Libertad (89 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Novela

BOOK: Libertad
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—¡No quiere el divorcio! ¡Quiere volver contigo!

—No puedo siquiera imaginar verla durante un minuto. Sólo puedo imaginar un dolor insoportable si la viera.

—Pero ¿no es posible, papá, que la razón por la que te resulta tan doloroso es porque todavía la quieres?

—Tenemos que cambiar de tema, Jessica. Si te importan mis sentimientos, no vuelvas a sacarlo. No quiero vivir con miedo a contestar el teléfono cuando llames.

Se quedó sentado largo rato con la cara entre las manos, la cena intacta, mientras la casa se oscurecía muy lentamente, sucumbiendo el mundo terrenal de la primavera al mundo celeste, más abstracto: volutas estratosféricas de color rosa, el frío profundo del espacio profundo, las primeras estrellas. Esa era ahora la mecánica de su vida: alejaba a Jessica y la echaba de menos en cuanto se iba. Se planteó volver a Minneapolis por la mañana, recuperar el gato y devolvérselo a los niños que lo echaban de menos, pero le era tan imposible hacer eso como llamar otra vez a Jessica y pedirle perdón. Lo hecho, hecho estaba. Lo acabado, acabado estaba. Una mañana encapotada en el condado de Mingo, Virginia Occidental, la mañana más fea de su vida, les había preguntado a los padres de Lalitha si les importaba que fuera a ver el cuerpo de su hija. Sus padres eran personas frías y excéntricas, ingenieros, con un marcado acento. El padre no lloraba, pero la madre prorrumpía en llanto una y otra vez, sonoramente, sin incitación alguna, con un penetrante gemido extranjero que era casi como una canción; sonaba extrañamente ceremonial e impersonal, como un lamento por una idea. Walter fue solo al depósito de cadáveres, sin nada planificado. Su amada descansaba bajo una sábana en una camilla a una altura incómoda, demasiado alta para arrodillarse junto a ella. Tenía el pelo como siempre, sedoso y negro y espeso, como siempre, pero había algo anómalo en su mandíbula: una herida atrozmente cruel e imperdonable, y su frente, cuando la besó, estaba más fría de lo que ningún universo justo habría permitido que estuviera la frente de una persona tan joven. Esa frialdad penetró a través de sus labios y ya nunca lo abandonó. Lo acabado, acabado estaba. El goce de Walter en el mundo había muerto, y nada tenía sentido. Comunicarse con su esposa, como insistía Jessica, habría implicado desprenderse de sus últimos momentos con Lalitha, y él tenía derecho a no hacerlo. Tenía derecho, en un universo tan inicuo, a ser injusto con su mujer, y tenía derecho a dejar que los niños de los Hoffbauer llamaran en vano a su Bobby, porque todo carecía de sentido.

Sacando fuerzas de sus negaciones —fuerzas suficientes, desde luego, para obligarlo a levantarse de la cama por la mañana e impulsarlo durante la larga jornada sobre el terreno y los largos viajes por carreteras congestionadas por veraneantes y ex urbanitas—, sobrevivió otro verano, el más solitario de su vida hasta entonces. Les dijo a Joey y Connie, con algo de verdad (pero no mucha), que estaba muy ocupado para recibirlos de visita, y renunció a la lucha contra los gatos que seguían invadiendo su bosque; no se veía sometiéndose a otro drama como el de Bobby. En agosto, recibió un grueso sobre de su mujer, una especie de manuscrito relacionado, cabía suponer, con el «mensaje» del que Jessica le había hablado, y lo guardó sin abrir en el cajón del archivador, donde tenía sus antiguas declaraciones de la renta conjuntas, sus extractos bancarios de cuentas conjuntas, y su testamento jamás modificado. No habían pasado aún tres semanas cuando recibió un sobre almohadillado del tamaño de un compact disc, con el remite de Katz en Jersey City, y también lo sepultó sin abrir en el mismo cajón. En estos dos envíos, así como en los titulares de los periódicos que inevitablemente leía cuando iba a hacer la compra a Fenn City —nuevas crisis en el país y en el extranjero, nuevos dementes de derechas vomitando mentiras, nuevas catástrofes ecológicas desplegándose en el fin del juego global—, sintió que el mundo exterior estrechaba el cerco en torno a él, reclamándole atención, pero mientras se quedara solo en el bosque podría mantenerse fiel a su negativa. Descendía de una larga sucesión de negadores, contaba con la constitución necesaria para eso. Parecía no quedar casi nada de Lalitha; se le desintegraba del mismo modo que las aves canoras muertas se desintegraban en la naturaleza —para empezar, eran extraordinariamente ligeras, y en cuanto sus pequeños corazones dejaban de latir, eran poco más que bolitas de pelusa y hueso hueco que el viento esparcía fácilmente—, pero ante eso se empeñó aún más en aferrarse a lo poco que le quedaba de ella.

