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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (14 page)

BOOK: Lluvia negra
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—Aún no, pero alguien podría estarlo

—Naturalmente —supuso Lang—. Esto te lo ha dado alguien de Los Álamos, ¿no? Sabía que allí estaban trabajando en ello… los muy bastardos. De un modo u otro, esto viene del gobierno… ¿a que sí?

Kaufman dejó el impreso.

—Sería más exacto decir que nos ha venido vía el gobierno.

Lang miró a otro lado, vacilando por un instante, y luego pidió oír la historia:

—Explícamelo.

—¿Has oído hablar del NRI?

—Claro que sí.

—Tenemos un informador en esa organización, situado lo bastante arriba como para poder contarme cosas acerca de su proyecto, y también como para poder retirar estos objetos de su cámara de almacenaje. Aunque lo cierto es que dudo mucho que siquiera se hayan enterado de que les faltan.

Kaufman contempló cómo su científico digería todo lo que le había dicho: el rostro del hombre era tranquilo, calculador. Lang podía ser arrogante a veces, incluso con Kaufman, pero sabía quién le tenía atado con una correa y por qué. Y parecía aceptar lo que le había dicho. Kaufman volvió al asunto que tenían entre manos:

—Hablemos de esos problemas.

Lang asintió.

—Para empezar, los cristales son primariamente de cuarzo. Pero están repletos de unas líneas microscópicas, dispuestas en tramas geométricas precisas. He dicho que son microscópicas, pero eso no es cierto, en realidad no: las líneas son más pequeñas que eso, mucho más… casi de tamaño molecular. Estoy hablando de un grosor de varios angstroms. No sé cómo fueron hechas ni para qué son, pero se comportan como canales de fibra óptica, dirigiendo unas longitudes de onda específicas de luz a través del cristal, mientras que impiden el paso de otras. El efecto sólo es visible bajo una luz polarizada.

—¿De qué longitudes de onda estamos hablando?

—Del espectro de alta energía: violeta, ultravioleta y más allá, posiblemente incluso los rayos X y gamma. Los túneles están presentes en los cuatro cristales y son similares en los cristales que contienen las inclusiones. Pero la trama en los otros dos es mucho menos compleja —Lang hizo una pausa—. Casi parece como si aún estuviesen por hacer. Ya sabes, como unos CD vírgenes. O como un trozo de metal que aún no ha sido trabajado, para convertirlo en una herramienta.

Kaufman asintió con la cabeza, escuchando, pensando.

—¿Alguna idea del proceso que usó el NRI en esas cosas?

Kaufman negó con un gesto.

—Una pena —dijo Lang—, porque el siguiente problema es todavía más peliagudo: los cristales con las líneas más complejas son geométricamente precisos. Y lo que quiero decir con eso es que, a un nivel molecular, las facetas están correctamente dispuestas, tanto en línea como en simetría: cero desviación de una norma teóricamente ideal. En otras palabras: son perfectas.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Que es una imposibilidad física —le explicó Lang—. Todos los cristales muestran distorsiones… todos. Es algo basado en cómo se forman. No importa de dónde vengan: los cristales se generan, molécula a molécula. Y eso es cierto tanto para los que se originan en las profundidades de la tierra, como para los que lo hacen en un laboratorio estéril: siempre hay distorsiones. Pero a éstos no les he encontrado ninguna, y te aseguro que eso es imposible.

La sonrisa de Kaufman se amplió y luego desapareció. El juego se había acabado.

—Te voy a aclarar las cosas: tus conclusiones concuerdan con lo que descubrió el NRI —metió la mano en el bolsillo y sacó uno de los lápices de memoria que le había entregado su contacto—. No te di antes todos los datos porque quería que estudiases eso sin preconcepciones. Y tengo que admitir que lo has hecho muy bien.

Lang agitó la cabeza:

—No lo entiendes… es un enorme problema teórico.

Antes de que Kaufman pudiera contestarle, sonó su móvil y él se echó un poco hacia atrás.

—¿Qué pasa?

—Hemos estado controlando los hospitales, como nos pidió —le respondió una voz con fuerte acento alemán—, y hemos encontrado a un hombre que puede interesarle. Se llama Palmer y está en un pequeño hospital en las afueras de Manaos. Ingresó hace diez días, tras pasar algún tiempo en una clínica río arriba. Aparentemente estaba bastante mal al principio: deliraba, sufría agotamiento, deshidratación y desnutrición, así como una fractura múltiple de su pierna derecha. Pero el caso es que está vivo y está aquí.

—¿Cuál es su historia?

Fuertes traumas, además de otros problemas por haber estado expuesto a los elementos y sin víveres, ése era el tipo de cosas que Kaufman andaba buscando. Sin embargo no casaba del todo: no había nadie llamado Palmer en la lista de empleados de la NRI.

—Compruébenlo —dijo—. Probablemente se trate de un turista engreído, que se cree un gran explorador.

—También pensábamos eso —dijo la voz—, hasta que mencionó a Helios.

