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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (4 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–¿Tenéis un buen fabricante de herramientas? ¿Y un tallista de pedernal? –preguntó Jondalar, contento e interesado. Su arrebato de celos había desaparecido ante la posibilidad de encontrarse con otra persona hábil en su propio oficio.

–Sí, y también es el mejor. El Campamento del León es famoso. Tenemos el mejor tallista, el mejor fabricante de herramientas y el Mamut más anciano –declaró el jefe.

–Y un jefe tan corpulento que todos se declaran de acuerdo con él, aunque no lo estén –agregó Ranec, con una sonrisa irónica.

Talut también sonrió, conociendo como conocía la tendencia del hombre moreno a rechazar las alabanzas de sus tallas. Eso no impedía que Talut se vanagloriase, pues estaba orgulloso de su Campamento y no vacilaba en proclamarlo.

Ayla observaba la sutil relación entre los dos hombres: el mayor, un gigante de pelo flamígero y claros ojos azules; el otro, oscuro y compacto. Comprendía también el profundo vínculo de afecto y lealtad que compartían, aunque fueran tan distintos. Ambos eran cazadores del mamut; ambos, miembros del Campamento del León, de los Mamutoi.

Caminaron hacia la arcada que Ayla había visto antes. Parecía abrirse hacia una colina, tal vez a una serie de ellas, incorporadas a la pendiente que daba al gran río. Ayla había visto que la gente entraba y salía por allí. Por lo tanto, debía de ser una cueva, algún tipo de vivienda. Sin embargo, parecía hecha completamente de tierra. Aunque bien apisonada, en algunos sitios dejaba crecer la hierba, sobre todo en el fondo y los laterales. Se confundía tan bien con el panorama que, descartando la entrada, resultaba difícil distinguirla.

Al inspeccionarla mejor, notó que la cima redondeada del montículo era depósito de varios objetos curiosos. Y entonces vio uno en especial, justo sobre la arcada, que la dejó sin aliento.

¡Era el cráneo de un león de las cavernas!

Capítulo 2

Ayla estaba escondida en una diminuta hendidura, abierta en la muralla de roca dura, con la vista fija en la garra de un enorme león de las cavernas que se estiraba hacia ella. Aulló de miedo y dolor cuando las uñas encontraron su muslo desnudo y trazaron en él cuatro cortes paralelos. El Espíritu del Gran León Cavernario la había escogido, marcándola para demostrar que él era su tótem (así lo había explicado Creb), después de una prueba mucho más dura de lo que incluso un hombre podía soportar, aunque ella era sólo una niña de cinco años. Una sensación de tierra estremecida bajo los pies le provocó una oleada de náuseas.

Sacudió la cabeza para borrar el vívido recuerdo.

–¿Qué pasa, Ayla? –preguntó Jondalar, notando su inquietud.

–Acabo de ver ese cráneo –respondió ella, señalando el adorno colgado sobre la puerta– y me he acordado de cuando fui elegida. ¡El León Cavernario es mi tótem!

–Nosotros somos el Campamento del León –anunció Talut con orgullo, aunque ya lo había dicho.

Si bien Talut no les comprendía cuando hablaban en el idioma de Jondalar, notó el interés que les causaba el talismán del campamento.

–El león cavernario tiene un fuerte significado para Ayla –explicó Jondalar–. Dice que el espíritu del gran felino la guía y la protege.

–Entonces os sentiréis cómodos aquí –Talut dedicó una sonrisa a la mujer, complacido.

Ella reparó en que Nezzie había cogido en brazos a Rydag y volvió a pensar en su hijo.

–Creo que sí –dijo.

Antes de entrar, la joven se detuvo a examinar el arco de ingreso; sonrió al descubrir cómo se había logrado su perfecta simetría. Era simple, pero a ella no se le habría ocurrido. Dos grandes colmillos de mamut, provenientes de un mismo animal o de ejemplares de igual tamaño, habían sido firmemente clavados en tierra, con las puntas enfrentadas entre sí y unidas en lo alto del arco, dentro de una funda hecha con una sección hueca y corta de un hueso de la pata.

Cubría la entrada una pesada cortina hecha con cuero de mamut. La abertura era bastante alta; el mismo Talut, que apartó la cortina, pudo entrar sin agachar la cabeza. La arcada daba a una espaciosa zona de ingreso, con otro simétrico arco de colmillos y otra cortina de cuero situada justo enfrente. Descendieron hasta encontrarse en un vestíbulo circular, cuyas gruesas paredes se curvaban hacia arriba, formando una bovedilla.

Mientras lo cruzaban, Ayla reparó en las paredes laterales, que parecían ser un mosaico de huesos de mamut; estaban cubiertas de vestimenta exterior, colgada en cuñas, junto con varios utensilios. Talut retiró la cortina interior, cruzó la arcada y sostuvo el cuero para dejar paso a sus huéspedes.