Por eso, la mañana de octubre en que por fin el mundo llegó, en forma de sedán Hyundai nuevo aparcado hacia la mitad del camino de acceso, en el ensanchamiento invadido por la hierba donde Mitch y Brenda tenían en otro tiempo su barca, no se detuvo a ver quién era. Tenía prisa por emprender viaje hacia Duluth para asistir a una reunión de Conservancy y redujo la velocidad lo justo para ver que el asiento del conductor estaba reclinado, y el conductor quizá dormido. Cabía albergar la esperanza de que quienquiera que hubiese en el coche ya no estuviese allí cuando él regresara, o de lo contrario, ¿por qué no habían llamado a su puerta? Pero el coche seguía allí, y los faros de Walter iluminaron sus reflectantes traseros cuando se desvió de la carretera comarcal a las ocho de esa tarde.

Se apeó y escrutó a través de las ventanillas y vio que el coche estaba vacío, con el respaldo del asiento del conductor de nuevo en posición vertical. En el bosque hacía frío; el aire estaba quieto y olía a posibilidad de nieve; el único sonido era un leve burbujeo humano procedente de Canterbridge Estates. Volvió a su coche y siguió hacia la casa, donde había una mujer, Patty, sentada a oscuras en el escalón delantero. Llevaba un vaquero azul y una fina chaqueta de pana. Tenía las piernas encogidas contra el pecho para darse calor, y el mentón apoyado en las rodillas.

Walter apagó el motor y esperó un buen rato, unos veinte o treinta minutos, a que ella se pusiera en pie y le hablara, si el que era eso lo que la había llevado hasta allí. Pero ella se negó a moverse, y al final él, haciendo acopio de valor, salió del coche y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo brevemente en la entrada, a menos de medio metro de ella, para darle ocasión de hablar. Pero ella siguió con la cabeza gacha. La negativa del propio Walter a hablar era tan infantil que no pudo contener una sonrisa. Pero esa sonrisa entrañaba una admisión peligrosa. La reprimió brutalmente, blindándose, entró en la casa y cerró la puerta a sus espaldas.

Con todo, sus fuerzas no eran infinitas. No pudo evitar quedarse esperando a oscuras junto a la puerta otro largo rato, tal vez una hora, y aguzar el oído para ver si ella se movía, aguzar el oído para no perderse siquiera la más leve llamada a la puerta. Lo que en cambio oyó, en su imaginación, fue a Jessica decirle que tenía que ser justo: que debía a su mujer al menos la cortesía de decirle que se largara. Y sin embargo, después de seis años de silencio, le parecía que pronunciar siquiera una palabra sería retractarse de todo: echaría por tierra todas sus negativas e invalidaría todo lo que había querido decir con ellas.

