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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (66 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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»Traté de sacarme de encima aquella fantasía, aquella sensación de que las hileras de cráneos nos estaban observando.

»Allí no había nadie mirando, me dije; no existía ninguna conciencia continuada de nada.

»Pero nos habíamos detenido ante un nudoso roble de tan enormes dimensiones que dudé de mis propios sentidos. No lograba hacerme una idea de la edad que debía tener aquel árbol para haber alcanzado semejante circunferencia. Pero cuando alcé la vista, comprobé que sus elevadas ramas aún estaban vivas, cubiertas de verde follaje, y que el muérdago lo adornaba por todas partes.

»Los druidas se habían apartado a derecha e izquierda. Sólo Mael permanecía cerca de mí. Y me quedé contemplando el roble, con Mael algo retirado a mi derecha, y vi los cientos de ramos de flores depositados al pie del árbol, cuyos pequeños capullos apenas tenían ya color alguno bajo las sombras.

»Mael había inclinado la cabeza. Tenía los ojos cerrados y me pareció ver que los demás estaban en idéntica actitud, con los cuerpos temblorosos. Noté la fresca brisa acariciando la hierba. Escuché a nuestro alrededor las hojas transportadas por la brisa en un sonoro y prolongado suspiro que murió como había surgido en el bosque.

»Y entonces, con toda claridad, escuché en la oscuridad unas palabras sin sonido.

Procedían, sin la menor duda, del interior del propio árbol, y preguntaban si el que iba a beber la Sangre Divina aquella noche cumplía todos los requisitos.

»Por un instante, creí estar volviéndome loco. Me habían dado alguna pócima. ¡Pero no había bebido nada desde la mañana! Tenía la cabeza despejada, dolorosamente despejada, y volví a escuchar el pulso silencioso de aquel personaje que preguntaba ahora:

»
¿Es un hombre instruido?

»La esbelta figura de Mael pareció brillar tenuemente mientras, sin duda, expresaba su respuesta. Y los rostros de los demás parecían extasiados, con los ojos fijos en el gran roble. El único movimiento era el parpadeo de la antorcha.

»
¿Puede descender a las Entrañas?

»Vi asentir a Mael. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su pálida nuez se movió como si tragara algo.

»Sí, mi fiel servidor, estoy vivo y te estoy hablando. Has obrado bien y voy a hacer el nuevo dios. Envíale a mí.

»El asombro no me dejaba hablar, y tampoco tenía nada que decir.
Todo había cambiado.
De repente, todas mis creencias, todas las cosas en las que confiaba, habían sido puestas en cuestión. No sentía el menor miedo, sólo una confusión que me tenía paralizado. Mael me tomó del brazo. Los demás druidas acudieron a ayudarle y fui conducido en torno al árbol, limpio de las flores amontonadas en sus raíces, hasta quedar en la parte posterior del tronco, frente a un gran montón de rocas apilado contra éste.

»La arboleda también mostraba por aquel lado sus imágenes talladas, sus colecciones de calaveras y las pálidas figuras de unos druidas a los que no había visto antes. Y fueron éstos, algunos de ellos con largas barbas blancas, quienes se adelantaron para poner sus manos sobre las piedras y empezar a apartarlas.

»Mael y los demás les ayudaron, levantando en silencio aquellas grandes rocas, algunas de ellas tan pesadas que eran precisos tres hombres para moverlas, y colocarlas a un lado.

»Y, finalmente, quedó al descubierto en la base del roble una recia puerta de hierro con unos enormes cerrojos. Mael sacó una llave de hierro y pronunció unas largas palabras en el idioma de los
keltoi,
a las cuales respondieron los demás. A Mael le temblaba la mano, pero no tardó en abrir la puerta. El portador de la antorcha encendió otra tea y me la puso en las manos mientras Mael decía:

»—Entra ahora, Marius.

»Bajo la luz vacilante de las llamas, nos miramos. El druida parecía una criatura desvalida, incapaz de mover los miembros, aunque su corazón rebosaba de alegría al contemplarme. Vislumbré en ese instante un levísimo atisbo del prodigio que le había acontecido e inflamado, y me sentí totalmente abrumado y confundido por sus orígenes.

»Pero del interior del árbol, de la oscuridad que se abría tras aquella puerta bastante tallada, surgió de nuevo la voz silenciosa:

»"No temas, Marius. Te espero. Toma la luz y ven a mí. "

7

»Cuando hube cruzado la puerta, los druidas cerraron ésta. Advertí que me hallaba en lo alto de una larga escalera de piedra. Era una construcción que iba a ver una y otra vez a lo largo de los siglos siguientes, y que tú ya has visto dos veces y volverás a ver: son los peldaños que descienden a la Madre Tierra, a las cámaras donde siempre se ocultan los Bebedores de la Sangre.

»El interior del roble contenía una cámara de techo bajo, sin pulimentar, y la luz de la antorcha se reflejaba en las bastas marcas dejadas por los cinceles en la madera. Sin embargo, la cosa que me llamaba estaba en el fondo de la escalera. Y, de nuevo, me decía que no debía tener miedo.

