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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Lo más extraño (52 page)

BOOK: Lo más extraño
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Cuando el joven se marchó, Aosta me hizo un gesto para que echase un vistazo a las solicitudes de lectura. Un mazo de hojas. En todas figuraba la misma petición:
Maravillas de la vida de los insectos
.

Tardé en reaccionar. Me fijé en las letras. Ya me pasaba de niño, cuando me tocaba escribir en el Cuaderno General, y se me iba el tiempo leyendo lo que otros habían escrito. No conseguí nunca empezar una redacción. Tenía muchas ideas, pero no me llegaban a las manos. Incluso Marcelo Bretón llegó a escribir su cuento. Era muy breve, pero lo escribió. «La señora del pazo gritó a las criadas: “¡Cerrad las ventanas para que no entre el Céfiro!”. Y ellas se echaron a reír. Pero cerraron las ventanas.» Le pregunté a Marcelo quién era el Céfiro y se encogió de hombros. El mundo está lleno de amenazas desconocidas. Yo no dejé rastro en el Cuaderno General. El maestro me abroncaba. Y me golpeaba con la regla en las manos. Ahí tenía razón, ahí acertaba. Las manos se lo merecían, no yo. La de historias que tenía en la cabeza. Pero a los dedos les faltaba ímpetu, ligereza. Voluntad.

—¿Qué les pasa a éstos con los insectos?

—Lo hacen para comerme la moral —explicó Aosta, llevándose el dedo a la sien—. Un trabajo de xilófagos. Subrayan cosas en ese libro. «El tic tac del verdadero reloj de la muerte es el signo nupcial.» Cosas así. ¿A que no sabes qué es el reloj de la muerte?

Sí que lo sabía. Oí muchas noches aquel morse del bicho taladrador de la madera. Y con Comba había oído el sonido del piojo de los libros. El médico le pidió que le limpiase el polvo de la biblioteca y ella me llevó de ayudante. En realidad, se lo había pedido al Capitán, nuestro jefe, el dueño de Estación Real, que era a la vez posada, taberna y ultramarinos. Y estanco. Y hasta barbería, los fines de semana. Yo con estar al lado de Comba, me prestaba a cualquier trabajo. Mataría por ella. Y ahora esa declaración de amor, la de que mataría por Comba, atravesaba el tiempo y me acompañaba en la cárcel como una sombra irónica de las palabras. Porque yo maté por Comba. Eso es lo que hice, sí, no pongas esa cara. Esto último va por Aosta. Cuando me quedo en silencio, rumiando memoria, noto que me estudia, que intenta escuchar mis recuerdos. Y sospecho que ha llegado a una conclusión equivocada.

—¡El pequeño reloj de la muerte! —exclamó Aosta.

Sí, sabía a lo que se refería, pero me callé. Quería que hablase él. Porque hubo un tiempo en que Aosta era una tumba. No abría la boca ni jugando a la baraja. Eso sí que me parecía imposible, chico. Eso no es disciplina. Es un suplicio. Yo me asfixiaría con el propio aliento si no rajo cuando juego una partida. Si no puedo ilustrar, no juego. Pierdes tamaño. No hay hombre. Ahí sí que establezco una conexión perfecta con las manos. Gritas: «¡De Herodes para Pilatos, matando el tres!». Golpeas con el as en la mesa. «¡Las orejas del lobo! ¡Me cago en el Imperio Austro-Húngaro!» El tute cabrón es así. Un espectáculo. Y más en prisión. Un Campeonato de Tute equivale a una Olimpiada. Hace años lo tuve por rival. A él, a Aosta. Cuando no se cruzaba conmigo una palabra. Cuando para él era sólo una sombra. En la partida, Aosta no decía ni pío, y su compañero, claro, le seguía la pauta, porque él entonces era un gerifalte. Jugar sí que jugaba. Colocaba las cartas como un geómetra. Con aquel silencio mudo. Irrespetuoso. Así que un día, el de la final, reventé en medio de la partida.

—¿Pero tú qué clase de terrorista eres, cojones?