Al final, como si despertara de un sueño en duermevela, encendió una luz y bebió un vaso de agua y se sintió atraído, a modo de solución intermedia, hacia su archivador; al menos podía echar una ojeada a lo que el mundo tenía que decirle. Primero abrió el sobre de Jersey City. No contenía ninguna nota, sólo un CD en un impenetrable envoltorio de plástico. Al parecer, era un esfuerzo en solitario de Richard Katz en una pequeña discográfica, con un paisaje boreal en la carátula y, superpuesto, el título Canciones para Walter.

Oyó un penetrante grito de dolor, suyo, como si fuera de otro. El muy cabrón, el muy cabrón… aquello no era justo. Dio vuelta al CD con manos trémulas y leyó la lista de temas. La primera canción se titulaba «Dos Hijos Bien: Ningún Hijo Mejor».

—Dios mío, mira que eres capullo —dijo, sonriendo y llorando—. Esto es muy injusto, pedazo de capullo.

Después de llorar un rato por la injusticia, y por la posibilidad de que Richard no careciera del todo de corazón, volvió a meter el CD en su sobre y abrió el otro, el de Patty. Contenía un manuscrito del que leyó sólo un breve párrafo antes de correr a la puerta, abrirla de un tirón y blandir las hojas ante ella.

—¡No quiero esto! —vociferó—. ¡No quiero leerte! Quiero que cojas esto y te metas en el coche y entres en calor, porque aquí hace un frío de cojones.

Patty, ciertamente, temblaba de frío, pero parecía inmovilizada en su postura encogida y no levantó la vista para ver qué sostenía él. Si acaso, bajó aún más la cabeza, como si él se la golpeara.

—¡Súbete al coche! ¡Entra en calor! ¡Yo no te he pedido que vinieras!

Quizá fuese en realidad un temblor especialmente violento, pero dio la impresión de que Patty negaba con la cabeza, un poco.

—Te prometo que te llamaré —dijo Walter—. Te prometo que mantendré una conversación por teléfono contigo si te vas ahora y entras en calor.

—No —contestó ella con voz muy débil.

—¡Pues vale! ¡Congélate!

Cerró de un portazo y, corriendo, cruzó la casa, salió por la puerta de atrás y bajó hasta el lago. Estaba decidido a pasar frío también si ella se empeñaba en congelarse. Sin saber por qué, tenía aún el manuscrito en la mano. Al otro lado del lago se veían las resplandecientes y despilfarradoras luces de Canterbridge Estates, los destellos de las pantallas gigantes que mostraban lo que el mundo creía que ocurría en él esa noche. Todos bien cobijados del frío en sus guaridas, distribuida la corriente a través de la red eléctrica desde las centrales térmicas de carbón de las Montañas de Hierro, con el Ártico todavía lo bastante ártico para hacer llegar escarcha a los bosques templados de octubre. Si bien a lo largo de la vida jamás había sabido muy bien cómo vivir, en ningún momento había sabido menos de lo que sabía entonces. Pero cuando el frío cortante del aire pasó a ser menos tonificante y más serio, hasta penetrar en sus huesos, empezó a preocuparse por Patty. Con los dientes castañeteándole, subió por la cuesta y rodeó la casa hacia la puerta de entrada, donde la encontró caída de costado, ya no tan aovillada, con la cabeza en la hierba. Ya no temblaba, y eso era mala señal.

—Vale, Patty —dijo arrodillándose—. Esto no me gusta, ¿vale? Voy a llevarte dentro.

Ella se movió un poco, aterida. Sus músculos parecían haber perdido la elasticidad, y a través de la pana de su chaqueta no se percibía calor. Intentó ponerla en pie, pero le fue imposible, así que la entró en brazos, la tendió en el sofá y la cubrió de mantas.

—Ha sido una estupidez por tu parte —dijo, poniendo agua a calentar—. Hay gente que muere por cosas así. ¿Patty? No hace falta estar a veinte grados bajo cero; con uno o dos bajo cero ya te puedes morir. Ha sido una estupidez quedarte ahí sentada tanto rato. En serio. ¿Cuántos años viviste en Minnesota? ¿Es que no aprendiste nada? Ha sido una verdadera estupidez, joder.

