quedé paralizado de terror. Tomé asiento junto a la chimenea de mi habitación, tratando de resistir el impulso de acudir a la ventana y contemplar la gran hoguera que me atraía tanto como me asustaba.

Mi madre entró, cerró la puerta tras ella y me dijo que debía hablar conmigo. Todos sus gestos rezumaban ternura.

—El estado en que te encuentras, ¿es a causa de mi próxima muerte? —me preguntó—. Si lo es, dímelo. Y pon tus manos en las mías.

Incluso me besó. Se la veía frágil con su camisón descolorido, y llevaba el cabello suelto. No soporté ver sus vetas canosas. Tenía un aspecto famélico.

Pero le dije la verdad, que no lo sabía, y luego le expliqué parte de lo sucedido en la posada. Intenté no transmitir el horror, la extraña lógica del asunto. Intenté no hacerlo todo tan absoluto.

Ella me escuchó y luego dijo.

—Eres un luchador, hijo mío. Nunca aceptas nada. Ni siquiera si se trata del destino de toda la humanidad.

—¡No puedo! —repliqué, abrumado.

—Y yo te quiero por ser así —continuó—. Es muy propio de ti que te dieras cuenta de eso en una pequeña estancia de una posada, de madrugada y entre trago y trago de vino. Y también es muy propio de ti enfurecerte contra ello igual que liberas tu cólera contra todo lo demás.

Me puse a llorar otra vez, aunque sabía que ella no me estaba censurando. Luego sacó un pañuelo, en cuyo interior aparecieron varias monedas de oro.

—Te recuperarás de esto —me dijo—. De momento, la muerte está estropeándote la vida, eso es todo. Pero la vida es más importante que la muerte. Te darás cuenta muy pronto. Ahora, escucha lo que tengo que decirte. He hecho venir al médico y a esa vieja del pueblo, que sabe aún más que él de curaciones. Los dos están de acuerdo en que no viviré mucho más.

—Basta, madre —la interrumpí, consciente de mi actitud egoísta pero incapaz de contenerme—. Y esta vez no habrá regalos. Guarda ese dinero.

—Siéntate —me ordenó. Señaló el banco junto al hogar y, a regañadientes, la obedecí. Ella se sentó a mi lado—. Sé que tú y Nicolás habláis de escaparos.

—No pienso irme, madre...

—¿Qué? ¿Hasta que yo haya muerto?

No respondí. No puedo describir el estado mental en que me encontraba. Aún seguía hipersensible, presa de escalofríos, y ahora teníamos que hablar del hecho de que aquella mujer, viva y palpitante, iba a dejar de vivir y de respirar para empezar a descomponerse y pudrirse, que su alma caería dando vueltas en un abismo y que todo cuanto había sufrido en vida, incluido el final de ésta, quedaría en la nada. Su pequeño rostro parecía pintado en un velo.

Y desde el pueblo lejano llegaba el leve sonido de los cánticos.

—Quiero que vayas a París, Lestat —me dijo—. Quiero que cojas este dinero, que es lo único que me queda de mi familia. Quiero saber que estás en París cuando me llegue la hora, Lestat. Quiero morir sabiendo que estás allí.

Me quedé desconcertado. Recordé su expresión afligida de años atrás, cuando me habían traído de regreso tras la aventura con la trouppe italiana. La contemplé durante un largo instante. Su voz persuasiva sonaba casi enfadada.

—Me aterra morir —continuó ella. Su voz se volvió casi áspera—. Y te juro que me volveré loca si no sé que estás libre y en París cuando el momento llegue por fin.

La interrogué con la mirada. Le estaba preguntando con mis ojos: «¿Lo dices de veras?».

—Te he retenido aquí tanto como tu padre —afirmó—. No lo he hecho por orgullo, sino por egoísmo. Y ahora voy a compensarte por ello. Te veré marchar. No me importa lo que hagas cuando llegues a París, si te dedicas a cantar mientras Nicolás toca el violín o a dar saltos mortales en el escenario de la feria de Saint Germain, pero márchate y haz lo que sea como mejor sepas.

Intenté estrecharla en mis brazos. Al principio se resistió, pero luego noté cómo cedía y se fundía conmigo y se entregaba a mí tan completamente que, en aquel momento, creí entender por qué siempre se había mostrado tan distante. Rompió a llorar, cosa que yo nunca le había visto hacer. Y yo gocé de aquel instante pese a todo el dolor que contenía. Me dio vergüenza sentir aquello, pero no la solté. La mantuve abrazada con fuerza y tal vez la besé por todas las veces que no me había permitido hacerlo. Por un instante, parecíamos dos partes de una misma cosa.

Después, ella fue sosegándose. Pareció recobrar el dominio de sí misma y, poco a poco pero con firmeza, se desasió de mí y me apartó.

Se pasó mucho rato hablando. Dijo cosas que no entendí entonces, respecto a que sentía un maravilloso placer al verme salir de cacería a lomos de mi yegua y a que sentía el mismo placer cuando ponía furioso a todo el mundo y tronaba contra mi padre y mis hermanos preguntándoles por qué teníamos que vivir como lo hacíamos. Me habló también, con palabras casi escalofriantes, de que yo era una parte secreta de su anatomía, de que era para ella el órgano del que carecen las mujeres.

—Tú eres el hombre que hay en mí —declaró—. Por eso te he mantenido aquí, temerosa de vivir sin ti. Tal vez ahora, al enviarte lejos, sólo estoy cumpliendo con lo que ya debería haber hecho antes.

Me desconcertó un poco. Jamás había pensado que una mujer pudiera sentir ni expresar en palabras algo semejante.

—El padre de Nicolás conoce vuestros planes. El posadero os oyó comentarlos y se lo contó. Es importante que os vayáis enseguida. Tomad la diligencia al amanecer y escríbeme cuando llegues a París. En el cementerio de les Innocents, cerca del mercado de Saint Germain, encontrarás amanuenses. Busca uno que escriba en italiano; así, nadie más que yo podrá leer la carta.

Cuando mi madre salió de la habitación, apenas pude creer lo que acababa de suceder. Permanecí un instante con la mirada perdida al frente. Luego contemplé la cama y su colchón de paja, los dos abrigos y la capa roja, el par de botas de cuero junto al fuego. Por la estrecha hendidura de la ventana vi la mole negra de las montañas que conocía desde la cuna. La oscuridad, las sombras, se apartaron de mí durante un momento precioso.

Y me encontré corriendo escaleras y montaña abajo hasta el pueblo en busca de Nicolás, para decirle que nos marchábamos a París. Que íbamos a hacerlo. ¡Nada podría detenernos esta vez!

Le encontré con su familia, en torno a la hoguera. Cuando me vio, me pasó el brazo en torno al cuello y yo le pasé el brazo por la cintura y le arrastré lejos de la multitud y de las llamas, hacia un rincón del prado.

El aire tenía un aroma verde y fragante como sólo se da en primavera. Incluso los cantos de los campesinos parecían menos horribles. Empecé a bailar en círculos.

—¡Ve por el violín! —le dije—. Toca una canción que hable de ir a París. ¡En marcha! ¡Nos vamos por la mañana!

—¿Y de qué vamos a comer en París? —entonó Nicolás mientras, con las manos vacías, tocaba un violín invisible—. ¿Piensas cazar ratas para la cena?

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