—¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo me detuve un momento!
—¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje?…
—¡Nunca!… Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!
—¡Adiós!…
Silbó el aire, que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose a lo lejos entre las tinieblas de la noche.
Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.
Yo tengo una particular predilección hacia todo lo que puede vulgarizar el contacto o el juicio de la multitud indiferente. Si pintara paisajes, los pintaría sin figuras. Me gustan las ideas peregrinas que resbalan sin dejar huella por las inteligencias de los hombres positivistas, como una gota de agua sobre un tablero de mármol. En las ciudades que visito, busco las calles estrechas y solitarias; en los edificios que recorro, los rincones oscuros y los ángulos de los patios interiores, donde crece la yerba y la humedad enriquece con sus manchas de color verdoso la tostada tinta del muro; en las mujeres que me causan impresión, algo de misterioso que creo traslucir confusamente en el fondo de sus pupilas, como el resplandor incierto de una lámpara que arde ignorada en el santuario de su corazón, sin que nadie sospeche su existencia; hasta en las flores de un mismo arbusto creo encontrar algo de más pudoroso y excitante en la que se esconde entre las hojas, y allí, oculta, llena de perfume el aire sin que la profanen las miradas. Encuentro en todo ello algo de la virginidad de los sentimientos y de las cosas.
Esta pronunciada afición degenera a veces en extravagancia, y sólo teniéndola en cuenta podrá comprenderse la historia que voy a referir.
Vagando al ocaso por el laberinto de calles estrechas y tortuosas de cierta antigua población castellana, acerté a pasar cerca de un templo en cuya fachada el arte ojival y el bizantino, amalgamados por la mano de dos centurias, habían escrito una de las páginas más originales de la arquitectura española. Una ojiva, gallarda y coronada de hojas de cardo desenvueltas, contenía la redonda clave del arco de la iglesia, en la que el tosco picapedrero del siglo XII dejó esculpidas, en interminables hileras de figuras enanas y características de aquel siglo, las más extrañas fantasías de su cerebro, rico en leyendas y piadosas tradiciones. Por todo el frente de la fachada se veían interpolados con un desorden, del cual, no obstante, resultaba cierta inexplicable armonía, fragmentos de arcadas románticas incluidas en lienzos de muros, cuyos entrepaños dibujaban las descarnadas líneas de los pilares acodillados, con sus bases angulosas y sus capiteles de espárrago, propios del género gótico; trozos de molduras compuestas de adornos circulares combinados geométricamente, que se interrumpían a veces para dejar espacio a la ornamentación afiligranada y ondeante de una ventana de arco apuntado, enriquecida de figuritas más airosas y altas y adornada de vidrios de colores. A donde quiera que se fijaban los ojos, podían observarse detalles delicados de los dos géneros a que pertenecía el edificio, y muestras de la feliz alianza con que la generación posterior supo, imprimiéndole su sello especial, conservar algo de la fisonomía y espíritu severo y sencillo en su tosquedad del primitivo monumento.
Siguiendo una invariable costumbre mía, después de haber contemplado atentamente la fachada del templo, de haber abarcado el conjunto del pórtico, con la cuadrada torre bizantina y las puntas de las agudas flechas ojivales que coronaban, flanqueándola, la cúpula de la nave central, comencé a dar vueltas alrededor de su recinto, inspeccionando sus muros que, ora se presentaban en lienzos de prolongadas líneas, ora se escondían tras algunas miserables casuquillas adosadas a los sillares, para asomar más a lo lejos sus dentelladas crestas por cima de los humildes tejados. A poco de comenzada esta minuciosa inspección de la parte exterior del templo, y habiendo cruzado por debajo de un pasadizo cubierto, que a manera de puerta unía la iglesia a un antiguo edificio contiguo a ella, me encontré en una pequeña plaza de forma irregular, cuyo perímetro dibujaban por un lado la antiquísima portada de un palacio en ruinas, y por otro las altas y descarnadas tapias del jardín de un convento; ocupando el resto y cerrando el mal trazado semicírculo de aquella plazoleta sin salida, parte de la vetusta muralla romana de la población y el ábside del templo que acababa de admirar, ábside maravilloso de color y de formas, y en el cual, satisfecho sin duda el maestro que lo trazó, al verle tan gallardo y rico de líneas y accidentes, empleó para ejecutarle los más hábiles artífices de aquella época, en que era vulgar labrar la piedra con la exquisita ligereza con que se teje un encaje.
