Libertad (71 page)

Read Libertad Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
13.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Joey pasó a contar a Jonathan la anécdota del anillo, y la horrenda escena en el cuarto de baño, con las manos llenas de mierda y Jenna llamando a la puerta, y encontró el consuelo que buscaba en su propia risa y en la risa y los gemidos de asco de Jonathan. Lo que había sido repugnante durante cinco minutos dio pie a una fantástica anécdota que quedaría para siempre. Cuando a continuación admitió que Jonathan tenía razón sobre Kenny Bartles, la respuesta de su amigo fue clara y categórica:

—Tienes que salirte de esa contrata.

—No es tan fácil. Debo proteger la inversión de Connie.

—Busca una escapatoria. Tienes que hacerlo. Lo que está pasando allí es un verdadero desastre. Es peor de lo que imaginas.

—¿Todavía me odias? —preguntó Joey.

—Yo no te odio. Creo que has sido un gilipollas integral. Pero creo que no soy capaz de odiarte.

Con esta conversación, Joey se animó lo suficiente como para irse a la cama y dormir doce horas de un tirón. A la mañana siguiente, cuando en Iraq era media tarde, telefoneó a Kenny Bartles y le pidió que le permitiera abandonar la contrata.

—¿Y qué pasa con las piezas de Paraguay? —preguntó Kenny.

—Había peso de sobra. Pero todo es mierda oxidada e inservible.

—Mándalo igualmente. Me la estoy jugando.

—Eres tú quien compró esos ridículos A10 —dijo Joey—. No tengo la culpa de que no haya piezas de repuesto.

—Acabas de decirme que había piezas de sobra. Y yo te digo que las mandes. ¿Qué es lo que se me escapa aquí?

—Estoy diciendo que debes buscar a alguien que compre mi parte. No quiero participar en esto.

—Un momento, Joey, tío, escucha. Firmaste un contrato. Y no es que se esté acabando el plazo para el Envío Número Uno, sino que el plazo está ya más que vencido. No puedes dejarme en la estacada. No a menos que quieras renunciar a lo que has desembolsado. Ahora mismo ni siquiera tengo efectivo suficiente para comprar tu parte, porque el ejército todavía no me ha pagado las piezas, porque tu envío polaco pesaba poco. Intenta ver las cosas desde mi punto de vista, ¿quieres?

—Pero el material de Paraguay tiene tan mala pinta que dudo mucho que vayan a aceptarlo.

—Eso déjamelo a mí. Conozco a la gente de LBI destacada aquí in situ. Puedo colarlo. Sólo tienes que mandarme treinta toneladas, y luego podrás dedicarte otra vez a leer poesía o lo que sea.

—¿Cómo sé yo que puedes colarlo?

—Eso es mi problema, ¿vale? Tu contrato es conmigo, y yo te digo que me consigas peso y recibirás tu dinero.

Joey no sabía qué era peor, si el temor de que Kenny estuviera mintiendo y no sólo se viera despojado del dinero ya gastado, sino también de los grandes desembolsos adicionales pendientes, o que Kenny dijera la verdad y LBI fuera a pagar ochocientos cincuenta mil dólares por piezas casi inservibles. No vio otra opción que puentear a Kenny y hablar directamente con LBI. Esto supuso una mañana entera viéndose remitido telefónicamente de una persona a otra en la sede de LBI, en Dallas, hasta que lo pusieron en comunicación con el vicepresidente adecuado. Joey explicó su dilema con la mayor claridad posible:

—No hay piezas útiles disponibles para ese camión, Kenny Bartles no está dispuesto a comprar mi parte de la contrata, y yo no quiero mandarles piezas defectuosas.

—¿Bartles está dispuesto a aceptar lo que tiene usted? —preguntó el vicepresidente.

—Sí. Pero no sirve.

—Eso no es asunto suyo. Si Bartles lo acepta, usted queda libre de responsabilidades. Le aconsejo que haga el envío de inmediato.

—Me parece que no me ha entendido bien —insistió Joey—. Estoy diciendo que ese envío no les conviene.

El vicepresidente digirió sus palabras y añadió:

—No volveremos a tratar con Kenny Bartles en el futuro. Estamos muy descontentos con la situación del A10. Pero eso a usted no tiene por qué preocuparle. Lo que debería preocuparle es que lo demanden por incumplimiento de contrato.

