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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Los caminantes (32 page)

BOOK: Los caminantes
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La joven Andrea también se hallaba por la zona; aquella mañana tenía programada la limpieza de la piscina, y para llegar a ella tenía que salir fuera por las puertas dobles que Julián había cerrado sin mucho éxito. Se encontró de frente con la muerte en forma de señora cincuentona exánime, con la mitad de la cara desgarrada. Pingajos de piel muerta colgaban de sus pómulos mortecinos. Gritó y retrocedió, pero la señora la atrapó por un pliego de su amplia camisa hippie. Andrea tiró bruscamente, con tanta fuerza que la vieja camisa, lavada tantas y tantas veces, se desgarró desde la sisa. Sin embargo eso le permitió escapar por donde había venido, ululando como una sirena ronca y gastada.

A no mucha distancia, Moses bajaba las escaleras que le separaban de la recepción saltando los amplios escalones de dos en dos mientras daba la voz de alarma. En su mente, sin embargo, brillaba un único rostro: el de Isabel. Era como si su recuerdo le ofreciera una foto, pero tomada en el momento en que lloraban la muerte de sus amigos en la cloaca de Málaga. Desde el persistente trastero de su memoria, Isabel le miraba con la cara embadurnada de polvo y ojos tristes y abatidos. Tenía que llegar hasta ella, encontrarla y ponerla a salvo costase lo que costase; entonces podría decidir cómo hacer frente a la amenaza que se cernía sobre ellos.

Cuando doblaba el pasillo a la carrera, comenzó a escuchar los gritos. Estaban cargados de un dolor y una desesperación tan profundos que Moses tuvo que apretar los dientes para concentrarse en ignorarlos; no los quería en su cabeza por el momento, si quería tener las fuerzas necesarias para enfrentarse a aquello.

Al llegar al segundo recodo, tuvo que frenar tan en seco que casi pierde el equilibrio y cae sobre su espalda: los muertos estaban delante suya, esparcidos por toda la recepción y avanzando por el pasillo. Se movían con violentos espasmos, y tuvo la sensación escalofriante de estar viendo una película a la que le faltaban fotogramas. Apenas lo vieron, se lanzaron a buena velocidad contra él, presos de una rabiosa excitación. Moses no se esperaba una reacción tan repentina, hacía mucho tiempo que no encontraba zombis en ese estado tan acelerado, y casi se deja coger. Se batió en retirada, dando puñetazos y puntapiés sin mucho control de sí mismo, y volvió por el corredor dándose cuenta de que estaban encerrados: no había salida por ese lado.

En el piso de arriba se encontró con Aranda y otros dos supervivientes que hablaban haciendo grandes gestos con las manos.

—¡Vienen! —anunció Moses, consciente de que le faltaba el aliento.

—¿No se puede pasar? —preguntó Aranda.

—No... son corredores, Juan, ¡y ya vienen!

—Oh, Dios mío... —dijo uno de los hombres con apenas un hilo de voz.

—¡Por aquí! —dijo Juan resueltamente.

Juan les llevó a través de una puerta de metal pintada en el mismo tono azul metalizado de la pared. Estaba dura, y tuvieron que empujarla varias veces con el hombro para hacerla girar. Desde allí, llegaron a un corredor apenas iluminado con luces de emergencia que titilaban, con un zumbido apagado, tras sus protectores de plástico esmerilado.

—Es el distribuidor de emergencia —explicó Aranda mientras corrían—. No podemos salir fuera, bloqueamos la salida hace tiempo, pero sí podemos llegar al otro ala...

Después de recorrer unos treinta metros, encontraron otra puerta similar a la anterior y, de nuevo, trataron de abrirla. Cuando, tras imprimir un nuevo esfuerzo, casi lo habían conseguido, la hoja de metal se les escapó de los dedos y se cerró inesperadamente con un fuerte portazo.