Por grande que sea la impresión que me causa un objeto expuesto de continuo a la mirada del vulgo, parece como que la debilita la idea de que tengo que compartirla con otros muchos. Por el contrario, cuando descubro un detalle o un accidente que creo ha pasado hasta entonces inadvertido, encuentro cierta egoísta voluptuosidad en contemplarlo a solas, en creer que únicamente para mí existe guardado, a fin de que yo lo aspire y goce su delicado perfume de virginidad y misterio. Al encontrar en el ángulo de aquella plaza, cuyo piso cubierto de menuda yerba indicaba bien a las claras su soledad continua, el cubo de piedra flanqueado de arbotantes terminados en agudos pináculos de granito, que constituían el ábside o parte posterior del magnífico templo, experimenté una sensación profunda, semejante a la del avaro que, removiendo la tierra, encuentra inopinadamente un tesoro.
Y en efecto, para un entusiasta por el arte, aquel armonioso conjunto de líneas elegantes y airosas, aquella profusión de ojivas rasgadas y llenas de delicadas tracerías, por entre cuyos huecos se dibujaban confusamente los vidrios de color enriquecidos de imágenes, hojas revueltas y blasones heráldicos, junto con las grandes masas de sombras y luz que ofrecían los pilares al presentarse iluminados de una claridad dorada, mientras bañaban los muros con sus anchos batientes azulados y ligeros, constituían una verdadera maravilla.
Largo rato estuve contemplando otra obra tan magnífica; recorriendo con los ojos todos sus delicados accidentes y deteniéndome a desentrañar el sentido simbólico de las figurillas monstruosas y los animales fantásticos, que se ocultaban o aparecían alternativamente entre los calados festones de las molduras. Una por una admiré las extrañas creaciones con que el artífice había coronado el muro para dar salida a las aguas por las fauces de un grifo, de una sierpe, de un león alado o de un demonio horrible con cabeza de murciélago y garra de águila; una por una estudié asimismo las severas y magníficas cabezas de las imágenes de tamaño natural que, envueltas en grandes paños, simétricamente plegados, custodiaban inmóviles el santuario, como centinelas de granito, desde lo alto de las caladas repisas que formaban, al unirse y retorcerse entre sí, las hojas y los nervios de los pilares exteriores. Todas ellas pertenecían a la mejor época del arte ojival, ofreciendo en sus contornos generales, en la expresión de sus rostros y en la profusión y acentuada plegadura de sus ropas, el modelo perfecto del misterioso amor establecido por los ignorados escultores, que siguiendo una tradición que arranca de las logias germanas, poblaron de un mundo de piedra las catedrales de toda Europa. Heraldos con blasonadas casullas, ángeles con triples alas, evangelistas, patriarcas y apóstoles llamaban hacia sí, por sus imponentes o graciosas formas, por sus cualidades de ejecución o de gallardía, la atención y el estudio del que los contemplaban; pero entre todas estas figuras una fue la que logró conmoverme con una impresión parecida a la que al descubrirlo me produjo el ábside de la iglesia, una figura que al pronto reconcentraba todo el interés de aquella máquina maravillosa, para la cual parecía levantada la mejor y más bella parte del monumento; como pedestal de una estatua o marco de una pintura, del que podía decirse era la pudorosa flor que escondida entre las hojas, perfumaba de misterio y poesía aquella selva petrificada y apocalíptica en cuyo seno y por entre las guirnaldas de acanto, los tréboles y los cardos puntiagudos, pululaban millares de criaturas deformes: sierpes, trasgos y dragones reptiles, con alas monstruosas e inmensas.
Yo guardo aún vivo el recuerdo de la imagen de piedra, del rincón solitario, del color y de las formas que armoniosamente combinados formaban un conjunto inexplicable; pero no creo posible dar con la palabra una idea de ella, ni mucho menos reducir a términos comprensibles la impresión que me produjo.