—¿Quién? ¿Kenny?

—Es sólo una hipótesis. No va a suceder, siempre y cuando envíe las piezas. Sólo debe recordar que ésta no es una guerra perfecta en un mundo perfecto.

Y Joey intentó recordarlo. Intentó recordar que lo peor que podía suceder, en este mundo no precisamente perfecto, era que todos los A10 se averiasen y necesitaran ser sustituidos por camiones mejores, y que por esa razón la victoria en Iraq se retrasara mínimamente, y que los contribuyentes estadounidenses hubiesen malgastado unos cuantos millones de dólares en él y Kenny Bartles y Armando da Rosa y los maleantes de Lodz. Con la misma determinación que había demostrado para coger sus propios cagarros, volvió a Paraguay y contrató un expedidor y supervisó la operación de carga de las treinta y dos toneladas de piezas en contenedores y bebió cinco botellas de vino en las cinco noches que tuvo que esperar a que Logística Internacional las subiera a un veterano C-130 y se las llevara; pero en ese montón de mierda en particular no había un anillo de oro escondido. Cuando regresó a Washington, siguió bebiendo, y cuando por fin Connie apareció con tres maletas y se instaló en su casa, siguió bebiendo, y durmiendo mal, y cuando Kenny llamó desde Kirkuk para comunicarle que la entrega había sido aceptada y que los 850.000 de Joey estaban al caer, pasó tan mala noche que telefoneó a Jonathan y le confesó lo que había hecho.

—Tío, eso está muy mal —dijo Jonathan.

—A mí me lo vas a contar.

—Más vale que no te pillen. Empiezan a llegarme no pocos rumores sobre esos dieciocho mil millones en contratas que aceptaron en noviembre. No me extrañaría que el asunto acabara en el Congreso.

—¿No hay nadie a quien pueda contárselo? Ni siquiera me interesa quedarme con el dinero, salvo lo que les debo a Connie y al banco.

—Muy noble de tu parte.

—No podía dejar a Connie sin su dinero. Sabes que sólo lo he hecho por eso. Pero me pregunto si no podrías contarle a alguien del Post lo que está pasando. En plan… me ha llegado algo de fuentes anónimas.

—No si quieres seguir en el anonimato. Y si no quieres, ya sabes quién va a acabar pringando, ¿no?

—Pero ¿y si soy yo quien descubre el pastel?

—En cuanto descubras el pastel, ya se encargará Kenny de que pringues tú. Y lo mismo hará LBI. Esa gente tiene una partida en el presupuesto para hacer pringar a todo aquel que descubra el pastel. Serás el chivo expiatorio ideal. El universitario de cara bonita con las piezas de camión oxidadas. El Post se te comerá vivo. Y no es que tus sentimientos no te honren. Pero te recomiendo encarecidamente que no digas ni pío.

Connie encontró un empleo por medio de una agencia de trabajo temporal mientras esperaban a que los 850.000 dólares sucios pasaran por los filtros del sistema. Joey mataba el tiempo viendo la televisión y jugando con la videoconsola y aprendiendo a organizarse en la vida doméstica, a planificar una cena y hacer la compra para prepararla, pero la visita más breve y simple al supermercado lo agotaba. La depresión que durante años había acechado a las mujeres que tenía cerca parecía haber identificado por fin a su legítima presa e hincado el diente en él. Lo único que debía hacer por fuerza, es decir, comunicar a su familia que se había casado con Connie, era incapaz de hacerlo. Esa necesidad llenaba el pequeño apartamento como si fuese un Pladsky A10, confinando a Joey a los márgenes, privándolo de aire suficiente para respirar. Allí estaba esa necesidad cuando se despertaba y también cuando se acostaba. No se imaginaba dándole la noticia a su madre, porque inevitablemente percibiría el matrimonio como un golpe personal dirigido contra ella. Y probablemente así era, en cierto modo. Pero no temía menos la conversación con su padre, la reapertura de esa herida. Así que cada día, pese a sentirse asfixiado por el secreto, pese a imaginar a Carol pregonando la noticia entre los antiguos vecinos de Joey, alguno de los cuales no tardaría en contárselo a sus padres, postergaba el anuncio otro día más. El hecho de que Connie nunca lo atosigara sólo hacía que el problema fuera, aún más, exclusivamente suyo.

