—¿Has vuelto con tus padres?
—De momento sí. Tengo muchas cosas que contarte y…
La comunicación se cortó. Silvia supuso que se habría quedado sin monedas. Esperó de pie un momento a que volviera a llamar. Joder con la peña… Ella sin curro y Marta se permitía el lujo de dejar un trabajo de puta madre. Había cosas que no conseguía entender. Si ella tuviera la suerte de Marta, podría vivir de maravilla. Viendo que su amiga no volvía a llamar, dejó el móvil sobre su escritorio y regresó al salón.
Aún no había entrado en él, cuando el teléfono sonó de nuevo. Se dio la vuelta con la intención de decirle a Marta que mejor la llamase al fijo. Cuál no fue su sorpresa al ver en la pantalla el nombre de Ángela.
Sus rodillas se convirtieron en gelatina.
—¡Hola, Ángela! —dijo desenvuelta intentando que no notase su nerviosismo.
—Hola —contestó ella en tono serio, circunspecto. Silvia oyó de fondo ruido de tráfico—. Oye, ¿estás en casa?
—Sí, estoy en casa, ¿por? —preguntó extrañada ante su tono de voz.
—Vengo de casa de mi hermana y estoy muy cerca… ¿Te importa que me pase un momento? Me gustaría hablar contigo.
A Silvia le sorprendió. ¿Que quería hablar con ella? Bueno, intuía el motivo, sin embargo le asustaba la forma tan solemne en que lo estaba planteando.
—Vale, vente cuando quieras —le dijo.
—Bien. Estoy allí en un rato.
Colgó el teléfono notando que su corazón latía a mil por hora. Se puso aún más nerviosa de lo que ya estaba y comenzó a dar vueltas por el piso fumando un cigarrillo. En ese momento agradeció haber vuelto a fumar pese a su disposición de dejarlo. Brando, tumbado en el sofá, la miraba con expresión curiosa. Pero cuando sonó el timbre del portal abandonó su cómoda postura para preceder a Silvia en la carrera hasta el telefonillo.
Abrió sin preguntar y esperó a que subiera. Sintió sus pasos cercanos en la escalera y abrió la puerta antes de que pudiera haber llegado a ella. Mientras contenía a Brando agarrándole por el collar. Ángela llegó al umbral. Venía apurada y parecía mantener la actitud sería que tanto le había sorprendido por teléfono.
—Hola —le dijo.
—Hola —le contestó Silvia cerrando la puerta y soltando a Brando que, como era de prever, comenzó a saltar alrededor de la recién llegada—. ¿Qué tal? —añadió en tono de circunstancias.
—Bien… —dijo Ángela con una sonrisa forzada—. Bueno, no tan bien… —Pareció que iba a decir algo más, en cambio sólo se quitó su abrigo.
—Trae, que lo pongo en mi cuarto —le dijo Silvia cogiéndoselo y entrando en su habitación. Ángela la siguió—. ¿Qué es lo que te pasa? —preguntó con extrema inocencia a sabiendas de que era seguro que ella tendría algo que ver en el motivo.
Ángela pareció reírse por lo bajo ante su pregunta. Miró las puntas de sus pies y entrelazó las manos con nerviosismo.
—La verdad es que no sé ni por dónde empezar…
—Bueno, pues empieza por donde tú quieras —contestó Silvia. Estuvo tentada de sentarse en la cama pero pensó que era mejor no hacerlo. Ambas permanecieron de pie.
—No sé, Silvia. No sé, porque puedo estar equivocándome —La miró directamente a los ojos, esa mirada que desarmaba a Silvia y que siempre intentaba esquivar. Esta vez no lo hizo—, pero por otro lado creo que no me equivoco… Y llevo toda la semana dándole vueltas al asunto. Ya sé que hace muy poco tiempo que te conozco pero es que no estoy acostumbrada a este tipo de cosas; en mi vida todo sucede siempre muy rápido, más que en estos días, y nunca me da tiempo a plantearme nada sino que las cosas empiezan y luego me las planteo… Quiero decir, que no sé qué es lo que está pasando aquí, lo que pasa entre tú y yo. Y me gustaría saberlo antes de meter la pata, o para disfrutarlo, o para lo que sea…
Silvia se estaba poniendo muy nerviosa. Sabía a lo que se refería Ángela. Era exactamente lo que le venía sucediendo a ella desde el día que se encontraron en la Fnac. Aunque hubiera una fuerza dentro de ella empeñada en complicarlo todo.