Sobre una repisa volada, compuesta de un blasón entrelazado de hojas y sostenido por la deforme cabeza de un demonio, que parecía gemir con espantosas contorsiones bajo el peso del sillar, se levantaba una figura de mujer esbelta y airosa. El dosel de granito que cobijaba su cabeza, trasunto en miniatura de una de esas torres agudas y en forma de linterna que sobresalen majestuosas sobre la mole de las catedrales, bañaba en sombra su frente; una toca plegada recogía sus cabellos, de los cuales se escapaban dos trenzas, que bajaban ondulando desde el hombro hasta la cintura, después de encerrar como en un marco el perfecto óvalo de su cara. En sus ojos, modestamente entornados, parecía arder una luz que se transparentaba al través del granito; su ligera sonrisa animaba todas las facciones del rostro de un encanto suave, que penetraba hasta el fondo del alma del que la veía, agitando allí sentimientos dormidos, mezcla confusa de impulsos de éxtasis y de sombras de deseos indefinibles.
El sol, que doraba las agudas flechas de los arbotantes, arrojaba sobre el templo el dentellado batiente de las almenas del muro y perfilaba de luz el ennegrecido y roto blasón de la casa solariega, que cerraba uno de los costados de la plaza, comenzó poco a poco a ocultarse detrás de una masa de edificios cercanos; las sombras tendidas antes por el suelo y que insensiblemente se habían ido alargado hasta llegar al pie del ábside, por cuyo lienzo subían como una marea creciente, acabaron por envolverle en una tinta azulada y ligera; la silueta oscura del templo se dibujó vigorosa sobre el claro cielo del crepúsculo que se desarrollaba a su espalda limpio y transparente, como esos fondos luminosos que dejan ver por un hueco las tablas de los antiguos pintores alemanes. Los detalles de la arquitectura comenzaban a confundirse; los ángulos perdían algo de la dureza de sus cortes a bisel; las figuras de los pilares se dibujaban indecisas, como fantasmas sin consistencias, envueltas en la oscuridad que arrojaban sobre ellas los monumentales doseles.
Inmóvil, absortó en una contemplación muda, permanecía yo aún con los ojos fijos en la figura de aquella mujer, cuya especial belleza había herido mi imaginación de un modo tan extraordinario. Parecíame a veces que su contorno se destacaba entre la oscuridad; que notaba en toda ella como una imperceptible oscilación; que de un momento a otro iba a moverse y adelantar el pie que se asomaba por entre los grandes pliegues de su vestido, al borde de la repisa. Y así estuve hasta que la noche cerró por completo. Una noche sin luna, sin más que una confusa claridad de las estrellas, que apenas bastaba a destacar unas de otras las grandes masas de construcción que cerraban el ámbito de la plaza. Yo creía, no obstante, distinguir aún la imagen de la mujer entre las tinieblas. Mas no era verdad. Lo que veía de una manera muy confusa era el reflejo de aquella visión, conservada por la fantasía, porque cuando me separé de allí aún creía percibirla flotando delante de mí entre las espesas sombras de las torcidas calles que conducían a mi alojamiento.
Por qué durante los catorce o quince días que llevaba de residencia en aquella población, aunque continuamente estuve dando vueltas sin rumbo fijo por sus calles, nunca tropecé con aquella iglesia y aquella plaza, y desde la tarde en que las descubrí, todos los días, cualquiera que fuese el camino que emprendiera, siempre iba a dar aquel sitio, es lo que yo no podré explicar nunca, como nunca pude darme razón, cuando muchacho, del porqué para ir a cualquier punto de la ciudad donde nací era preciso pasar antes por la casa de mi novia. Pero ello era que unas veces de propósito hecho, otras por casualidad, ya porque a las mañanas se tomaba bien el sol contra la tapia del convento, ya porque al caer la tarde de un día nebuloso y frío se sentía allí menos el embate del aire, iba allí a todas horas, y me encontraba frente al ábside de la iglesia, sentado en algunas piedras amontonadas al pie del arco de la antigua casa solariega, y con los ojos clavados en aquella figura que parecía atraerme con una fuerza irresistible.