Subió la temperatura de la caldera y le llevó un tazón de agua caliente y la obligó a incorporarse para tomar un trago, pero ella lo escupió en el acto sobre la tapicería. Cuando Walter intentó darle un poco más, ella negó con la cabeza y emitió sonidos imprecisos de oposición. Tenía los dedos helados, los brazos y los hombros mortecinamente fríos.

—Joder, Patty, qué estupidez. ¿En qué estabas pensando? Ésta es la mayor estupidez que me has hecho en la vida.

Ella se quedó dormida mientras él se desvestía, y despertó sólo un poco mientras él apartaba las mantas y le quitaba la chaqueta y, con no pocos esfuerzos, el pantalón, y luego se tendía junto a ella, sin nada más que el calzoncillo, y reacomodaba las mantas encima de ellos.

—Vale, ahora mantente despierta, ¿vale? —ordenó, apretando la mayor parte posible de su propia superficie corporal contra la piel marmóreamente fría de Patty—. Ahora lo que ya sería el colmo de la estupidez es que perdieras el conocimiento. ¿Queda claro?

—Mmm —dijo ella.

Walter la abrazó y le hizo suaves friegas, sin dejar de maldecirla, de maldecir la situación en la que lo había puesto. Durante largo rato Patty no recuperó el calor ni mínimamente, siguió adormilándose y despertando apenas, pero al final algo se activo dentro de ella y empezó a temblar y a agarrarse a él. Walter continuó masajeándola y abrazándola, hasta que, de pronto, ella abrió muchísimo los ojos y fijó la vista en él.

No parpadeaba. Aún se advertía en su mirada algo casi mortecino, algo muy remoto. Parecía traspasarlo con la vista y ver más allá de él, el espacio frío del futuro en el que no tardarían en estar los dos muertos, la nada a la que habían accedido ya Lalitha y la madre y el padre de Walter, y sin embargo lo miraba directamente a los ojos, y él notó que recobraba el calor por momentos. Y por tanto dejó de mirarle los ojos y empezó a mirarla a los ojos, devolviéndole la mirada antes de que fuera demasiado tarde, antes de que esa conexión entre la vida y lo que venía después de la vida se perdiera, y eso le permitió ver toda la vileza que había dentro de él, todos los odios de dos mil noches solitarias, mientras los dos seguían en contacto con el vacío en que la suma de todo lo que habían dicho o hecho alguna vez, todo el dolor que habían infligido, toda la alegría que habían compartido, pesarían menos que la pluma más insignificante flotando en el viento.

—Soy yo —dijo ella—. Sólo yo.

—Lo sé —dijo él, y la besó.

En la lista de desenlaces respecto a Walter concebidos por los residentes de Canterbridge Estates, la posibilidad de que llegaran lamentar su marcha se hallaba entre las últimas posiciones. Nadie, y menos Linda Hoffbauer, habría podido prever que una tarde de domingo de principios de diciembre la mujer de Walter, Patty, aparcara el Prius de él en Canterbridge Court y empezara a llamar a las puertas, presentándose brevemente a los vecinos, sin entrometerse, obsequiándolos con bandejas de galletas navideñas hechas por ella y envueltas en film transparente. Al conocer a Patty, Linda se vio en una posición incómoda, porque no había en ella nada visiblemente antipático, y porque era inconcebible no aceptar un regalo navideño. La curiosidad, si no otra cosa, la llevó a invitarla a entrar, y al cabo de un instante, sin previo aviso, Patty estaba de rodillas en el suelo de su sala de estar, llamando a sus gatos para que se acercaran y se dejaran acariciar y preguntando sus nombres. En apariencia, era una persona tan cálida como frío era su marido. Cuando Linda preguntó cómo era posible que no se hubieran visto nunca, Patty se echó a reír con un gorjeo y dijo:

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