Silencio, aquello sí que fue silencio. Toda la cárcel en suspense. Se oyó entonces un ruido inconfundible. No sé de dónde había sacado Aosta el hielo, pero estaba masticando hielo.

—Eres un bocazas —dijo, como quien nombra a su pesar una enfermedad incurable.

Y nada más. Posó su naipe en la mesa con la calma irritante de quien compone un puzle histórico. Demasiada simetría para el tute cabrón. Los insultos se me agolpaban en los nudillos. Las manos se me enrojecieron de blasfemias que circulaban por las arterias. Aguanté. El caso es que, al final, le gané en absoluto silencio. Aosta cumplió con las reglas del Campeonato. El perdedor tenía que llevar durante un mes el presente de un desayuno bien surtido al vencedor en su calabozo. Lo hizo sin faltar un día. Con la competencia de un mayordomo. No añadió jamás una palabra al menú. No me regaló ni un adiós.

Ya dije que Aosta era un jefe. Él y los de su organización se consideraban a sí mismos presos políticos y hacían vida aparte. Yo era un común. Cada vez me parece más rara esa palabra que llevo pegada a los zapatos. Común. Cada común es un mundo. Y la mayoría de los comunes somos muy extraños.

Más tarde me cambiaron de prisión, y no volví a saber de Aosta hasta que vi su foto en un periódico. Se le citaba como uno de los que apostaban por el abandono de las armas. Fui siguiendo sus pasos en los papeles. Por curiosidad. Trataba de imaginarme al hombre más silencioso de la Tierra, sopesando el bien y el mal, intentando convencer a sus camaradas, yo que sólo le había oído decir tres palabras en tres años. Por las noticias me enteré de que estaba casado y tenía un hijo ya adolescente, nacido poco antes de su detención y condena.

Fue con un nuevo traslado de prisión cuando me encontré a Aosta de auxiliar en la biblioteca. En verdad, era quien se ocupaba de ella. No salía de allí, había desaparecido de las noticias, al igual que el plan de paz, y creo que se alegró de verme.

—¿Sabes? Me consideran un traidor —soltó una tarde, después de enseñarme la foto de su hijo—. Él también ha dejado de escribirme.

Había adelgazado todavía más. Los huesos de los pómulos proyectaban sombra en las mejillas. Se le podrían contar las costillas a través de la camisa. Aquel día del incidente con Mac, yo iba a devolverle el original de sus memorias que, en realidad, ya había escrito y mantenía camufladas con una encuadernación antigua, con un título en el que podía leerse
Eclesiastés
.

—¿Qué? ¿Qué te pareció? —preguntó, mirando hacia su obra.

No entiendo de libros, ni de escritores, pero creo que callarse ante esa pregunta debe de resultar demoledor.

—Tal vez sobra un tercio —murmuró él con humildad.

—Al revés, creo que faltan cosas —le dije sin más.

Me había sorprendido que no dedicase ni una mísera línea al Campeonato de Tute. Y me dolió no figurar en sus memorias ni siquiera por haber resistido aquel silencio que estuvo a punto de ahogarme.

—Tú no fuiste —me dijo de repente, dejando el libro a un lado.

—¿De qué me estás hablando?

—Tú no lo hiciste. Está claro.

Sí, había adelgazado más y también se había hecho más expresivo. Sus ojos miraban de frente. Luminosos. Locuaces. Ahora sabía de lo que me estaba hablando, pero disimulé.

—¿Qué es lo que no hice?

—Tú no lo mataste. He estado pensando mucho y sé lo que pasó. Pero no podría escribirlo sin oírlo de tu boca.

Le interrumpí:

—¡Estás jodido de la azotea, Aosta! Van a tener razón tus antiguos colegas. Preocúpate por tu memoria y déjame en paz.

Pero él no se inmutó. Estaba poseído por una especie de paz beatífica, que diría el capellán de la prisión. Era un hombre que ya no pretendía dominar.

—Déjame explicarte cómo fue —me dijo tan tranquilo—. Espera. No te vayas. Escucha. El dueño de la pensión…

—¿Qué pensión?

—Bien, sí, ya sé, era taberna, fonda, ultramarinos, todo eso. El caso es que el dueño intentó abusar de la chica.

