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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (5 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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«Por fin dice algo inteligente», pensó Davidson. Desde luego, toda la habitación parecía impresionada. Hubo murmullos de aprobación por todas partes, hasta del que seguía junto a la repisa.

Packard se volvió de nuevo hacia su adjunto.

—Mueve el culo, hijo. Quiero que llames a ese bastardo de Crumb, de Vigilancia, y te traigas a sus muchachos con todas las escopetas y granadas que tengan. Y si te pregunta para qué, le dices que el shériff Packard ha declarado el estado de emergencia, y que voy a requisar todas las armas en cien kilómetros a la redonda, y a detener a los hombres que traten de escaparse. Muévete, hijo.

Ahora la habitación resplandecía positivamente de admiración, y Packard lo sabía.

—Destrozaremos a esos cabrones.

Por un momento, la retórica pareció convencer a Davidson, y creyó a medias en lo que decía el shériff. Luego recordó los detalles de la procesión, las colas, los dientes y lo demás, y su bravura desapareció sin dejar rastro.

Llegaron a la casa con muchísima suavidad, sin intención de pasar inadvertidos, simplemente con tanta delicadeza al andar que nadie los oyó.

Dentro, la furia de Eugene se había extinguido. Estaba sentado con las piernas sobre la mesa y una botella de whisky delante. El silencio de la habitación era tan denso que agobiaba.

Aaron, con la cara hinchada por los golpes de su padre, estaba sentado junto a la ventana. No le hacía falta levantar la vista para verlos llegar por la arena en dirección a su casa; el ruido de sus pasos le resonaba en las venas. Quiso formar una sonrisa de bienvenida con la cara magullada, pero reprimió su impulso y se limitó a esperar, hundido en una resignación abatida, hasta que estuvieron casi encima de la casa. Sólo se levantó cuando taparon la luz del día que entraba por la ventana. El movimiento del chico sacó a Eugene de su sopor.

—¿Qué ocurre, niño?

El chico se había apartado de la ventana retrocediendo, y estaba en medio de la habitación, sollozando de antemano en silencio. Tenía sus pequeñas manos extendidas como rayos solares, con los dedos tensos y crispados de excitación.

—¿Qué le pasa a la ventana, chico?

Aaron oyó cómo la voz de su auténtico padre eclipsaba los murmullos de Eugene. Como un perro ansioso por dar la bienvenida a su dueño tras una larga separación, el niño corrió hacia la puerta y trató de abrirla a zarpazos. Tenía el pestillo echado y el cerrojo corrido.

—¿Qué ruido es ése, chico?

Eugene apartó a su hijo y hurgó con la llave en la cerradura, mientras el padre de Aaron lo llamaba desde el otro lado de la puerta. Su voz sonaba igual que una cascada de agua, contrapunteada por suaves y agudos suspiros. Era una voz ansiosa, amorosa.

Súbitamente, Eugene pareció comprender. Cogió al niño del pelo y lo apartó a rastras de la puerta.

Aaron chilló de dolor.

—¡Papá! —gritó.

Eugene creyó que el grito iba dirigido a él, pero el verdadero padre de Aaron también oyó la voz del niño. El tono de su respuesta reflejaba su preocupación.

Fuera de la casa, Lucy había oído el diálogo. Abandonó el refugio de su choza, sabiendo lo que iba a ver contra el cielo deslumbrante, pero no por ello menos atraída por las monumentales criaturas que se habían congregado en torno a la casa. Sintió angustia al recordar las alegrías perdidas de aquel día, seis años antes. Allí estaban todas aquellas criaturas inolvidables, una increíble selección de formas…

Cabezas piramidales coloreadas de rosa, torsos de una proporción clásica, que caían en flecos cambiantes de carne lacia. Una belleza plateada y acéfala cuyos seis brazos de madreperla le brotaban en torno a una boca que ronroneaba y latía. Una criatura parecida a una onda de una corriente rápida, en constante movimiento, que emitía un sonido dulce y modulado. Criaturas demasiado fantásticas para ser reales, demasiado reales para ponerlas en duda; ángeles custodios. Uno tenía una cabeza que se balanceaba adelante y atrás sobre un cuello muy fino, como si fuera un absurdo ventilador, azul como el cielo de una noche que llega antes de tiempo, y salpicado de una docena de ojos como otros tantos soles. El cuerpo de otro padre se parecía a un abanico que se abría y cerraba de excitación, y cuya carne naranja se enrojeció aún más cuando sonó de nuevo la voz del chico.

—¡Papá!

A la puerta de la casa estaba la criatura que Lucy recordaba con más cariño; la que la había tocado en primer lugar, la primera en calmar sus temores, la primera en penetrarla con una delicadeza infinita. Debía de tener unos seis metros de altura cuando se levantaba del todo. Ahora aquel ser estaba agachado sobre la puerta, con su cabeza calva, bendita cabeza, parecida a la de un pájaro pintado por un esquizofrénico, inclinada sobre la casa para hablar al niño. Estaba desnudo, y su espalda, ancha y oscura, sudaba al encorvarse.

Dentro de la casa, Eugene atrajo al niño hacia sí como un escudo.