»No estaba asustado. Me sentía estimulado como en mis sueños más turbulentos. No iba a morir tan sencillamente como había imaginado. Estaba descendiendo a un misterio que resultaba infinitamente más interesante de lo que había previsto.

»Pero cuando llegué al pie de los estrechos escalones y me encontré en la pequeña cámara de piedra, sentí terror ante lo que vi. Terror y repulsión. Una repugnancia y un miedo tan intuitivos que noté un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme o con hacerme vomitar incontrolablemente.

»Una criatura ocupaba un banco de piedra frente al pie de la escalera y, a la luz de la antorcha, vi que tenía los brazos y las piernas de un hombre. Su cuerpo estaba negro y quemado, horriblemente quemado todo él, reducido a la piel chamuscada y los huesos. En realidad, tenía el aspecto de un esqueleto de ojos amarillentos cubierto de brea. Únicamente su larga melena de cabellos blancos permanecía intacta. El ser abrió la boca para hablar y vi sus blancos clientes, sus colmillos, y así la antorcha con fuerza tratando de no ponerme a gritar como un loco.

»—No te acerques tanto a mí —dijo el ser—. Quédate donde pueda verte, no como ellos te ven, sino como mis ojos pueden ver todavía.

»Tragué saliva e intenté respirar profundamente. Ningún ser humano podría quemarse de aquel modo y sobrevivir. Y, en cambio, aquel ser estaba vivo: desnudo, encogido y negro. Y su voz era grave y hermosa. Se incorporó de su asiento y cruzó la estancia con pasos lentos.

»Me apuntó con el dedo y sus ojos amarillos se abrieron ligeramente, revelando a la luz de la antorcha un leve tono rojo sangre.

»—¿Qué quieres de mí? —murmuré sin poder contenerme—. ¿Por qué he sido traído aquí?

»—La causa es esta calamidad —respondió con idéntica voz, embargada de auténtico pesar. No se parecía en nada al sonido quejumbroso que había esperado oír de una criatura así—. Te daré mi poder, Marius. Te haré un dios y serás inmortal. Pero tienes que salir de aquí cuando hayamos terminado. Tienes que encontrar el modo de escapar a tus fíeles adoradores, y tienes que descender a las entrañas de Egipto para descubrir por qué me ha acontecido esta..., esta desgracia...

»El ser parecía flotar en la oscuridad; su cabello era una mata de blanca paja en torno a la cabeza y, al hablar, sus mandíbulas extendían la piel coriácea y ennegrecida adherida a su cráneo.

»—Nosotros —continuó— somos enemigos de la luz, somos dioses de las tinieblas que servimos a la Madre Santa y vivimos y nos regimos únicamente por la luz de la Luna. Pero el Sol, nuestro enemigo, ha escapado de su curso natural y nos ha buscado en la oscuridad. Por todo el país del norte donde éramos adorados, en los bosques sagrados de las tierras de la nieve y el hielo, hasta este país de frutos abundantes y hasta el este, el sol ha encontrado el modo de penetrar en el santuario durante el día o en el mundo de la noche y ha quemado vivos a los dioses. Los más jóvenes de entre éstos han perecido sin remedio, algunos estallando como cometas delante de sus fíeles. Otros han muerto presas de un calor tal que el árbol sagrado se ha convertido en una pira funeraria. Sólo los más viejos, los que han servido largo tiempo a la Gran Madre, han continuado moviéndose y hablando como yo, pero sumidos en dolores agónicos y atemorizando a sus fieles adoradores al aparecer ante ellos. Es preciso que haya un nuevo dios, Marius, fuerte y hermoso como era yo, el amante de la Gran Madre, pero sobre todo debe ser un dios lo bastante fuerte para escapar de sus adoradores, salir del roble por alguna vía, descender a las entrañas de Egipto en busca de los viejos dioses y descubrir por qué se ha producido esta calamidad. Tienes que ir a Egipto, Marius; debes viajar a Alejandría y a las viejas ciudades y debes invocar a los dioses con la voz silenciosa que tendrás cuando te haya creado. Y debes descubrir quién vive y camina todavía, y la razón de que haya sucedido esta desgracia.

»El ser cerró los ojos y permaneció donde estaba; su ligera figura vibraba incontroladamente como si estuviera hecha de papel negro; y de pronto, inexplicablemente, me asaltó un aluvión de imágenes violentos de aquellos dioses del bosque estallando en llamas. Escuché sus gritos. Mi mente, romana y racional, se resistió a aquellas imágenes. Traté de grabarlas en mi memoria y de mantenerlas a raya, en lugar de rendirme a ellas, pero el creador de tales imágenes, aquel ser, se mostró paciente y las escenas continuaron. Vi un país que sólo podía ser Egipto, con ese amarillo tostado de todas las cosas, la arena que lo cubre todo y lo empaña y lo vuelve del mismo color. Y vi más escaleras excavadas en la tierra, y santuarios...

»—Encuéntrales —insistió la voz—. Descubre cómo y por qué ha llegado a suceder esto. Ocúpate de que no vuelva a pasar nunca más. Utiliza tus poderes en las calles de Alejandría hasta que encuentres a los antiguos. Y ojalá los antiguos estén allí igual que yo estoy aquí todavía.