—¿A dónde quieres ir a parar? —le preguntó con candidez, incapaz de evitar la tentación de hacerse la tonta.
Ángela exhaló un breve suspiro.
—Joder, Silvia… Sé que nos acabamos de conocer, que nos hemos visto tres veces pero me gustas. Me gustas mucho. Y una parte de mí me dice que a ti te pasa lo mismo, mientras que otra me dice que soy tonta; y entre una y otra, la verdad es que no sé qué hacer con esta historia… Y creo que lo mejor es decírtelo cuanto antes y dejar las cosas claras.
Ángela había hablado tan rápido y de un modo que a Silvia se le antojaba tan cómico que su primera reacción fue la de echarse a reír. De puro nerviosismo, además. Porque también deseaba echarse a llorar. De nerviosismo también. Al verlo, Ángela se puso aún más seria.
—Perdona… —le dijo Silvia quitándose unas lagrimillas de los ojos—. Perdona, no es que me esté riendo de ti…
—Es que no le vería la gracia —le espetó duramente. Silvia se acercó a ella un par de pasos.
—No, Ángela —volvió a reír—. Joder, ahora yo sí que me siento ridícula… —Ángela la miraba expectante—. Es que a mí… Es que yo… Me estaba pasando lo mismo… Y llevaba todo el día preguntándome por qué coño no me llamabas… Y encima tengo a Jose todo el día diciéndome que a qué espero para hacer algo y… joder… —Silvia no podía contener la risa. Ángela terminó por contagiarse y al poco estaban las dos riéndose a carcajadas.
—O sea que tú también… —le decía Ángela entre risas e hipidos sentándose en la cama.
—Sí… —reía Silvia—. Y Jose todo el día: «¡Pero llámala! ¡Pero queda con ella! ¡Pero haz algo!» —dijo imitando a su compañero de piso.
—Joder, vaya dos…
—Pues sí…
Las risas se fueron transformando en un silencio calmado. Silvia se sentó junto a Ángela.
—Sé que esto suena a comedia romántica pero tú también me gustas. Mucho —puntualizó.
—Vaya, es un alivio… Pensaba que estaba escribiendo el guión yo solita…
—Pues ya ves que no.
Silvia la miró. Un tremendo alivio se había apoderado de ella. La miraba y sentía que todo estaba bien, en su sitio. Sentía calma, tranquilidad. Sin embargo, poco a poco, también iba sintiendo una nueva urgencia, un nuevo nerviosismo. ¿Qué debían hacer ahora? ¿Sellarlo con un beso? ¿Seguir como si nada y dejar que todo surgiera? Ángela tampoco dejaba de mirarla. Pareció leerle el pensamiento.
—¿Y ahora qué? —le preguntó.
—¿Ahora? No sé, a ver qué pasa, ¿no? —fue la única respuesta que se le ocurrió.
—Sí, a ver qué pasa.
Pero Silvia no pudo más. Su cuerpo recorrió los escasos centímetros que le separaban del de Ángela y acercó sus labios a los suyos para besarla.
Y lo que hubiera sido un casto beso con el que sellar el inicio de su relación se convirtió en un beso apasionado y voraz. Parecía que Ángela estaba tan ansiosa como ella. La abrazaba y la besaba hasta dejarla sin aliento.
—Me parece que aquí sobra alguien —dijo parándose de repente.