Ayla volvió a descender y se detuvo, asombrada, sobrecogida por la impresión de aquellos objetos desconocidos, extraños y de colores intensos. Gran parte de lo que veía le resultaba incomprensible, por lo que se aferró a lo que tenía sentido para ella.

El espacio en donde estaban tenía, cerca del centro, un gran hogar. Encima de éste se asaba un enorme pedazo de carne, atravesado por una vara larga. Cada extremo de la vara descansaba en una hendidura tallada en la rodilla de un hueso de pata de mamut pequeño, clavado en tierra. Del asta mayor de un venado se había obtenido una horquilla, convertida en una manivela, por medio de la cual un niño hacía girar la carne. Era uno de los que se habían quedado para observar a Ayla y a Whinney. Ella, al reconocerle, le sonrió. El niño le devolvió la sonrisa.

Al acostumbrarse sus ojos a la penumbra interior, la sorprendió la amplitud de aquel alojamiento limpio y confortable. El hogar era sólo el primero de toda una serie de ellos, que se extendía por el centro de una estancia larga, en una vivienda que sobrepasaba los veinticuatro metros de longitud y medía casi seis de anchura.

«Siete fuegos», contó Ayla para sí, apretando los dedos contra la pierna, con disimulo, mientras pensaba en las palabras de contar que le había enseñado Jondalar.

En el interior hacía calor. Los fuegos calentaban la vivienda semisubterránea más de lo que solían calentar las cuevas a las que ella estaba habituada. En realidad, aquello era bastante abrigado; notó que varias personas, hacia el fondo, estaban vestidas con ropas livianas.

Sin embargo, en la parte trasera no faltaba luz. El techo tenía más o menos la misma altura en toda su longitud: unos tres metros y medio, con agujeros para el humo sobre cada fuego; esos agujeros dejaban pasar también la luz. Cruzaban el techo vigas hechas con huesos de mamut, de las que pendían ropas, utensilios y comida, mientras que para la parte central se habían utilizado astas de reno entrecruzadas.

De pronto, Ayla captó un olor que le hizo la boca agua. «¡Carne de mamut!», pensó. No había probado la rica y tierna carne de mamut desde que abandonara la cueva del Clan. Pero también había otros deliciosos aromas de cocina; algunos familiares, otros no, todos se combinaban para recordarle que tenía hambre.

Mientras les conducían a lo largo de un pasillo cuidadosamente apisonado, que corría por medio de la estancia, junto a varios hogares, Ayla reparó en varios bancos anchos que sobresalían de las paredes, sobre los que se amontonaban las pieles. Algunas personas se habían sentado en ellos para descansar o conversar. Se dio cuenta de que la miraban al pasar. Había más arcos hechos con colmillos de mamut a ambos lados; se preguntó adónde llevarían, pero no se atrevió a preguntar.

«Es como una cueva», pensó, «una cueva grande y cómoda». Pero los colmillos arqueados, los largos huesos de mamut utilizados como postes, soportes y muros, le hicieron comprender que no se trataba de una cueva natural. ¡Alguien la había construido!

La primera zona, en donde se estaba preparando el asado, era más grande que el resto, y también la cuarta, adonde Talut les condujo. A lo largo de las paredes había varios bancos para dormir, descubiertos y aparentemente sin usar; allí era posible ver cómo estaban construidos.

Al excavar el suelo se habían dejado anchas plataformas de tierra, justo por encima del nivel de éste, a ambos lados, sostenidas estratégicamente con huesos de mamut. Otros huesos cruzaban la superficie de la plataforma; los espacios entre ellos se habían rellenado con hierba seca, a fin de que el conjunto levantara y sostuviese los jergones de cuero blando, rellenos de lana de mamut y otros materiales mullidos. Añadiéndoles varias pieles, las plataformas se convertían en cálidos y cómodos asientos o camas.

Jondalar se preguntó si el hogar al que les conducían estaría desocupado. Parecía desnudo, pero tenía la sensación de que alguien vivía en él, a pesar de las plataformas vacías.

En el hogar ardían las brasas; en algunos bancos se apilaban pieles y cueros, y de las cuñas pendían hierbas secas.

–Los visitantes generalmente se hospedan en el Hogar del Mamut –explicó Talut–, siempre que Mamut no se oponga. Se lo preguntaré.

–Pueden quedarse, por supuesto, Talut.

La voz provenía del banco vacío. Jondalar giró en redondo, mirando fijamente hacia uno de los montones de pieles, que se estaban moviendo. Dos ojos relumbraron en una cara marcada, sobre el pómulo derecho, con cheurones tatuados que caían en los surcos y zurcían las arrugas de una increíble vejez. Lo que él había tomado por la piel de un animal resultó ser una barba blanca. Dos piernas largas y flacas, hasta entonces cruzadas, se descruzaron para apoyarse en el suelo.