Era muy poco corriente que Kaufman se quedase sin palabras, pero, por un instante, guardó silencio. Helios era el dios griego del Sol, un nombre que Kaufman y su contacto habían elegido como palabra clave para emplearla cuando el hombre necesitase ser extraído de la selva pluvial; les había parecido apropiado.

—¿De dónde ha obtenido ese nombre?

—No de nosotros —afirmó la voz—. Empezamos a hablar con él, preguntándole por sus heridas y cómo se las había hecho y, al cabo de un rato, él dijo de sopetón que trabajaba para Helios.

—¿Que trabajaba para Helios? —repitió Kaufman. El nombre era correcto, pero la afirmación errónea—. ¿Está seguro de que ésas fueron sus palabras?

—Absolutamente. Quería saber para quién trabajábamos nosotros y, como no se lo dijimos, nos dijo que él trabajaba para Helios y que deberíamos saber lo que eso significaba. Dice que tiene algo que puede interesarle a Helios. Algo que le dará sólo en persona.

—¿Habéis tratado de convencerle de que os lo dé a vosotros?

—Hemos hecho todo lo posible, pero está en un hospital…

Kaufman se dio cuenta en silencio de su dilema.

—De acuerdo, no le perdáis de vista y aseguraos de que no es un agente del NRI plantado para dejarnos al descubierto. Una vez lo hayáis comprobado, me reuniré con vosotros y, entonces, cuando esté dispuesto, me veré con él. Pero que no se vaya ninguna parte sin nuestra aprobación, ¿entendido?

Cuando el hombre al otro lado de la línea afirmó entenderlo y colgó, el rostro de Lang se había vuelto de un enfermizo tono verdoso. En el silencio del laboratorio, había podido escuchar toda la conversación y su anterior calma se había evaporado.

Kaufman se dio cuenta del cambio.

—¿Sabes por qué te elegí? —le preguntó, metiéndose el móvil en el bolsillo.

—Porque sé más que nadie sobre la fusión fría —le contestó secamente Lang.

—No —le corrigió Kaufman—: porque estás dispuesto a mentir, con tal de probarle al mundo que tenías razón. Creo que ésa es la mejor de tus cualidades.

Lang se mostraba silenciosamente irritado, y Kaufman supuso que el científico estaba tratando de convencerse a sí mismo de que le habían engañado para hundirlo en las aguas profundas en las que ahora se veía nadando. Kaufman sabía que no era así: en el momento en que se hallaba de su carrera, Lang ansiaba el reconocimiento público tanto como él mismo, o tal vez más. Y si ésta era su oportunidad de demostrar que él estaba en lo cierto y el resto del mundo equivocado, entonces, pensaba Kaufman, no iba a dejar que nada se interpusiera en su camino.

—Prepárate —le dijo—. Nos vamos a Brasil.

CAPÍTULO 14

Danielle estaba en pie en la proa del
Ocana
, mirando hacia delante como era su costumbre. Era media mañana del quinto día de su viaje y estaban acercándose al afluente por el que era más probable que hubiesen viajado Culaco y también, en su día, Blackjack Martin. A medida que se iban acercando a su destino, Danielle parecía más concentrada y preocupada. Se daba cuenta de que cada vez hablaba menos, y de que sospechaba de todo lo que la rodeaba: una mirada rara de uno de los hombres de Verhoven, un avión que había pasado casi directamente por encima de ellos y que había parecido entretenerse demasiado por allí.

Se obligó a sí misma a tranquilizarse, tratando de relajarse. Pero, mientras contemplaba el río que se extendía ante ella, divisó un objeto flotando en la superficie, casi directamente en su mismo curso. Había algo extraño en él, algo fuera de lugar. Forzó la vista, tratando sin éxito calcular su tamaño, e incapaz de quitarse de encima la sensación de que se trataba de algún tipo de mal presagio.

—Apaguen el motor —gritó hacia atrás—. Hay algo en el agua.

Su grito llamó la atención de los otros. Verhoven cruzó una mirada con ella y empezó a moverse hacia la parte delantera del barco.

—¿Lo ve? —le preguntó, señalando con el dedo.

—Ajá.

—Bloqueémoslo antes de que pase.

Mientras Verhoven tomaba uno de los largos remos que llevaba el barco, los demás se reunieron a su alrededor.

Carlos, el capitán del
Ocana
, apagó el motor y colocó el barco de lado. Cuando cesó su inercia, el barco se quedó parado y, poco después, el objeto golpeó sin fuerza contra su costado. Verhoven lo atrapó allí con el remo.

Una primera mirada los sorprendió a todos.

—¡Oh, es repugnante! —exclamó Susan.

Para los que no lo podían ver, Danielle se lo explicó:

—Es un cadáver.

Era el cuerpo de un nativo, flotando boca abajo en el agua, rodeado por una maraña de ramas, hojarasca y otros restos flotantes. Sus piernas quedaban sumergidas bajo el agua, dejando sólo visibles la parte trasera de su cabeza y la mitad superior de su torso.