—¡Eh! —protestó uno de los hombres. La habían cerrado desde el otro lado.

—¿Quién está ahí? —gritó una voz tras la puerta.

—¡Eh, somos nosotros! —explicó Juan, acercando la cara a la superficie de metal.

—¡Coño!

Por fin, volvieron a abrir la puerta de metal y encontraron a un grupo de cuatro hombres que les recibieron con ojos desorbitados. Uno de ellos sujetaba una especie de tubería fina de plomo con ambas manos. Sudaba copiosamente, y su lengua, fina y blancuzca, asomaba y desaparecía por entre sus labios como una pequeña e inquieta víbora.

—¡Juan, son los zombis! —dijo uno de ellos al ver de quién se trataba.

—Lo sé...

—Perdonad, pensamos que querían entrar por aquí también y... y... —dijo otro, hablando con rapidez.

—Ya... —le cortó Juan, abriéndose paso entre los hombres—. ¿Dónde están los chicos del Escuadrón?

—¿El... Escuadrón?... ¡Ah!... Yo... no lo sabemos, nosotros... Juan y Moses intercambiaron una breve mirada y corrieron por el pasillo que distribuía las habitaciones que se usaban como dormitorios. La mayoría de los supervivientes estaban ya fuera de sus pequeños cubículos, intercambiando excitadas impresiones con nerviosismo y corriendo de un lado para otro. Al ver pasar a Juan, las miradas se centraban en él, como si esperasen que los liderase en alguna loca batalla final contra los espectros. Pero Juan fue directo al fondo del corredor, donde estaban las habitaciones de los que hacían las rondas nocturnas. Eran las más alejadas, para asegurarse de que quienes las usaban podían descansar correctamente mientras fuera regía la actividad diurna. Estaba seguro de encontrar allí a los chicos.

—¡Eh, Susana! ¡José! —gritaba, mientras llamaba a las puertas con el puño cerrado. Moses se unió a él, golpeando con ambos puños—. ¡Uriguen!

Susana fue la primera en salir, abriendo la puerta con un rápido movimiento. Tenía los ojos enrojecidos, propios de los que han caído en un sueño profundo pero insuficiente, y vestía únicamente una larga camiseta que le llegaba hasta las rodillas.

Aranda la encaró.

—Son los zombis —dijo—. Han entrado.

XXXV

Mientras su particular elenco de verdugos del Señor tomaba el edificio, el Padre Isidro había salido fuera de nuevo. A su lado, uno de los zombis se sacudió como si una mano invisible le hubiera abofeteado; pequeños jirones de su desgastada chaqueta salieron despedidos a la altura del hombro junto a una opaca llovizna de carne y polvo de un color borgoña oscuro. Un segundo más tarde le siguió el sonido del disparo que lo había provocado; era un tirador, uno de los centinelas apostado en una de las torres de iluminación del recinto. Sonrió con desdén; era tan mal tirador como cabía esperarse de un asqueroso impío, ¿y acaso Dios no lo protegería a él, de todas maneras, incluso de los proyectiles forjados por las manos del pecado?

Caminó resueltamente, zigzagueando entre el numeroso grupo de espectros que estaba ya por todas partes. Un relámpago restalló en el cielo, arrancándole un brillo maléfico en sus ojos grandes y crueles. Volvió a entrar por otra pequeña puerta que conducía a la piscina cubierta, arrastrando a uno de los zombis consigo, y desde allí accedió a los sótanos de mantenimiento donde tampoco se encontró con nadie debido a la hora temprana.

El Padre Isidro sabía perfectamente dónde estaban instalados los generadores que mantenían la electricidad en todo el complejo porque él ya había visitado Carranque en el pasado, hacía algunos años. Fue invitado por la Fundación Deportiva Municipal junto con otros miembros de la Iglesia para orquestar un plan de fomento del deporte entre los niños catequistas, y habían sido muy pródigos en enseñarles todos los entresijos y detalles de sus instalaciones.

