Los cipreses creen en Dios (8 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Él se indignó, y sin pensarlo mucho lanzó un discurso que le salió magistral, diciéndoles que era la primera vez que veía a unos seres humanos reírse de un hombre que lucha y vence. El argumento rebotó en la risa de los empleados; sin embargo, el de los cupones confesó que la postura de Ignacio tenía cierta dignidad.

Ignacio se dio cuenta en seguida de que era muy inexperto. Aquella gente proyectaba sobre muchas cosas un foco de luz muy violenta, que sacaba a flote su ángulo ridículo. En sus diálogos usaban mucho la frase: «¿Os acordáis de…?» Evidentemente, eran personas mayores que él, que tenían un pasado.

Los más parecían ateos. Hablaban de Dios con ironía de caracol resentido. Empleaban los más extraños argumentos: «¡Que venga y compruebe estas sumas con los ojos vendados!», decía uno cuando las cuentas no le salían. «¡Que convierta este tintero en un jamón!», provocaba el empleado bajito, que siempre tenía hambre.

El más consciente de los ateos tal vez fuera el de la correspondencia. Se llamaba Vila, aunque todo el mundo le llamaba por su nombre y apellido, Cosme Vila, no se sabía por qué. Era un hombre de unos treinta y cinco años, cuya cabeza, a la luz de la lámpara de mesa, cobraba un volumen extraordinario. Siempre miraba las paredes del Banco como si todo aquello fuera provisional para él. Cada frase suya tenía tres o cuatro sentidos. Con frecuencia se inhibía por completo de las preocupaciones de los demás y se ponía a leer folletos, que escondía bajo la máquina de escribir.

Hablando de religión, era de una dureza inconcebible, que a Ignacio le sentó mal desde el primer momento.

—A ver, a ver, cuéntame cosas del Seminario. ¿Qué os decían, por ejemplo, de la Virgen? Ya os dirían que tuvo varios hijos, ¿no?

Ignacio en varias ocasiones, le suplicó que le dejara tranquilo. Por último, al ver que el empleado insistía metiéndose incluso en detalles íntimos de su conciencia, le dijo:

—¿Verdad que yo no te pregunto si crees en el diablo o no? Como vuelvas a molestarme en mis cosas te partiré la máquina de escribir en la cabeza.

Éste era el doble juego del muchacho. Su brusca entrada en el mundo de los seres libres le había producido tal conmoción, que se abrían brechas a su felicidad. La sensibilidad le jugaba malas pasadas. De ahí que mientras en el Banco se dedicaba a defender con valentía y aun fanatismo sus convicciones, precisamente a causa de la hostilidad que encontraba, en su casa procedía a la inversa, sin darse a sí mismo explicación aceptable. En su casa no quería confesar que su contacto con aquella gente constituía de momento una especie de fracaso. Por el contrario quería dar a entender que estaba aprendiendo muchas cosas. Y cuando su madre le advertía que a todo cuanto oyera opusiera su fe, él contestaba que sí, que desde luego, pero que ahora veía claro que muchas cosas en el Seminario se las habían explicado de una manera somera, elemental.

Carmen Elgazu empezó a sospechar que los empleados del Banco Arús se echaban como cuervos sobre su hijo.

—A ver. ¿Quiénes son los que se entenderían conmigo de todos tus compañeros de trabajo?

Ignacio reflexionó un momento.

—¿Contigo…? Me parece que hay uno solo: el subdirector.

Matías les daba poca importancia a las opiniones religiosas flotantes en el Banco. Su teoría era muy simple: «Mucho chillar, pero acabarán como yo mismo: comulgando por Pascua Florida». Se interesaba preferentemente por la filiación política de los empleados. E Ignacio le informó de que todos, excepto el subdirector, pertenecían a partidos izquierdistas.

Matías lo estimó muy lógico, vistos los sueldos miserables que percibían y las condiciones en que trabajaban. No obstante, Ignacio señaló que lo que no comprendía era la gran diversidad de sus tendencias y además que todos criticaran tan ferozmente a los jefes de su Sindicato, jefes que ellos mismos habían elegido. Como fuere, él era también víctima de aquel atraso social: el primer año cobraría sesenta pesetas mensuales.