Y de pronto, una noche, en la CNN vio la noticia de una emboscada a las afueras de Faluya en la que varios camiones estadounidenses se habían averiado, quedando los conductores civiles a merced de los insurgentes, que acabaron con ellos. Aunque no distinguió ningún A10 en las imágenes de la CNN, le entró tal ansiedad que tuvo que tomarse unas copas para poder dormirse. Se despertó varias horas después, bañado en sudor, casi sobrio, junto a su mujer, que dormía literalmente como un bebé —con esa tierna inmovilidad propia de quien confía en el mundo—, y supo que debía llamar a su padre por la mañana. Nunca nada le había infundido tanto miedo como esa llamada. Pero ahora comprendía que nadie más podía aconsejarle qué hacer, si descubrir el pastel y sufrir las consecuencias o no decir ni pío y quedarse con el dinero, y que nadie más podía absolverlo. El amor de Connie era demasiado incondicional, el de su madre demasiado ensimismado, el de Jonathan demasiado secundario. Era a su estricto padre, hombre de sólidos principios, a quien debía darle una explicación completa. Había combatido contra él toda su vida, y había llegado la hora de admitir la derrota.

El ogro de Washington

El padre de Walter, Gene, era el hijo menor de un sueco complicado que se llamaba Einar Berglund y había emigrado a principios del siglo XX. Eran muchas las cosas que podían desagradarle a uno de la Suecia rural —el servicio militar obligatorio, los pastores luteranos entrometiéndose en la vida de sus feligreses, una jerarquía que impedía casi por completo el ascenso social—, pero lo que en realidad empujó a Einar a marcharse a Estados Unidos, según la versión que Dorothy le contó a Walter, fue un conflicto con su madre.

Einar era el mayor de ocho hijos, el príncipe de la familia en su granja del sur de Osterland. Su madre, que quizá no fuera la primera mujer insatisfecha en su matrimonio con un Berglund, trató con descarado favoritismo a su primogénito, vistiéndolo con ropa mejor que la de sus hermanos, dándole la nata de la leche de los otros y eximiéndolo de las labores de la granja para que pudiera consagrarse a su educación y su cuidado personal. («El hombre más vanidoso que he conocido», decía Dorothy.) El sol materno iluminó a Einar durante veinte años, pero entonces, por un desliz, su madre tuvo un hijo tardío, varón, y se prendó de él como antes se había prendado de Einar; y Einar nunca se lo perdonó. Incapaz de soportar no ser el predilecto, zarpó rumbo a América el día de su vigésimo segundo aniversario. Una vez allí, no regresó jamás a Suecia y no volvió a ver a su madre. Reconocía con orgullo que había olvidado hasta la última palabra de su lengua materna y profería, a la menor provocación, largas diatribas contra «el país más estúpido, más petulante y más estrecho de miras del mundo». Se convirtió en otra coordenada en el mapa del experimento norteamericano de autogobierno, un experimento estadísticamente distorsionado desde el principio, porque no fueron las personas con genes sociables las que huyeron del superpoblado Viejo Mundo hacia el nuevo continente: fueron las que no congeniaban con los demás.

De joven, en Minnesota, trabajando primero de leñador en la tala de los últimos bosques vírgenes y luego de excavador en una cuadrilla de peones camineros, y sin ganar gran cosa en ninguno de los dos oficios, Einar se sintió atraído por el concepto comunista de que su trabajo era objeto de la explotación de los capitalistas de la Costa Este. Hasta que un día, escuchando la soflama de un vehemente orador comunista en Pioneer Square, tuvo un momento de inspiración y comprendió que la manera de salir adelante en su nuevo país era explotar a alguien él mismo. Junto con varios de sus hermanos menores, que lo habían seguido a Estados Unidos, se estableció como contratista de la construcción de carreteras. Para mantenerse ocupados en los meses fríos, sus hermanos y él fundaron además un pueblo a orillas del alto Misisipi y abrieron una tienda. Puede que su ideología política fuera aún radical por aquel entonces, porque concedía crédito ilimitado a los campesinos comunistas, muchos de ellos finlandeses, que se afanaban por ganarse la vida fuera del alcance del capital de la Costa Este. La tienda pronto empezó a tener pérdidas, y Einar estaba a punto de vender su parte cuando un antiguo amigo suyo, un tal Christiansen, abrió en la acera de enfrente una tienda que le hacía la competencia directa. Por puro despecho, según Dorothy, Einar mantuvo la tienda otros cinco años, atravesando el punto álgido de la Gran Depresión, acumulando pagarés incobrables de todos los campesinos en un radio de quince kilómetros, hasta que el pobre Christiansen por fin se vio empujado a la quiebra. Entonces, Einar se trasladó a Bemidji, donde prosperó en la construcción de carreteras, pero acabó vendiendo su empresa a un precio catastróficamente bajo a un contratista de modales untuosos que había fingido afinidades socialistas.

