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Authors: Schätzing Frank

Límite (59 page)

BOOK: Límite
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¡Era un varillaje grande y ancho!

Hanna se tambaleó y dejó caer al suelo la caja de herramientas y el aparato de medición. ¿Qué era aquello? El localizador situaba el objeto, por lo menos, a unos trescientos metros hacia un lado. Aquella cosa había estado a punto de aplastarle el visor. Maldiciendo, Hanna empezó a darle la vuelta. Poco después supo que la sonda de localización no tenía la culpa. Aquel montón de chatarra no tenía el menor interés. Era un armazón de cuatro Patas, con tanques calcinados, yacía de lado y, en cierto modo, estaba casi sepultado. Su misión había sido llevar hasta el polo el contenedor que la organización llamaba «el paquete» y que era el encargado de transmitir la señal.

Pero el paquete no estaba allí.

Debía de estar más abajo.

Cuando por fin lo encontró, encallado entre fragmentos de roca, el paquete ofrecía un aspecto lamentable. Partes del revestimiento lateral se habían abierto, las patas y las toberas unidas a los brazos brotaban del interior, en parte torcidas, en parte partidas. Los tanques de combustible colgaban del bajo vientre como grandes huevos de insectos. Por lo visto, el paquete, como estaba planeado, había empezado a desplegar su vida interior, a fin de llegar al lugar determinado, pero entonces había ocurrido algo imprevisto.

Y de pronto Hanna supo también qué había sido.

Su mirada se dirigió hacia las cumbres iluminadas. No tenía ninguna duda de que la unidad de alunizaje había descendido demasiado cerca del borde del cráter. No era nada problemático en sí. Los constructores habían calculado también algunas intolerancias, y entre ellas estaba el hecho de que el armazón y el paquete pudieran despeñarse en el cráter. Las partes mecánicas debían permanecer protegidas hasta que los sensores anunciaran una posición estable o indicaran que el alunizaje había concluido. Luego estaba previsto que el paquete se desprendiera del armazón, que desplegara sus miembros en cuanto se detuviera y continuara avanzando. Por lo visto el aparato había recibido esa orden, sólo que en el momento de desplegar los miembros una parte de la ladera se había desprendido, arrastrando consigo toda la estructura. Las extremidades habían quedado destrozadas bajo la granizada de piedras, y el paquete había perdido su capacidad de maniobrar.

¿Había sido un temblor?

Era posible. Hacía mucho tiempo que la Luna había dejado de ser el lugar tranquilo que se había pensado que era. En contra de la opinión habitual, se producían frecuentes movimientos de tierra. Tensiones desatadas por las enormes variaciones de temperatura y que se manifestaban en violentas sacudidas; aun a grandes profundidades, las fuerzas del Sol y de la Tierra seguían tirando de la piedra lunar, razón por la cual el método empleado en la construcción del hotel Gaia preveía la compensación de sacudidas de más de cinco grados en la escala de Richter. Hanna se puso a trastear las dañadas toberas, por lo menos para que no se dijera que no lo había intentado todo. Tras veinte minutos allí doblado, sudando, tuvo que admitir que no podía reparar los daños. La pérdida de las patas de araña se podía solucionar, pero el hecho de que una de las toberas hubiera sido arrancada en parte y que la otra estuviera desaparecida le presentaba un cuadro poco alentador.

«Mala suerte —pensó Hanna—. Primero el accidente de Thorn, y ahora esto.» Todo eso habría sido tarea suya. Un año antes, Thorn debería haber asumido la responsabilidad por el paquete, pero ahora su cadáver estaba viajando por el universo.

A la espera de nuevas sorpresas desagradables, Hanna retiró el cierre de la tapa situada en el dorso del paquete, abrió el contenedor y alumbró en su interior; todo parecía estar intacto. El canadiense soltó una exhalación de alivio. Perder la carga habría significado el fin, todo lo demás no eran más que situaciones molestas. Entonces tomó en la mano el aparato de medición y verificó las interfaces. Intactas. Nada se había dañado.

Con cuidado, sacó el contenido.

En ese caso, él mismo tenía que llevar el paquete hasta el lugar donde estaba destinado. Tampoco era un problema. La superficie del
grasshopper
ofrecía sitio suficiente. Brevemente, sopesó la posibilidad de informar a quienes le habían encargado la misión, pero el tiempo se le acababa. Además, no había otra alternativa. Tenía que actuar. Era recomendable estar en el hotel antes de que los otros despertaran.

Era recomendable no haberse marchado jamás.

Juegos

27 de mayo de 2025

XINTIANDI, SHANGHAI, CHINA

Jericho se vio de nuevo tumbado en el sofá, junto a dos botellas y una copa en la que quedaban algunos restos secos de vino tinto, así como dos bolsas abiertas de chips de mango. Por un momento no supo dónde estaba. Entonces se incorporó, proceso que sólo logró iniciar en un segundo intento y que le hizo preguntarse a qué se debía esa esponja encharcada que sentía en la cabeza. Luego recordó la gran suerte que tenía. Pero al mismo tiempo sintió cómo se iba ensanchando la vaga sensación de pérdida. Le faltaba algo que, a lo largo de los años, había ido adquiriendo la familiaridad de los latidos de su corazón.