»Me sentí demasiado anonadado para responder, demasiado empequeñecido ante aquel misterio. Y tal vez incluso hubo un instante en que acepté mi destino, en que lo acepté por completo. Pero no estoy seguro de ello.

»—Lo sé —dijo entonces aquel ser—. No puedes ocultarme ningún secreto, Marius. Sé que no deseas ser el Dios del Bosque y que pretendes escapar, pero debes saber que esta catástrofe te alcanzará donde vayas, a menos que descubras su causa y el modo de prevenirla. Por eso sé que descenderás a las entrañas de Egipto, pues, de lo contrario, también tú acabarás quemado por ese sol sobrenatural, incluso al amparo de la noche o en el seno de la oscura tierra.

»Se me acercó un poco, arrastrando sus secos pies sobre el suelo de piedra.

»—Toma buena nota de lo que te digo: debes escapar esta misma noche. Diré a los devotos que tienes que viajar a las entrañas de Egipto por la salvación de todos nosotros, pero, al contar con un dios nuevo y poderoso, se mostrarán reacios a separarse de él. Con todo, es preciso que viajes allí. Y no debes permitir que te aprisionen en el roble después de la fiesta. Debes escapar y alejarte deprisa. Y antes del alba, sepultarte en la Madre Tierra para escapar a la luz. Ella te protegerá. Ahora, ven a mí. Te daré La Sangre. Ojalá me quede todavía la energía necesaria para trasmitirte mi antigua fuerza. Será un proceso lento. Emplearemos mucho tiempo. Te tomaré y te daré varias veces, pero es preciso que lo haga, y es preciso que tú te conviertas en dios, y es preciso que hagas lo que te he dicho.

»Sin esperar a mi asentimiento, el ser se abalanzó de improviso sobre mí, atenazándome con sus dedos requemados. La antorcha me cayó de la mano y retrocedí un paso hacia la escalera, pero sus dientes ya se hundían en mi garganta.

»Tú sabes bien lo que sucedió entonces, Lestat; conoces bien qué se siente cuando te desangras, cuando empieza el mareo. Durante esos momentos, vi las tumbas y los templos de Egipto. Vi dos figuras resplandecientes sentadas una junto a otra como en un trono. Vi y oí otras voces que me hablaban en otros idiomas. Y, por debajo de todo aquello, me llegaba la misma orden; servir a la Madre, aceptar la sangre del sacrificio, presidir este culto que es el único, el culto eterno de los árboles.

»Yo me debatía como lo hace uno en sueños, incapaz de gritar y de escapar. Y cuando advertí que estaba libre y no aplastado contra el suelo, volví a ver al dios, igual de negro que antes pero ahora mucho más robusto, como si el fuego le hubiera tostado sólo por fuera y todavía conservara todo su vigor. Su rostro poseía nitidez, belleza incluso, con unas facciones bien formadas bajo la agrietada envoltura de cuero requemado que era su piel. Los ojos amarillos mostraban ahora en tomo a las órbitas los pliegues naturales de piel y carne, que daban el aspecto de pórticos de un alma. No obstante, el ser aún seguía lisiado, abrumado de sufrimientos, casi incapaz de moverse.

»—Levántate, Marius —murmuró—. Tienes sed y voy a darte de beber. Levántate y ven a mí.

»Y ya conoces el éxtasis que sentí entonces, cuando su sangre pasó a mí, cuando se abrió camino por cada vaso, por cada órgano.

»Pero el terrible péndulo sólo había empezado a moverse.

»Pasé horas en el roble mientras él me sorbía la sangre y me la devolvía una y otra vez. Cuando me vaciaba, yo yacía en el suelo, y, sollozando, me miraba las manos, convertidas en puro hueso. Vacío, me marchitaba como él lo había estado. Y entonces el ser volvía a darme a beber la sangre y despertaba en mí un frenesí de deliciosas sensaciones, para privarme de ellas nuevamente poco después.

»Con cada intercambio me llegaban nuevas enseñanzas: que era inmortal, que sólo el sol y el fuego podían matarme, que debería pasar el día durmiendo bajo tierra y que nunca conocería la enfermedad ni la muerte natural. Que mi alma nunca transmigraría a otra forma, que era el servidor de la Madre y que la Luna me daría fuerza.

»Que me saciaría con la sangre de los malhechores e incluso de los inocentes sacrificados a la Madre, que debería permanecer en ayuno entre los sacrificios para que mi cuerpo quedara seco y vacío como el trigo muere sobre los campos en invierno, y que volvería a llenarme con la sangre del sacrificio y recobraría entonces la plenitud y la hermosura como las plantas brotan en primavera.

»En mi sufrimiento y mi éxtasis se reproduciría el ciclo de las estaciones. Y los poderes de mi mente, la capacidad de leer los pensamientos y las intenciones de los demás, los debería usar para hacer los juicios entre mis adoradores, para guiarles en su justicia y en sus leyes. Jamás debía beber otra sangre que la del sacrificio. Jamás debía tratar de emplear mis poderes en mi propio provecho.

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