Más de una vez, deseando llevar conmigo un recuerdo de ella, intenté copiarla. Tantas como lo intenté, rompí en pedazos el lápiz y maldije de la torpeza de mi mano, inhábil para fijar el esbelto contorno de aquella figura. Acostumbrado a reproducir el correcto perfil de las estatuas griegas, irreprochables de forma, pero debajo de cuya modelada superficie, cuando más se ve palpitar la carne y plegarse o dilatarse el músculo, no podía hallar la fórmula de aquella estatua, a la vez incorrecta y hermosa, que, sin tener la idealidad de formas del antiguo, antes por el contrario, rebosando vida real en ciertos detalles, tenía sin embargo, en el más alto grado el ideal del sentimiento y la expresión. Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de anchos pliegues el tronco para detenerse, quebrando las líneas, al tocar el pedestal, los ojos entornados, las manos cruzadas sobre un libro de oraciones; y el largo brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podía asegurarse, y al menos este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba como un fluido sutil un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida extraña, que no he podido traslucir jamás en esas otras figuras humanas cuyas ropas agita el aire al pasar, cuyas facciones se contraen o dilatan con una determinada expresión y que, a pesar de todo, son únicamente, al tocar la meta de su perfección posible, mármol que se mueve como un maravilloso autómata, sin sentir ni pensar.
Indudablemente la fisonomía de aquella escultura reflejaba la de una persona que había existido. Podían observarse en ella ciertos detalles característicos que sólo se reproducen delante del natural o guardando un vivísimo recuerdo. Las obras de la imaginación tienen siempre algún punto de contacto con la realidad. Hay una belleza típica y uniforme hacia la que así en lo bueno como en lo malo, se nota cierta tendencia en el arte. El placer y el dolor, la risa y el llanto tienen expresiones especiales consignadas por las reglas. La cabeza de aquella mujer rompía con todas las tradiciones: era hermosa sin ser perfecta; ofrecía rasgos tan propios como los que se observan en un retrato de la mano de un maestro, el cual tiene tanta personalidad, por decirlo así, que, aun sin conocer el tipo a que se refiere, se siente la verdad de la semejanza. Cada mujer tiene su sonrisa propia, y esa suave dilatación de los labios toma formas infinitas, perceptibles apenas, pero que les sirve de sello. La hermosa mujer de piedra que contemplaba extasiado, tenía asimismo una sonrisa suya, que le daba tal carácter y expresión, que enamorarse de aquel gesto especial era enamorarse de aquella escultura, pues no sería posible hallar otra perfectamente semejante. Con los ojos entornados y los labios ligerísimamente entreabiertos, parecía que pensaba algo agradable y que la luz de su pura e interior alegría se revelaba por medio de reflejos imperceptibles, como se acusa por la transparencia la luz que arde dentro de un vaso de alabastro. Pero, ¿quién era aquella mujer? ¿Por qué capricho el escultor, interrumpiendo la larga fila de graves personajes que rodeaban el ábside, había colocado en el sitio más escondido, es verdad, aunque seguramente el más misterioso de toda la fábrica arquitectónica, aquella figura que tenía algo de ángel, pero que carecía de alas, que descubría en su rostro la dulzura y la bondad de los bienaventurados, pero que no ostentaba sobre su cabeza el nimbo celeste de los Santos y Apóstoles? ¿Sería acaso recuerdo de una protectora del templo? No podía ser. Yo había visto posteriormente la oscura losa sepulcral, que cubría los restos del fundador, prelado valeroso que contribuyó con un rey leonés a la reconquista de aquel pueblo, y en la capilla mayor, a la sombra de un lucillo realzado de gótica crestería, había tenido igualmente ocasión de examinar las tumbas con las estatuas yacentes de los ilustres magnates que en época posterior restauraron la iglesia, imprimiéndole el carácter ojival. En ninguno de estos monumentos funerarios encontré un blasón que tuviese siquiera un cuartel del que se veía en la repisa de la estatua del ábside. ¿Quién podría ser entonces?