El ruido.

Jamás lo despertaría el estruendo llegado desde los edificios en construcción, ni el tráfico matutino de una autopista de seis carriles volvería a resonar en sus conductos auditivos antes de que el sol asomara. A partir de ese día residiría en Xintiandi, por donde vagaban las hordas de turistas, en efecto, pero ésa era una circunstancia que uno podía soportar a las mil maravillas. Por lo general, los turistas no aparecían jamás antes de las diez de la mañana, y se retiraban a última hora de la tarde a sus hoteles, empapados en sudor y con los pies doloridos, prestos a acopiar fuerzas para la visita nocturna al restaurante. Por las noches, eran principalmente habitantes de Shanghai quienes Poblaban los locales del barrio, los bistrós, los cafés, los clubes, las tiendas y los cines. Pero al domicilio de Jericho no llegaba noticia alguna sobre esas dos invasiones. Era la ventaja de vivir en una casa
shikumen:
fuera, en la calle, podía estar pasando una manada de dinosaurios, que en el interior de la casa reinaban la paz y el silencio.

Jericho se frotó los ojos. Todavía no podía decirse realmente que «viviera» allí. A lo largo del espacioso
loft
se acumulaban todavía las cajas sin desembalar. Por lo menos había conseguido instalar la nueva terminal mediática. El servicio a clientes de la empresa de Tu se la había entregado la noche anterior, de manos de dos ayudantes muy amables que cargaron aquel chisme por la escalera y supieron integrarlo con habilidad en el ambiente de la casa, de modo que ahora uno casi ni la veía. Inmediatamente después, Jericho tuvo que partir hacia aquella visita inesperada al piso de Yoyo, y sólo tras su regreso consiguió hacerle los honores adecuados al nuevo juguete y, aprovechando la ocasión, celebrar su primera noche en Xintiandi. Lo había hecho a lo grande, de lo que daban fe las dos botellas de vino, y había estado todo el tiempo en compañía de Animal Ma Liping y de aquellos niños mancillados y encerrados en jaulas. También se preguntó si Joanna se habría sentido bien en aquella casa, pero finalmente decidió no someterse a esa descabellada aventura del pensamiento.

Era bueno bastarse a uno mismo.

Jericho fue primero a tomar una ducha y sólo luego encendió los sistemas. Habría preferido terminar de desempaquetar las cajas restantes, pero desde el día anterior, además de los fantasmas habituales, poblaban ahora su cabeza el de Tu Tian y el de Chen Hongbing, quienes lo apremiaban a hacer algún progreso en la búsqueda de Yoyo. En un gesto de abnegación, decidió darle prioridad a ese último asunto. Se afeitó, escogió un pantalón ligero y una camisa, cargó uno de los programas que Tu le había grabado en la patilla de sus nuevas gafas holográficas y salió de la casa.

Pasaría la próxima hora en compañía de Yoyo.

Una de las visitas guiadas transcurría prácticamente por el barrio francés, una reliquia colonial del siglo XIX. El barrio colindaba directamente con Xintiandi, sólo estaban separados por una autovía urbana de cuatro niveles. Tras haberla cruzado por debajo y subido de nuevo a la luz del sol, Jericho caminó a lo largo de la animada Fuxing Zhong Lu y activó el programa de detección de voz.

—Iniciar —dijo el detective.

En un primer momento no sucedió nada. A través de la superficie transparente de las gafas apareció un universo de colores y formas familiares. Personas que se deslizaban, caminaban o corrían de un lado a otro. Hombres de negocios que se comunicaban a través de sus móviles y que cruzaban las calles con las miradas puestas en los monitores y los auriculares inalámbricos en los oídos, al tiempo que conseguían la obra maestra de no ser atropellados. Vio elegantes mujeres entrando o saliendo de las
boutiques
de lujo de los alrededores, al tiempo que charlaban o hablaban por teléfono, y también a otras menos elegantes que entraban en manadas en los centros comerciales japoneses o estadounidenses. Grupos de turistas que tomaban fotos de lo que ellos consideraban testimonios auténticos de la época colonial. Entre coches pequeños, monovolúmenes y limusinas, decenas de COD idénticos, los llamados
cars on demand,
tomaban su rumbo hacia la autovía, mientras los vehículos eléctricos y los híbridos serpenteaban por los espacios vacíos que se cerraban antes de que ellos pudieran abrirse paso. Las bicicletas de guardabarros destartalados se entregaban a una competición con futuristas monopatines antigravedad. Buses urbanos y transportes se arrastraban a través de aquella multitud, mientras una formación de vehículos volantes de la policía avanzaba por encima de Fuxing Zhong Lu y, un trecho más adelante, una ambulancia se elevaba, hacía un giro en el aire y volaba en dirección al oeste. Relucientes máquinas privadas y motocicletas volantes, las llamadas
skybikes,
pasaban disparadas por el cielo, llevadas por sus sistemas de conducción del aire. Por todas partes se oía el estruendo, los siseos, las bocinas de los coches, la música, el machacón sonido de los eslóganes publicitarios y las noticias que pasaban por las omnipresentes pantallas de vídeo de gran formato.