Los empleados le gastaban bromas respecto a las ideas políticas que debía de profesar la familia Alvear. A veces simulaban hablar entre sí, concluyendo que, habida cuenta de la inclinación sacerdotal de los hijos, la ficha de los padres era fácil de establecer: el padre, monárquico recalcitrante; la madre, presidenta del Ropero Parroquial y probablemente admiradora de Mussolini. Un día, Ignacio les contestó:

—¡Bah! Son mejores republicanos que vosotros. —Y el cajero, rodeado de pedestales de duros sevillanos, le hizo signo de asentimiento.

Al cajero le complacía que Ignacio demostrara carácter. Sin embargo, era difícil luchar contra quince. Julio García le dijo: «Sólo los vencerás actuando. No tengas prisa. Tendrás ocasión de demostrarles quién eres».

Pero al muchacho le roía un gran malestar. Esperaba la ocasión con delirio. No se atrevía a soltar ningún exabrupto por miedo a perder el empleo; al fin y al cabo, era el último de la fila y no le quedaba más remedio que aguantar, no tratándose de asuntos del trabajo.

Una cosa le consolaba: siendo mucho más joven que todos ellos, había estudiado mucho más, excepción hecha, tal vez, de la Torre de Babel y de Cosme Vila. Tenían experiencia, eso era todo, y eran muy directos y muy mordaces, dominando bien el léxico agresivo de la región; pero su horizonte mental era tan limitado como su porvenir.

Así que su mejor sistema de venganza era el estudio. Ninguno de ellos era bachiller; él, en cambio, preparaba sus cursos con voluntad indomable. Después de mucho deliberar, Matías había decidido que a la salida del Banco Arús fuera a una academia nocturna. Se eligió la Academia Cervantes, uno de cuyos profesores era amigo de don Agustín Santillana. Ignacio se inscribió, y allí se debatía con las matemáticas, la física y la química, rodeado de alumnos que sólo hablaban de bujías de radio y de que acababan de recibir los últimos números de las mejores revistas técnicas americanas.

Un pequeño éxito lo obtuvo con motivo del problema de las horas extraordinarias. En los últimos cuatro o cinco días de cada mes, se les obligaba a trabajar hasta las nueve de la noche so pretexto de balances y otras amenidades. Todo el mundo protestaba… en voz baja. A Ignacio le perjudicaba aquello, pues no podía ir a la academia. En consecuencia, de resultas de un diálogo con el cajero, se sentó a la máquina y redactó una demanda en regla, modelo en su clase y, sobre todo, muy valiente. Y entonces resultó que, excepto Cosme Vila, nadie se atrevió a firmar.

Fue un descubrimiento clave para Ignacio. Se quedó con la protesta temblándole entre los dedos, y luego dedicó a la oficina en pleno una mirada mitad de asombro, mitad de reto. Cosme Vila le dijo: «Pues ¿qué te creías? Son una pandilla de cobardes». De regreso a su casa pensó que el de la correspondencia tenía razón.

Su padre le aconsejó que tuviera más calma, advirtiéndole que es muy difícil no ser cobarde cuando uno se encuentra sin protección. «¿Y el Sindicato? —objetó Ignacio—. ¿Y la República?» Matías le dijo que de momento los Sindicatos, sobre todo en provincias, tenían muy poca fuerza. Los dirigentes eran unos cuantos hombres de buena fe, pero sin preparación política, y demasiado pobres para que no les temblara la voz. Los empresarios eran muchos más poderosos y la República no había tenido tiempo material de equilibrar la situación.

Ignacio no lo veía claro. Le parecía que era un simple problema de decisión. No le cabía en la cabeza que el director, con su pipa, pudiera vencer a quince hombres de cuerpo entero que se presentaran en su despacho. De nada le servía a Matías explicarle que el director tampoco era nada, que era un simple director de Sucursal y que aquellos asuntos —y ésta era la gran trampa— se ventilaban en los grandes centros económicos. «¡Pues ir allá!», exclamaba Ignacio. Carmen Elgazu le contemplaba entre orgullosa y asustada.