Allí abajo, encontró las diversas máquinas zumbando con gravedad en las tinieblas del sótano. Tenían varios modelos diferentes: unos grandes, industriales, que emitían una vibración ostentosa, y otros más pequeños, colocados alrededor en diversos ángulos. Una miríada de cables interconectaban las diferentes máquinas a un aparato eléctrico en la pared.

El Padre Isidro caminó despacio hacia el panel mientras una mueca aséptica curvaba sus labios hacia arriba.

En el interior del edificio, Aranda y el resto tenían problemas. Mientras el Escuadrón era arrancado de los brazos de Morfeo y volvía a vestirse con sus habituales trajes de combate, el resto de los supervivientes arrastraba colchones y somieres hacia el corredor, intentando frenar el avance de los muertos vivientes que subían por la escalera. Eran mucho más difíciles de manejar que los espectros a los que estaban acostumbrados: más fieros, fuertes, rápidos e imprevisibles; llevaban esperando demasiado tiempo tras las alambradas y habían sido testigos de disparos y muertes, por no hablar del espectacular fuego que ardió toda la noche. Sus monótonos cloqueos se habían trocado ya en chillidos histriónicos que se instalaban en la cabeza y no te dejaban pensar en nada más. Estaban frenéticos, y buscaban con un ansia atroz la cálida y viva carne de aquéllos que tenían ante sí.

—¡Es imposible pasar por ahí! —le dijo un hombre a Aranda, intentando hacerse oír por encima de los gritos. La escena era de pesadilla: los supervivientes intentaban mantener los grandes colchones en posición vertical formando una barrera contra los zarpazos y dentelladas de los zombis, pero éstos tironeaban, agarraban y empujaban con una violencia desmedida. Tenían que hacer oposición con al menos cinco hombres, pero aun así perdían terreno, centímetro a centímetro, lenta pero inexorablemente.

En el distribuidor a las habitaciones, Moses buscaba afanosamente a Isabel. A todos les preguntaba, mirándoles a los ojos para forzarles a recordar pese a la situación en la que se encontraban. Pero nadie parecía haberla visto.

—¿Cuántos son? —preguntó José, apareciendo por el pasillo con el cañón del fusil dirigido hacia el suelo.

—Son muchos... —contestó Aranda—. ¿Cuántas balas tienes ahí?

—Cuatro cargadores, unos cien disparos.

—¿Podemos abrirnos paso hasta abajo? Tenemos que llegar abajo para restaurar el control antes de que acaben esparcidos por todo el maldito edificio.

—Mierda... la enfermería... —dijo José, abriendo mucho los ojos. Pensaba en Dozer, Jaime, y quien quiera que estuviese de guardia allí.

—Lo sé, pero no nos pongamos nerviosos... ¿Podemos llegar abajo?

—Seguro que sí... —dijo Susana, que acababa de llegar hasta ellos—. Yo tengo tres cargadores más. Uriguen no tiene su fusil, se tomó su tiempo para devolverlo al almacén antes de irse a dormir.

—¡Mierda! —espetó José.

—Tú y yo.

—¡Vamos, vamos...! —soltó José, abriéndose paso entre la tercera y segunda fila de hombres que ayudaban a que los colchones no cedieran.

Intentó encontrar un hueco por el que brindarse un objetivo, pero no resultó ser una tarea fácil: los colchones estaban sometidos a una pugna endiablaba, y se movían continuamente bloqueando los huecos que iba encontrando. Por fin, hicieron pasar una silla hasta la primera línea de combate y, encaramándose a ella, tuvo línea directa con los sitiadores. Desde allí abrió fuego, una, dos, seis veces, todos ellos disparos certeros en la zona de la cabeza; los cuerpos, privados ya del hálito endemoniado que los movía, caían al suelo desmadejados, unos sobre otros, formando un cúmulo sangriento y espeluznante.