Ambas miraron a Brando que intentaba subirse a la cama y las miraba apoyando en el colchón sus patitas delanteras al tiempo que meneaba el rabo frenéticamente. Se echaron a reír mientras Silvia se levantaba para sacarle fuera de la habitación.
—Apaga la luz —le ordenó Ángela con voz sugerente mientras cerraba la puerta.
Cuando se volvió hacia ella vio que había encendido las velas de su mesilla. Esas velas que hacía tanto tiempo que no encendía porque no tenía con quien compartirlas. Velas que pasaron de ser un objeto de uso cotidiano a un simple elemento decorativo. Ángela se había recostado sobre la cama y la miraba desde ella dejándose bañar por el resplandor de la luz de las velas que hacía resaltar su cabello rubio.
—Ven aquí —le volvió a ordenar.
Silvia obedeció y se recostó junto a ella. En ese momento no habría podido separarse de ella. Sólo era capaz de besarla, de acariciarla, de atreverse a deslizar las manos bajo su ropa. Hacía mucho que no sentía a nadie tan cerca. Había olvidado lo que era dejarse llevar por el deseo, sentir el peso de otro cuerpo sobre el suyo, dejar que la fueran desnudando poco a poco mientras iban cubriendo su piel de besos, de caricias. Había olvidado los nervios, la inseguridad que otra vez sentía ante esa nueva persona que había decidido acercarse a ella y a su vida.
Cuando las dos estuvieron desnudas, volvió a sentir. Sus cuerpos cálidos, enmarañándose, provocándose placer, gimiendo ante los avances de la otra le hicieron revivir una sensualidad que llevaba dormida mucho tiempo. Pero había algo más. Y es que sabía que no era sólo sexo, que no era sólo una mera atracción física pasajera. Había algo más. Sabía que había sentimientos de por medio. Y eso era lo que luego lo complicaba todo.
Y era justo eso lo que le preocupaba. Lo que le asustaba.
El corazón me palpita. Otra noche en guardia. Otra noche en vela. Me cambio en los vestuarios sintiéndome mareada. Son más de las ocho de la mañana. Sin embargo, pese al cansancio, sé que no podré dormir cuando llegue a casa. Ya vestida, encamino mis pasos hacia la cafetería. Me acodo en la barra. La camarera jovencita me lanza una sonrisa tímida desde el otro extremo al reconocerme. Rauda y veloz, termina de echar leche al café de un enfermero y viene a mí, preguntándome qué tal la noche, mucho jaleo, ¿no? Si es que todos los sábados son iguales, los chicos beben demasiado y claro, pasa lo que pasa, claro, yo, como apenas salgo, estoy un poco alejada de esas historias, si me emborracho con pisar la chapa, te pongo un café con leche, ¿verdad? Asiento con la cabeza. Sí, un café que me mantenga en pie hasta que pueda llegar a casa. Se da la vuelta, carga la cafetera, me mira y vuelve a sonreírme. A veces me pregunto si esa amabilidad será natural. Me pregunto si es que le gustarán las mujeres. Siempre es encantadora conmigo. Y el otro camarero, pobrecillo, se ve que bebe los vientos por ella, parece resultarle invisible. Y mira que él hace esfuerzos por llamar su atención pero ella nada, como quien oye llover.
Bebo el café en dos tragos, aunque ardo por dentro. Abro mi monedero y deposito sobre la barra unas cuantas monedas. Ella me mira y menea con dulzura la cabeza, no, invita la casa. Reticente a volver a guardármelas deslizo las monedas hacia ella, pues para el bote. No espero hasta que las recoja, me despido de ella con una sonrisa cansada más que forzada y me doy media vuelta para salir de la cafetería, para salir al exterior. Atisbo cegadores rayos de sol antes de franquear la puerta y rebusco en mi bolso para coger las gafas. El día en pleno apogeo me golpea en la cara. Intento recordar dónde dejé el coche, sin darme cuenta, hasta pasados varios segundos, de que está aparcado en la acera de enfrente, a unos pocos metros de mí. Cruzo la calle sorteando el tráfico, abro la portezuela y me refugio en su interior ambientado a pino. Suelto el bolso en el asiento del pasajero y me masajeo las sienes cerrando los ojos, tratando de frenar el dolor de cabeza que, inevitablemente, se me viene encima. Luego meto la llave de contacto y pongo rumbo a una casa en la que nadie me espera.