Discusión aparte, su acto de redactar la protesta le ganó entre los empleados una buena dosis de consideración, que ninguno de ellos acertaba a disimular. Sin embargo, ocurrió lo que nunca hubiera podido prever: a las veinticuatro horas el director le llamó y le dijo que era muy jovencito para dedicarse a organizar motines y que a la próxima se encontraría de patitas en la calle, aunque fuera un día de tempestad.

Ignacio comprendió dos cosas: primera, que en el Banco había un soplón; segunda, que era lógico que el que tuviera hijos reflexionara antes de firmar.

A la salida le contó todo a la Torre de Babel, muchacho que vivía en las afueras y con el que iba haciendo buenas migas. La Torre de Babel llamó a los demás y todos parecieron indignados. El grupo no se disolvió y llegaron hasta la Rambla, donde la conversación fue subiendo de tono hasta alcanzar una violencia inusitada, después de haber acordado que el soplón no podía ser otro que el subdirector. El problema ya no era el de la protesta, sino que se generalizó hacia la situación de toda España.

—¡Aquí lo que convendría sería un poco de trilita!

—¡Tonterías! Cortando cabezas no se va a ninguna parte.

—¿Ah, no…? ¿Y la Revolución francesa?

—¡Toma! ¿Es que vas a comparar?

—¿Por qué no?

Otra voz cortaba:

—Hay otra solución.

—¿Cuál?

—¡Entregar el país a Norteamérica! ¡En diez años transformaban a España!

—¿Transformar…? ¿En qué?

—Trenes, carreteras…

—¡Sí! Pero a pico y pala tú, y yo, y tu padre…

—Eso ya lo veríamos.

—Ya lo hemos visto con los ingleses, en Riotinto.

—Pues ¿qué creías? Aquí el que no corre, vuela.

—Nada, nada. Lo que dije. Trilita. Y al que se muera que le parta un rayo.

Ignacio quedó perplejo. Otra vez la ira de los corazones. Pero aquí entre gente de clase media, que se veía obligada a llevar corbata. Cosme Vila, al comienzo de la conversación, había asentido con la cabeza. Y no hizo otra cosa hasta el final. Llevaba un libro bajo el brazo e Ignacio se esforzó en leer el título, pero no lo consiguió. Cuando el grupo se dispersó, Cosme Vila, como si la familia no le esperara para comer, se sentó en uno de los bancos de la Rambla y se puso a leer.

Ignacio subió a su casa. Le contó a su padre lo ocurrido. Matías comentó:

—A mí me revienta esa gente que habla de trilita. Estoy viendo que esos empleados son una pandilla de cretinos.

Ignacio no contestó, pero se dijo que todo aquello no era tan sencillo. En los primeros días tal vez hubiera dado la razón a su padre, sin más. Ahora no podía, a pesar de aquella conversación.

A Ignacio le parecía que acaso él mismo se hubiera precipitado considerando mediocres a sus compañeros de trabajo. Iba pensando que tal vez lo fueran en colectividad, en el Banco, embrutecidos por la rutina; pero vistos a solas, en su vida personal e intransferible, cada uno debía de tener su carácter y probablemente alguna gran ilusión. Por ejemplo, entre los solteros, casi todos tenían novia. Y con sólo verlos al lado de la novia uno quedaba desconcertado. Parecían otros seres. Educados, con una dignidad formal y a la vez alegre; excepto uno de la sección de Impagados, que llevaba trece años arrastrando monótonamente a la misma mujer sin decidirse a llevarla al altar. Y muchos tenían conocimientos extraprofesionales, como tocar el violín, o jugar muy bien a las cartas, o cultivar tabaco. Un hecho le había llamado grandemente la atención: por Navidad, y algún que otro domingo corriente, Ignacio sorprendió a varios de ellos en misa, muy compuestos. Él los miró sonriendo; entonces ellos le pusieron la novia por delante, como demostrando que no se trataba de claudicación, sino de mera cortesía.

