Leyendas (15 page)

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Authors: Gustavo Adolfo Bécquer

Tags: #Relato

BOOK: Leyendas
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Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.

II

Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso
Desde Toledo a Madrid
.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que, reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas, y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y digno de estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo; un paredón altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.

—¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! —exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura; sus muros engalanados con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillantes; aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las marañas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías: entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contraste, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres; luego… qué sé yo… todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de confinente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas, no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que me equivocase… Estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más…

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreírme de mi locura.

III

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.

No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

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