—Isabel... ¡Isabel estaba arriba con nosotros! —le contaba una mujer a Moses en ese mismo momento—. Nos ayudó a desplegar los contenedores para la lluvia. ¡Estaba en la azotea!

Moses, invadido por una nueva oleada de pánico, arrancó a subir los peldaños de la escalera. Su cabeza le decía que de eso hacía ya demasiado tiempo como para que no hubiera bajado todavía. Cuando había ascendido ya dos tramos completos, se regaló con la visión de Isabel que, aunque temblorosa y cabizbaja, bajaba ayudada por Michelle.

—¡Isabel! —llamó, sintiendo un repentino escozor en los ojos; las lágrimas pugnaban por salir.

—Elle, est elle?... —dijo Michelle a caballo entre el francés y el español—. Ella es OK...

Pero Isabel, que había escuchado la voz de Moses, se tiró literalmente a sus brazos, entregada a una llantina desconsolada. Moses la recibió, rodeándola con un fuerte abrazo mientras le susurraba al oído que todo iba a salir bien, que todo estaba bien, y que no había de qué preocuparse.

Michelle esperó un tiempo prudencial. Los disparos de José, extrañamente rítmicos, ascendían por el hueco de la escalera, restallando con ecos arrastrados.

—Les morts, sont ils morts? —preguntó al fin.

Moses asintió levemente.

—Están en las escaleras, pero están acabando con ellos, con los fusiles...

—Fusiles... —repitió Michelle, algo confusa.

Moses se separó de Isabel.

—¿Estás bien? —preguntó, buscando sus ojos.

—S... Sí. Estoy bien —respondió, todavía balbuceante—. Ahora estoy bien. No quería... no quería bajar. Yo... no sabía dónde estabas y...

—Estamos todos juntos, ya verás. ¿Quieres quedarte aquí arriba? Pero Isabel le miró con ojos enrojecidos. Era una mirada directa, con determinación.

—No. Quiero ir contigo.

Moses pareció considerar las posibilidades unos instantes.

—De acuerdo... —dijo al fin—. Vamos a bajar. En ese momento, la luz se apagó.

La contienda en la escalera se complicó muchísimo a partir de ese momento. Los fogonazos del fusil al descargar los disparos eran la única fuente de luz que tenían como referencia. José aprovechaba estas ráfagas para apuntar al siguiente objetivo, pero los espectros se movían como una ola, siempre cambiantes, y sus disparos comenzaron a ser no tan certeros. Cada estallido lumínico traía una nueva imagen de horror, como pequeños instantes capturados en una fotografía, y se daba perfecta cuenta de que ya no les acertaba en la cabeza, única posibilidad de abatirlos. Un disparo hizo volar la mandíbula de algún desdichado, el siguiente arrancó de cuajo un trozo de cuello del zombi que tenía inmediatamente delante, pero el tercero se perdió sin que hubiera tenido repercusión alguna.

—Ese hijo de puta está en el sótano de mantenimiento, con los generadores... —dijo Aranda, más para sí mismo que para los demás. Sin embargo, era imposible llegar hasta allí sin limpiar las escaleras. Apretó los dientes con fuerza. Blam. Blam. Los fogonazos conferían a la escena un tinte macabro en blanco y negro, y el aire se llenó del aborrecible hedor de la pólvora y la sangre.

En el edificio anexo, que se usaba como enfermería, las cosas no iban mejor. Carmen, o Carmencita, como la llamaban todos, había dado un buen respingo cuando el primer disparo le hizo levantar la vista de la vieja novela que estaba leyendo. El sonido era definitivamente diferente del de un trueno, más breve, más intenso, como el de un petardo que retumba en la acera de una calle. Sin embargo, llovía con demasiada intensidad como para que alguien estuviese haciendo prácticas de tiro, y sabía perfectamente que los chicos del Escuadrón de la Muerte estaban esa noche llevando a cabo su misión.

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