—¿De qué chica me hablas?

—¡De la tuya, de Comba! —dijo con una familiaridad que me ruborizó.

—No era mi chica —dije, apenado.

—Para ti, sí. Esperabas dejar de ser invisible algún día. Vivías para eso. Para que un día ella te descubriese.

Sí, estaba loco, Aosta. Todo lo que decía era verdad.

—Él, el que llamabais Capitán, le había echado el ojo desde que entró de criada, casi una niña. Esperaba su ocasión para la caza. Pero le entraron los celos con el médico. Un hombre culto, que la trataba con respeto. Un día le dejó un libro…

—Lo pidió ella, el libro —le aclaré.

—Y una noche, después de cerrar la taberna, el Capitán ordenó que le llevase algo de cenar a la habitación. Que estaba muy cansado, y…

—Sí, así fue —le interrumpí—. Su mujer estaba de viaje, para visitar al padre enfermo. Y él vio su oportunidad. Intentó violar a Comba. Ella gritó. Yo fui corriendo. Luchamos. Intentó disparar con el revólver que guardaba en la mesilla. Conseguí arrebatárselo. Y fui yo quien disparó. Hasta que se acabaron las balas. Y ya está. Todo eso es conocido. Puedes contarlo en tu libro. Por mí, puedes contar lo que te salga de los cojones.

Me sentía sofocado. Eché de menos a aquel Aosta huraño, que me ignoraba como a una sombra común.

—Pero no fue así —sentenció Aosta, tal como me temía—. Él intentó violarla y ella encontró el arma y se defendió. Cuando tú llegaste, él ya estaba moribundo. Tú agarraste el arma. Te declaraste autor. Tan convencido que nadie dudó. Ella, al principio, negaba con la cabeza, pero había perdido el habla. Después, la reclamó una tía desde Uruguay. Y ya no volvió. Ni para el juicio.

—Lo de Uruguay te lo conté yo —le dije con enfado.

—Claro. ¿Cómo lo iba a saber, si no? Tú me contaste todo. De alguna forma, tú me lo contaste.

—¡Y una mierda! Lo maté yo. ¿Vas a robarme esa historia? ¡Es lo único que tengo, cabrón! Como me robes mi vida, te mato.

Agarré el bolígrafo y lo orienté hacia su cuello.

—Lo hiciste por amor —dijo él sin inmutarse—. Es una bonita historia.

Se arrepintió del adjetivo y corrigió:

—Una historia admirable, propia de un héroe.

—Lo que hice, lo sé yo. No hay nada de admirable en aquella noche. Fuerza, violencia y sangre. Un asco. Yo tenía un sueño y se jodió.

Dejé el bolígrafo encima del falso
Eclesiastés,
me di la vuelta y me largué.

—¡Oye! No voy a escribir nada de tu historia —oí que decía a mis espaldas.

—Eso espero —murmuré.

Nos saludábamos al cruzarnos en el patio o el comedor, pero aquélla fue nuestra última conversación carcelaria. Seis meses después, lo trasladaron a una prisión del norte. De nuevo se hablaba de un plan de paz. Redimí parte de mi condena por buena conducta y por jornadas de trabajo en talleres. Esto último no lo tomé como una penalidad. Me gusta trabajar con las manos. Hice algo de carpintería, pero donde encontré mi vocación, por decirlo así, fue como escayolista. Había un tipo que era un genio de las molduras. Sólo hablaba con las manos, haciendo formas con yeso y escayola.

Cuando salí de prisión, no me busqué trabajo como escayolista, pero aquel oficio me sería muy provechoso. Estuve una temporada en Capileira, en Sierra Nevada, en casa de los padres de un amigo ex convicto. No sé por qué, pero me gusta esa palabra. Si algún día tuviese un hijo le llamaría Exconvicto. Aquel lugar, un paraíso humilde, fue para nosotros una resurrección. Cuando se acercaba el verano, acepté los planes de Miguel, el amigo, y bajé con él a la costa mediterránea, a Benidorm. Él tenía allí una peña de amigos que vivían en una nave industrial abandonada, donde se almacenaban sinfonolas y máquinas de juego seriamente averiadas. Es decir, cadáveres de
jukebox
y de tragaperras. Algunos de los ocupantes vivían de hacer milagros reparadores con esas ruinas mecánicas.