Esta necesidad que a veces sentían de justificarse ante él indicaba otra cosa: que no tomaban al muchacho del todo en broma. Algunos de los empleados no admitían esta situación y, con más amor propio que expresa voluntad de escándalo, parecían decididos a humillarle y, sobre todo, a resquebrajar las defensas de su espíritu. La experiencia les aconsejó atacar por un flanco inesperado: el chiste subido. Iniciaron conversaciones escalofriantes sobre mujeres, en tono francamente escandaloso. El oído de Ignacio, al principio, las rechazó; pero, sin darse cuenta, el tono le fue penetrando, hasta el punto que muchas imágenes que a su entrada en el Banco hubiera repelido de su mente con decisión, pronto las admitió como si fueran habituales, sin contar con los detalles de tipo técnico que brincaban alegremente por los escritorios. Esto constituía un evidente peligro, del que su madre se dio cuenta en seguida, pues algunos de aquellos chistes de repente brotaron en la mesa del comedor, ante la sonrisa de Matías Alvear, quien pensó para sus adentros: «Tienen hule esas historietas. En Telégrafos caerán bien».

Mosén Alberto estaba alarmado con Ignacio. Esperaba que el día menos pensado se levantaría de la mesa, tenedor en alto, afirmando que Dios no existe. Por otra parte, el sacerdote conocía al personal del Banco, pues en tiempos tuvo en él una pequeña cuenta corriente, y los consideraba nefastos, especialmente al Director.

A veces Ignacio se cansaba de aquellos escarceos psicológicos, en el centro de los cuales el recuerdo de César actuaba siempre de censor. Y entonces le entraba de nuevo aquella especie de alegría luminosa que se contagiaba. En el Banco había conseguido arrancar grandes carcajadas, carcajadas nuevas de aquella comunidad, contándoles anécdotas del Seminario, de la academia nocturna y detalles soberbios de la juventud de su padre. Estas estaciones de alegría y su intensidad de vida y trabajo le impulsaron a buscarse también un saber extra, que resultó ser el billar. De pronto se aficionó al billar de una manera loca. Comía de prisa para poder estar en el café Cataluña, donde había dos tapetes viejos, antes de que otros le tomaran la delantera, y los domingos por la mañana los pasaba prácticamente con un taco en la mano. Encontró un compañero ideal para el juego, un muchacho de su edad, que no podía ni estudiar ni trabajar porque estaba enfermo, Oriol de apellido.

Por otra parte, el juego era muy adecuado para aquellos meses de invierno, que invitaban a permanecer en locales cerrados. Era un invierno crudo, sobre todo enero y febrero. Un invierno que tenía dos maneras precisas de manifestarse: la lluvia, monótona, que transformaba a Gerona en pantano de humedad, con los muros y la bóveda de todas las arcadas chorreando y el río de color rojizo a causa de la arena que arrastraba, y luego de repente la tramontana, viento glacial que, viniendo de Francia, cruzaba los Pirineos y la llanura del Ampurdán como un caballo desbocado, inclinando pajares, postes y árboles, y entraba en Gerona levantando en vilo la ciudad. Cuando la tramontana llegaba, ocurrían extraños sucesos: la gente se disponía a doblar una esquina y no podía, o se encontraba con que una persiana le caía en la cabeza. Las barracas en el mercado se desplazaban solas con sorprendente facilidad. Flamantes sombreros, rozando las barandillas de los puentes, se caían al río, y a veces eran pescados entre gran jolgorio por algún atento Matías Alvear; pero, sobre todo, el cielo alcanzaba su apoteosis de azul. La tramontana era un viento seco, limpio, que se llevaba las nubes por el horizonte. El cielo aparecía claro, sereno, lejanísimo y contra el se recortaban las murallas de la ciudad, las Pedreras y Montjuich y, más cerca, los altos campanarios de la Catedral y San Félix. Todo ello desembocaba en una nitidez nocturna difícil de imaginar. En las noches de tramontana aparecían millones de estrellas rodeando una luna grande, tan hermosa que asustaba. Estrellas como los reflejos que surgían de los tejados. Gerona se convertía en una ciudad sonámbula, comprendiéndose que los antepasados eligieran la piedra sólida. Eran noches frías en que Pilar se ocultaba bajo las mantas, porque le parecía que de un momento a otro se iba a encontrar en medio del río.

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