—¿Qué sabes, niño?

—¿Papá?

—Te he preguntado qué sabes.

—¡Papá!

La voz de Aaron exultaba. La espera había concluido.

La fachada de la casa se derrumbó hacia dentro. Un miembro parecido a un gancho de carne se deslizó encorvándose bajo el dintel y arrancó la puerta de sus goznes. Salieron volando los ladrillos, que volvieron a caer como en una lluvia; el aire se llenó de polvo y de astillas. Cataratas de luz solar inundaban ahora a las dos empequeñecidas figuras humanas, entre las ruinas de lo que una vez fue oscuridad protectora.

Eugene escudriñó por entre la bruma que formaba el polvo. Unas manos gigantes estaban desgajando el tejado, y donde había habido vigas sólo se veía ahora cielo. Vio miembros altos como torres por todas partes, cuerpos y rostros de bestias imposibles. Estaban echando abajo las paredes que quedaban de pie, destrozando su casa con la misma despreocupación con que él rompería una botella. Dejó escapar al niño sin darse cuenta de lo que hacía.

Aaron corrió hacia la criatura que estaba en el umbral.

—¡Papá!

Lo recibió como un padre a su hijo a la salida del colegio, y echó atrás la cabeza en un arrebato de éxtasis. Un largo e indescriptible grito de alegría brotó a todo lo largo y ancho de su ser. El himno fue coreado por las demás criaturas, que elevaron su volumen para celebrarlo. Eugene se tapó los oídos y cayó de rodillas. La nariz le había empezado a sangrar ante las primeras notas de la música del monstruo, y tenía los ojos llenos de lágrimas que le escocían. No estaba asustado. Sabía que no eran capaces de hacerle daño. Lloraba porque había ignorado aquella eventualidad durante seis años, y ahora que se presentaban en su misterio y su gloria delante de él, no había tenido la valentía de enfrentarse a ellos y conocerlos. Ahora ya era demasiado tarde. Se habían llevado al niño por la fuerza y habían arruinado su casa y su vida. Indiferentes a sus sufrimientos, se marchaban entonando su jubileo, con el chico en sus brazos para siempre jamás.

En el municipio de Welcome, «organización» era el estribillo del día. Davidson no podía sentir más que admiración al ver a aquella gente estúpida y temeraria prepararse para luchar contra obstáculos insuperables. El espectáculo lo crispaba de una manera extraña; era como observar en una película a unos colonos recogiendo un armamento ínfimo y, con mucha fe, enfrentarse a la violencia pagana del salvaje. Pero, a diferencia de lo que ocurre en una película, Davidson sabía que la derrota estaba garantizada. Había visto a los monstruos: inspiraban un temor reverente. Por recta que fuera su causa o pura su fe, los colonos eran pisoteados muy a menudo por los salvajes. Las derrotas sólo dan el pego en las películas.

La nariz de Eugene dejó de sangrar al cabo de una hora, aproximadamente, pero no se dio cuenta. Estaba arrastrando a Lucy, tirando de ella y convenciéndola para que lo acompañara a Welcome. No quería oír explicaciones de aquella mujerzuela, aunque no paraba de balbucear. Sólo podía oír las voces agitadas de los monstruos, y la llamada repetida de Aaron, «papá», a la que respondió una criatura capaz de destrozar casas.

Eugene sabía que habían conspirado contra él, aunque ni siquiera en sus suposiciones más enrevesadas pudo comprender toda la verdad.

Aaron estaba loco, eso sí lo sabía. Y, de alguna manera, su mujer, su Lucy violada, que había sido tan bella y agradable, era un instrumento de la locura del chico y de su propio sufrimiento.

Ella había vendido al niño: eso era lo que casi había llegado a creer. Por algún procedimiento indecible, había negociado con aquellas cosas del subsuelo, y había trocado la vida y la cordura de su único hijo por algún regalo. ¿Qué había obtenido ella por ese precio? ¿Alguna baratija o algo así, que guardaba enterrada en su choza? ¡Dios mío, pagaría por ello! Pero antes de hacerla sufrir, antes de arrancarle los pelos y de embadurnarle los pechos puntiagudos con brea, confesaría. La obligaría a confesar; no a él, sino al pueblo de Welcome, a los hombres y mujeres que se mofaban de sus trompicones de borracho y reían cuando llegaba ante su cerveza. Oirían de los propios labios de Lucy la verdad que se escondía tras las pesadillas que había soportado, y comprenderían, horrorizados, que los demonios de los que hablaba eran reales. Entonces lo perdonarían definitivamente y la ciudad lo volvería a acoger en su seno, pidiéndole perdón, mientras el cuerpo emplumado de la puta de su mujer colgaba de un poste telefónico, fuera de las lindes de la ciudad.

Cuando Eugene se detuvo estaba a tres kilómetros de Welcome.

—Algo se acerca.

Una nube de polvo. En el centro de aquel tropel había una multitud de ojos ardientes.

Temía lo peor.

—¡Jesucristo!

Soltó a su mujer. ¿Venían también a por ella? Sí, probablemente ésa fuera otra de las condiciones del trato.