Pero Miguel, su novia Nina y yo nos dedicamos a las esculturas en la arena. Ellos tenían experiencia. Dominaban ciertas formas, y conocían figuras de éxito seguro para los paseantes y bañistas que dejaban sus monedas en el sombrero de los artesanos de la arena. Por ejemplo, el toro acostado, vencido, y el matador que se arrodilla delante de él, en un gesto de respeto. Clavaban en el lomo del animal unas banderillas de verdad, muy vistosas, y un pigmento de sangre recorría la piel de la arena.

Después de muchos intentos, conseguí hacer un portal de Belén. La gente se enternecía con la Navidad, incluso en bañador y en verano. Miguel y Nina me animaron, pero creían que con la Virgen y el Niño ya era más que suficiente. Yo quería ir más allá. Que estuviesen también los animales. La mula y el buey. Tenía esa lámina, sacada de un calendario del año que entré en prisión. No era diestro en los pigmentos, pero en cuanto a labrar las facciones había algo en mis manos que tenía complicidad con la arena humedecida.

Nunca pensé que iba a encontrar allí a Aosta. Y era él, sí, una mañana, más bien temprano. Uno de los paseantes madrugadores. Yo estaba humedeciendo con cuidado defensivo el portal de Belén, anticipándome a la descarga ruinosa del sol de Levante.

Levanto la cabeza y de frente está Aosta. Lleva de una correa un perro muy pequeño, fuera de escala, a mi modo de ver. Era rechoncho, el pequeño maltés, con unos labios y ojos que parecían injertos inquietos en la pelambrera.

—¿Has hecho tú eso?

—En parte —dije, mirando atrás al belén—. Ahora estoy de guardián. Por la noche, a veces, vienen cazadores de esculturas. Disparan a las obras. Y a nosotros, si pueden.

—Es genial. Está de puta madre.

—Trabajé mucho la mula. Y el buey. Son los dos que más trabajé. La gente se fija mucho en los animales. El toro muerto, con las banderillas, ése arrasa. ¿Y tú qué haces por aquí?

Se encogió de hombros y me sonrió. Había vuelto el hombre silencioso. Pensé en decirle que era un buen sitio para ser una sombra. Pero yo también me callé.

Durante días, a diferente hora, lo veía pasear. Siempre dejaba una moneda en la gorra del belén. Y yo le hacía un gesto de complicidad muy valorado en la cárcel. Un simple guiño con el ojo izquierdo. En algún papel había leído que Aosta volvía a ser una pieza clave para negociar la paz. Con el tiempo, me fijé en algún detalle. Llevaba guardaespaldas o algo así. A cierta distancia. Un tipo que le precedía y otro que le seguía. Pese a vestir ropa sport, de verano, eran inconfundibles. Ahí sí que no me falla el olfato. Iban con sus gafas de sol y su neceser debajo del brazo. Supongo que con la bicha dentro.

Un día se quedó más tiempo del normal delante de la escultura de arena. Miré en el entorno. Los
secretas
de la escolta no parecían estar hoy a la vista. Desde luego, yo nos los veía, y creo que tengo buena vista para sol y sombra.

—Vuelvo ahora —le dije—. Tengo que ir a por agua para regar la escultura o se hará polvo en pocas horas.

Volvía con la regadera. Pude ver que él permanecía allí, custodiando mi obra. Todo ocurrió muy rápido. Del paseo marítimo descendió un joven con una mochila. Se acercó a él. Gritó: «¡Aosta!». El pequeño maltés soltó un ladrido. Aosta movió la cabeza ligeramente, como para exponer la sien: «Sí, soy yo, hijo». El joven le disparó con una pistola con silenciador y huyó. En realidad, no se fue a la carrera. Caminaba rápido y acabó confundiéndose con otros paseantes, que apuraban el paso con los auriculares puestos. Todos parecían escuchar la misma música.

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