Para Einar, Estados Unidos era la tierra de la libertad no sueca, el lugar de espacios abiertos donde un hijo aún podía imaginar que era especial. Pero nada altera tanto la sensación de ser especial como la presencia de otros seres humanos que se sienten igual de especiales. Tras alcanzar, gracias a su inteligencia innata y al duro trabajo, cierto grado de prosperidad e independencia, pero no lo suficiente de lo uno ni de lo otro, se convirtió en todo un modelo de ira y decepción. Después de jubilarse, en los años cincuenta, empezó a mandar cada Navidad cartas a sus familiares en las que despotricaba contra la estupidez del gobierno de Estados Unidos, las injusticias de su economía política y la necedad de su religión, estableciendo, por ejemplo, en una felicitación navideña especialmente cáustica, un sagaz paralelismo entre la virgen no desposada de Belén y la «fulana sueca» Ingrid Bergman, que había dado a luz a su propia «bastarda» (Isabella Rossellini), cuyo nacimiento celebraban últimamente los medios de comunicación estadounidenses, controlados por «intereses corporativos». Aunque él mismo era empresario, Einar aborrecía a las grandes compañías. Aunque había hecho carrera a base de contratas con el gobierno, aborrecía también al gobierno. Y aunque adoraba la carretera, la carretera le amargó la vida y lo enloqueció. Compraba sedanes estadounidenses con los motores más grandes disponibles, para poder ir a ciento cincuenta y ciento sesenta por las llanas y rectas carreteras estatales de Minnesota, muchas construidas por él, y adelantar con un rugido a los estúpidos que se encontraba. Si un coche se le acercaba de frente por la noche con las largas encendidas, Einar respondía poniendo también las largas y dejándolas puestas. Si un mentecato se atrevía a intentar adelantarlo en una carretera de doble sentido, pisaba a fondo el acelerador para igualar la velocidad del otro coche y luego desaceleraba para impedir que el aspirante a adelantarlo pudiera volver a colocarse detrás, obteniendo especial placer cuando existía peligro de colisión con un camión que venía de frente. Si otro conductor lo obstaculizaba o se negaba a cederle el paso, perseguía al causante de la ofensa e intentaba sacarlo de la carretera, para poder apearse e insultar a gritos al conductor. (El carácter propenso a la fantasía de la libertad ilimitada es también, cuando la fantasía se echa a perder, un carácter proclive a la misantropía y la rabia.) Einar tenía setenta y ocho años cuando una pésima decisión al volante lo obligó a elegir entre un choque frontal y una profunda zanja en la cuneta de la carretera federal 2. Su mujer, que viajaba en el asiento del acompañante y, a diferencia de Einar, llevaba puesto el cinturón de seguridad, sobrevivió tres días en el hospital de Grand Rapids antes de expirar a causa de las quemaduras. Según la policía, se habría salvado si no hubiese intentado sacar a su marido muerto de su Eldorado en llamas. «La trató como a un perro toda su vida —decía después el padre de Walter—, y al final la mató.»

Other books

Tessa Masterson Will Go to Prom by Brendan Halpin & Emily Franklin
City of Death by Laurence Yep
A Murder of Crows by David Rotenberg
The Killing Season Uncut by Sarah Ferguson
I'm Your Girl by J. J. Murray
Sleight of Hand by Nick Alexander
Live to Tell by Lisa Gardner