Nadie me espera porque Juanjo habrá ido a jugar al golf con alguno de sus colegas y hoy es el día libre de la asistenta. Dejo el coche en el garaje y subo por las escaleras en penumbra hasta la cocina. Vislumbro sobre la encimera los restos de la lasaña precocinada que Juanjo debió de cenar anoche. Atravieso la cocina dirigiéndome al salón. Me dejo caer pesadamente sobre uno de los sofás de cuero. El sol se filtra por las persianas del ventanal que da al jardín. Miro a mi alrededor asqueada. Una estancia impoluta, como la foto de una revista de decoración. Con sus muebles de diseño perfectamente colocados y acordes con el espacio, sus aparatos de alta tecnología que apenas nadie disfruta, si acaso la asistenta cuando pasa la aspiradora al ritmo de Camela, que siempre me saca de la cama y me lleva a arrastrarme escaleras abajo con cara de niña del exorcista, Encarni, no me importa que ponga música pero baje un poco el volumen, por favor. Un hogar sin alma, un hogar que no es tal sino una amalgama de objetos de atrezzo, un decorado vacío y gélido. Sepulcral. Asilo de dos seres que dicen vivir juntos, compartir un proyecto de vida en común, binomio familiar que vive su vida por separado. Juanjo, atrapado gustosamente por su reputación de afamado psiquiatra, en congresos y convenciones nacionales e internacionales, viajes, comidas y cenas, habitaciones de hotel compartidas con amantes ocasionales o quizá no tanto. Su esposa, médico de urgencias, turno nocturno habitualmente, más por preferencia que por imposición, insomnio voluntario y elegido para no enfrentarse a un tiempo juntos cada vez más escaso, escatimando oportunidades al resurgir de un matrimonio muerto hace mucho tiempo ya.
Observo mi bolso, que yace inerte en mi regazo. Mi mano hace emerger la agenda de sus profundidades. Sólo para ver lo mil veces visto ya. Ese número de teléfono que me quema la visión cada vez que mis ojos se posan en él.
Ese nombre que parece elevarse desde el papel para recorrer todo mi cuerpo, deslizándose por él, acariciándolo, hiriéndolo, provocándome escalofríos, placer, dolor, sumisión, enajenación. Un nombre pronunciado en silencio dentro de mi cabeza durante años con el acento de la culpabilidad grabado en cada una de sus letras. Alguien que me amó en el pasado y que tuvo que salir por la puerta de atrás como una visita no deseada.
Subo al dormitorio. Entro en el baño para tomarme un par de pastillas que me ayuden a alcanzar el familiar sopor del sueño inducido y caigo en la cama sin molestarme en quitarme más que los zapatos.
La volví a ver por casualidad. Esa misma casualidad que a menudo desata tempestades interiores, recuerdos ya olvidados, noches de amantes que dejaron morir el corazón. Hacía años que no la veía, que no tenía la más mínima noticia de ella, fuese bulo o rumor. Ni siquiera sabía que había vuelto a la ciudad. Y verla de repente allí, tan cerca que casi podía tocarla, me hizo zozobrar. Verla, descubrirla, percibirla frente a mí tan radiante, tan feliz, tan igual a como la recordaba, de la mano de esa jovencita, mucho más joven que ella, seguro, al menos en apariencia, cuchicheándose al oído ternezas de amor que mis oídos antes, hace mucho, también escucharon, riendo como colegialas pícaras haciendo novillos una soleada mañana de primavera, pudo conmigo como un tornado que arrasaba mi cuerpo en un solo segundo, sin tan siquiera dejar restos de la catástrofe, llevándose todo consigo, dejándome vacía.