Nada, un día tranquilo en un barrio apacible.

La doble T de Tu Technologies apareció ante los ojos de Jericho. La tecnología de proyección del sistema generaba en la retina la ilusión de que el símbolo flotaba a varios metros sobre el suelo en una reproducción tridimensional. Entonces la imagen desapareció, y el ordenador instalado en la patilla de las gafas proyectó a Yoyo sobre Fuxing Zhong Lu.

Era asombroso.

Jericho había visto muchísimas proyecciones holográficas. Las gafas, un cristal arqueado de fibra de vidrio, funcionaban como un cine en 3D que uno sacaba a pasear sobre la nariz. Aquello ya no tenía nada que ver con los primeros y toscos aparatos de realidad virtual. El ordenador, más bien, añadía los objetos y las personas en un entorno natural, generándolas, sencillamente, en el cristal de visión de las gafas. Uno veía a alguien que no estaba presente físicamente. Podía tratarse de personas reales o artificiales y, según el tipo de programa, se las podía ver más lejos o más cerca. En esos entornos creados electrónicamente, esas personas apenas podían diferenciarse de las personas reales. Los problemas empezaban en el mundo real, cuando el ordenador tenía que combinar los movimientos y las reacciones de los avatares con la realidad en tiempo real. Ante un fondo complejo y móvil, las figuras se mostraban transparentes, y la ilusión desaparecía del todo en cuanto alguna persona real cruzaba el espacio en el que el avatar se encontrara en ese instante. Sencillamente, caminaban a través de él. Compañeros virtuales que parloteaban alegremente no sentían nada cuando, en plena charla, eran atravesados por un pesado transporte. Si uno realizaba un rápido movimiento de la cabeza, se movían a continuación, dejando una estela fantasmal. Constantemente había que ajustar el sistema al entorno real y sincronizarlo con el programa, a fin de armonizar apariencia y realidad, un empeño que hasta el momento había estado condenado al fracaso.

Yoyo, sin embargo, apareció sobre la acera, a un ficticio metro al lado de Jericho, sin dejar entrever ninguno de esos rasgos fantasmales de otros avatares. Vestía un ajustado mono de color frambuesa, llevaba discretas aplicaciones y el pelo recogido en una doble coleta; el maquillaje era de colores claros.

—Buenos días, señor Jericho —dijo, sonriente.

Por detrás de ella pasaban con prisa los transeúntes. Yoyo los tapaba. Nada en ella parecía transparente, no se veía ningún elemento desenfocado. La joven se plantó delante de él y lo miró directamente a los ojos.

—¿Echamos un vistazo en el barrio francés? —A través del hueso de la sien, la patilla de las gafas llevaba el sonido de la voz de la joven hasta el oído de Jericho.

—Un poco más alto —dijo el detective.

—Con mucho gusto —repuso la voz de Yoyo, con un poco más de volumen—. ¿Echamos un vistazo en el barrio francés? El tiempo es perfecto, no hay ni una nube en el cielo.

¿Era eso cierto? Jericho alzó la cabeza. Era cierto.

—Eso estaría bien.

—Para mí es un placer. Me llamo Yoyo. —La joven vaciló y le obsequió una miradita que oscilaba entre la coquetería y la timidez—. ¿Puedo llamarlo Owen?

—Por supuesto.

Era fascinante. El programa se había conectado automáticamente con su código de identificación. Lo reconocía y, además, convertía la hora del día en la frase de saludo correcta, analizaba simultáneamente el estado del tiempo. Con esto, los de Tu Technologies habían alcanzado lo máximo que Jericho conocía de otros programas comparables.

—Venga —le dijo Yoyo con jovialidad.

Casi con alivio, el detective comprobó que la chica ya no parecía tener aquella belleza sobrenatural que él había visto el día anterior. De carne y hueso, viéndola reír, hablar y gesticular, se perdía aquella fascinación que había creído ver en los vídeos de mala calidad que Chen le había mostrado. No obstante, lo que perduraba bastaba para trastornar el ritmo de cualquier viejo marcapasos.

Un momento. ¿Había dicho de carne y hueso?

¡Eran bits y bytes!

Era absolutamente asombroso. Mientras Yoyo caminaba por delante de él, el ordenador calculaba incluso la posición correcta de las sombras. No quiso seguir preguntándose cómo el programa conseguía hacerlo, sino que prefirió concentrarse en el paso de la joven, su gestualidad, su mímica. En eso, su guía dobló a la izquierda y empezó a alternar sus miradas entre él y la calle.

BOOK: Límite
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