–No te sorprendas, hombre de los Zelandonii. La mujer sabía que yo estaba aquí –dijo el anciano, con voz fuerte, que apenas denotaba su avanzada edad.

–¿Es cierto, Ayla? –preguntó Jondalar.

Pero ella parecía no oírle. Ayla y el anciano se hallaban absortos, mirándose mutuamente como si cada uno buscara el alma del otro. De pronto, la joven se dejó caer al suelo frente al viejo Mamut, cruzando las piernas, con la cabeza inclinada.

Jondalar quedó intrigado y abochornado. Ella utilizaba el silencioso lenguaje de señales que, según le había contado, empleaba la gente del Clan para comunicarse. Ese modo de sentarse era la postura de deferencia y respeto asumida por una mujer del Clan para pedir permiso antes de expresarse.

Hasta entonces sólo una vez la había visto en aquella postura: al tratar de decirle algo muy importante, que no lograba comunicarle de otro modo, cuando las palabras que él le había enseñado no eran suficientes para expresar sus sentimientos.

Se preguntó cómo era posible que algo se expresara con más claridad mediante gestos y ademanes que con palabras, pero mayor había sido su sorpresa al saber que aquellas personas se comunicaban, después de todo.

Sin embargo, lamentaba que Ayla hubiera hecho aquello. Enrojeció al verla usar en público las señales de los cabezas chatas. Habría querido correr a levantarla, antes de que los otros la vieran. Aquella postura le hacía sentirse incómodo, era como si ella le estuviera ofreciendo la reverencia y el homenaje debidos a Doni, la Gran Madre Tierra.

Para Jondalar era algo privado y personal, sólo entre ellos, algo que no debía exhibirse ante los demás. Una cosa era hacerlo con él, cuando estaban solos, pero ahora debía causar una buena impresión en aquellas personas. Él quería que Ayla les gustara; no convenía que conocieran su historia.

Mamut fijó en él una mirada aguda. Luego la volvió hacia Ayla y la estudió por un momento. Por fin se inclinó para darle unas palmaditas en el hombro.

Ayla levantó la vista y vio los ojos sabios, afectuosos, en un rostro estriado por finas arrugas y suaves bolsas. El tatuaje del pómulo derecho le dio la fugaz impresión de que la cuenca ocular estaba oscurecida y de que faltaba el ojo. Por un segundo creyó que aquel hombre era Creb. Pero el santo anciano del Clan que, con Iza, la habían criado y atendido, estaba ya muerto, y también Iza. ¿Quién era, entonces, aquel hombre que evocaba en ella sentimientos tan poderosos? ¿Qué hacía ella sentada a sus pies, como una mujer del Clan? ¿Y cómo había sabido él dar la respuesta adecuada del Clan?

–Levántate, querida. Más tarde hablaremos –dijo el Mamut–. Necesitas tiempo para comer y descansar. Éstas son camas, lugares para dormir –indicó los bancos, como si supiera que ella necesitaba explicaciones–. Por allí hay más pieles y jergones.

Ayla se levantó graciosamente. El observador anciano detectó en el movimiento años de práctica, y agregó aquel nuevo dato a su creciente conocimiento de la mujer. Aquel breve encuentro le había servido para averiguar más cosas sobre Ayla y Jondalar de las que nadie sabía en el Campamento.

Claro que contaba con una ventaja: él estaba mejor informado que sus compañeros acerca del lugar de donde Ayla provenía.

El asado de mamut había sido llevado al exterior, en una bandeja hecha con un gran hueso pélvico, junto con varias raíces, verduras y frutas. Disfrutarían de la comida a la luz del sol poniente. La carne estaba tan rica y tierna como Ayla la recordaba, pero cuando la comida fue servida, pasó un momento difícil. No conocía el protocolo. En ciertas ocasiones, habitualmente las más formales, las mujeres del Clan comían apartadas de los hombres. Sin embargo, lo normal era sentarse en grupos familiares; de todos modos, aun entonces se servía primero a los hombres.

Ayla no sabía que los Mamutoi honraban a sus huéspedes ofreciéndoles el trozo escogido en primer término; tampoco sabía que, según dictaba la costumbre, como muestra de respeto hacia la Madre, una mujer tomaba el primer bocado. Cuando sacaron la comida, Ayla se entretuvo, manteniéndose detrás de Jondalar, mientras observaba a los otros tratando de no llamar la atención. Hubo un instante de confusión; todo el mundo esperaba que la joven comenzara, mientras que ella trataba de esconderse.

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