—Han tomado la ciudad —dijo.

Sus voces llenaban el aire; era insoportable. Iban hacia él por la carretera, como una horda quejumbrosa, se dirigían en línea recta hacia él. Eugene se dio la vuelta para echar a correr, dejando que la mujerzuela escapara. A ella podían cogerla mientras a él lo dejaran en paz; Lucy sonreía al polvo.

—Es Packard —dijo.

Eugene volvió a echar un vistazo a la carretera entornando los ojos. La nube de demonios se empezaba a despejar. Los ojos de su interior eran faros; las voces, sirenas; era un ejército de coches y motocicletas encabezado por el vehículo aullante de Packard lanzado a toda velocidad por la carretera de Welcome.

Eugene estaba perplejo. ¿Qué era eso, un éxodo en masa?

Lucy, por primera vez en aquel día glorioso, sintió una leve duda.

Al acercarse el convoy, redujo su velocidad y se paró; el polvo se asentó, revelando la extensión del escuadrón kamikaze de Packard. Había unos doce coches y media docena de motos, todos cargados de policías y de armas. Una muestra de ciudadanos de Welcome componían el ejército y, entre ellos, se encontraba Eleanor Kooker. Era una impresionante formación de gentes mezquinas y bien armadas.

Packard se asomó por la ventanilla del coche, escupió y habló.

—¿Tienes problemas, Eugene?

—No soy idiota, Packard.

—No digo que lo seas.

—He visto a esas cosas. Lucy os lo contará.

—Sé que es verdad, Eugene; sé que es verdad. No se puede negar que hay demonios en las colinas, está claro. ¿Para qué te crees que he reunido a este pelotón, si no son demonios?

Packard le sonrió a Jedediah, que estaba al volante.

—Por Dios que sí. Les vamos a dar pasaporte para el día del juicio final.

De detrás del coche asomó la señorita Kooker; estaba fumando un puro.

—Parece que te debemos una explicación, Gene —dijo, ofreciendo una sonrisa como excusa.

«Sigue siendo un imbécil —pensó—; casarse con esa perra culona fue su muerte. Qué lástima de hombre.»

La cara de Eugene se iluminó de satisfacción.

—Parece que sí.

—Meteos en uno de los coches de atrás —invitó Packard—, tú y Lucy. Los sacaremos de sus escondrijos como serpientes…

—Se han ido hacia las colinas —dijo Eugene.

—Ah, ¿sí?

—Se llevaron a mi chico. Tiraron mi casa.

—¿Son muchos?

—Una docena o así.

—De acuerdo, Eugene. Súbete con nosotros. —Packard ordenó a un policía que se apeara—. Estarás contento con esos bastardos, ¿eh?

Eugene se volvió hacia donde había estado Lucy.

—Y quiero que sea juzgada…

Pero Lucy se había ido corriendo por el desierto: ya sólo era del tamaño de una muñeca.

—Se ha salido de la carretera —dijo Eleanor—. Se va a matar.

—Morir sería demasiado bueno para ella. —Eugene montó en el coche—. Esa mujer es más ruin que el propio diablo.

—¿Y eso, Eugene?

—Esa mujer ha vendido mi único hijo al infierno.

Lucy se había disipado en la niebla formada por el calor.

—… Al infierno.

—Entonces déjala en paz —sentenció Packard—. El infierno se la llevará tarde o temprano.

Lucy sabía que no se molestarían en perseguirla. Desde que vio los faros de los coches en la nube de polvo, las escopetas y los cascos, supo que le correspondía un papel secundario en los acontecimientos que iban a seguir. En el mejor de los casos sería una espectadora. En el peor, moriría de insolación atravesando el desierto, y no sabría nunca el desenlace de la batalla. A menudo había meditado acerca de la existencia de las criaturas que eran colectivamente padres de Aaron: dónde vivían, por qué habían decidido, en su sabiduría, hacerle el amor a ella. También se preguntaba si alguien más tenía noticia de ellas en Welcome. ¿Cuántos ojos humanos, además de los suyos, habían entrevisto sus secretas anatomías durante aquellos años? Y, naturalmente, se preguntaba si llegaría el día de ajustar las cuentas, de una confrontación entre las dos especies. Y ahora parecía haber llegado sin previo aviso. Y, comparada con ese ajuste, su vida no valía nada.

En cuanto dejaron de verse los coches y las motos, dio la vuelta y se puso a seguir sus propias huellas sobre la arena hasta volver a la carretera. Sabía que no había manera de recuperar a Aaron. En cierto sentido, se había limitado a guardar al chico, aunque lo hubiera concebido. Él pertenecía de una forma especial a las criaturas que habían mezclado sus semillas en el cuerpo femenino para procrearlo. Tal vez fue el instrumento de algún experimento de fertilidad, y ahora habían vuelto los doctores a examinar al niño. A lo mejor se lo habían llevado simplemente por amor. Fueran cuales fueran sus razones, sólo deseaba ver el desenlace de la batalla. En lo más profundo de ella, en una zona que sólo los monstruos habían tocado, anhelaba su victoria, aunque muchos de la especie que llamaba suya murieran como consecuencia.

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