—¿Puede limpiarlo un poco? —preguntó Danielle, con tono gélido y clínico.

Verhoven usó la punta del remo para apartar algunos de los restos. Empujó la maraña de ramas que se había pegado al cadáver y apartó un tronco, de un metro de largo, que flotaba junto a la cabeza del hombre. Lo empujó con el remo, pero el cuerpo también fue arrastrado con el madero, y sus manos subieron a la superficie. Un delgado cordel unía cada muñeca al tronco.

El sudafricano escupió un salivazo de jugo de tabaco por encima de la borda.

—Está atado a esa jodida cosa.

Danielle podía ver los trozos de la burda cuerda indígena en cada muñeca. No era una buena señal, y desde luego era algo que hubiese preferido que no viesen los demás.

Pero lo habían visto, y como los mirones en un accidente de automóvil, se empujaban los unos a los otros para ver mejor, contemplando cómo Verhoven usaba el remo para tratar de maniobrar mejor con aquello del agua. Gracias a sus esfuerzos, el cuerpo se movió y fue girando lentamente, hasta al fin quedar boca arriba. Los mirones lo contemplaron en silencio. El rostro moreno, enmarcado en un cabello negro y mojado, parecía relativamente intacto, como si lo que fuese que lo había matado hubiera decidido no tocarlo, pero el torso mostraba cicatrices de diversos ataques, dos grandes orificios en el pecho, un par de grandes tajos que iban desde su hombro izquierdo hasta su estómago, y un grupo de bulbosas hinchazones: unas ampollas esféricas y negras de la forma y el tamaño de media lima.

Polaski hizo la pregunta que todos tenían en mente:

—Pero, ¿qué es lo que le ha pasado?

Danielle miró a los agujeros del pecho: eran demasiado grandes y circulares.

—¿Son eso heridas de balas?

Verhoven negó con la cabeza:

—Demasiado grandes. No se puede hacer un agujero así, sin que por detrás quede otro del tamaño de un túnel de tren. Y no veo ningún orificio de salida…

Ella necesitaba una opinión médica:

—¿Doctor Singh?

Mientras Singh se movía hacia la parte delantera del grupo, para poder ver mejor, Verhoven ofreció una hipótesis:

—Parece como si lo hubieran atacado con una lanza. Un par de golpes con un palo en punta, quizá.

El doctor Singh se puso en cuclillas al borde de la cubierta del
Ocana
y estudió los agujeros del pecho. Estuvo de acuerdo con Verhoven, haciendo notar que el daño de la piel indicaba movimiento en ambos sentidos:

—Algo entró y luego salió. No atravesó.

Danielle miró a las oscuras hinchazones. Algunas de ellas mostraban roturas desiguales, como si hubiesen estallado. Otras mostraban un corte más limpio, como si las hubiesen sajado a propósito, quizá para que no estallaran. Dirigió la atención de Singh hacia una:

—¿Qué le parece eso? ¿Quizá algún tipo de infección?

El doctor Singh negó con la cabeza:

—No hay descarga —dijo, acercándose todo lo más que podía y olisqueando el aire—. Ni tampoco hay olor a infección. De hecho, no hay mucho olor a nada. Yo diría que este hombre ha muerto recientemente, durante las últimas veinticuatro horas. Y probablemente hace menos.

—¿Y esas hinchazones? —preguntó Danielle, con visiones del grupo cubierto de pústulas bailándole por la mente.

Devers secundó sus temores:

—Sí, por favor. Díganos que no es Ébola o algo así

—Más bien parece una reacción a alguna cosa —le contestó Singh—. Como una quemadura química o la hinchazón que sale tras recibir un golpe, aunque no puedo decirlo con seguridad. Tal vez la piel y los tejidos fueron dañados por un golpe y después se hayan hinchado desproporcionadamente por estar en el agua. Pero no creo que sea por una enfermedad. —Se volvió hacia Devers—: Y el Ébola sólo se encuentra en África.

Devers asintió:

—Es bueno saberlo. El hielo permanente en Siberia, el Ébola en África. ¡La de cosas que estoy aprendiendo en este viaje!

Danielle miró a Devers con rostro severo. Le puso una mano encima y lo apartó de la borda del barco, de vuelta con el resto de la gente.

—Quieto —le ordenó, con una mirada seria. Lo que menos necesitaba ahora era su gimoteo de hiperactivo.

Se volvió hacia el doctor Singh:

—¿Qué más puede decirnos?

—¿Podría ver sus piernas, por favor?

Era más fácil pedirlo que hacerlo. Verhoven estaba usando el remo para impedir que el cuerpo se alejase flotando, y cada vez que disminuía la presión, la débil corriente que se había formado a ese lado del barco comenzaba a moverlo. Se volvió hacia Roemer, que era su mano derecha:

—Coge otro remo.

Roemer lo tomó y fue al lado de Verhoven. Intentó hacer palanca para subir las piernas del cadáver, pero era toda una lucha, y les llevó un minuto darse cuenta del porqué: las piernas estaban atadas a una pequeña red, llena de piedras.

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