—Hola, papá.
—Hola, hijo. Ya tengo toda la información que me pediste sobre la mano y el ojo.
—¡Qué rápido!
—Bueno, han suspendido algunas clases, entre ellas la mía, y he tenido toda la tarde para buscar el libro y leérmelo de cabo a rabo.
—Pero ¿qué está pasando, aquí en Columbia?
—Como te he dicho esta mañana, hay muy mal ambiente. Manifestaciones, disturbios, protestas, en fin, una situación nada idónea para dar clases y que la gente asista a ellas. Todo empezó hace varias semanas y yo, sin proponérmelo, fui testigo presencial.
—¿Qué pasó?
—Vino a dar una conferencia un tal coronel Akst, responsable del servicio militar obligatorio en Nueva York. El decano pidió a algunos profesores que asistiésemos y yo fui uno de ellos. Apenas había comenzado a hablar, unos gamberros comenzaron a tocar instrumentos musicales desde el fondo de la sala. En medio del desconcierto, un activista radical venido de Berkeley, tristemente célebre por sus revueltas estudiantiles y antimilitaristas, se acercó al estrado y estampó en la cara del coronel un pastel de crema de coco.
—Como a Judy Carne en el
Laugh-In.
—Sí, pero el coronel no había dicho «sacúdeme».
—¿Y qué más pasó?
—Poco después, se convocó un acto en memoria de Martin Luther King. La universidad, como sabes, linda con el distrito de Harlem. En su afán de expansión, la universidad ha ido ocupando terrenos que, históricamente, pertenecen a ese barrio. En los últimos siete años ha desalojado a 7.500 residentes y tiene planes para desalojar a 10.000 más. Actualmente ha suscrito un contrato de arrendamiento de cerca de una hectárea para construir un gimnasio. Pues bien, en este acto para honrar la memoria del doctor King, un líder estudiantil, un tal Mark Rudd, cuyo modelo de comportamiento en la vida es, ni más ni menos, el Che Guevara, cogió el micrófono y denunció a los miembros rectores de la universidad, la hipocresía que suponía honrar a Martin Luther King mientras se mostraban irrespetuosos con Harlem.
Presionada por los estudiantes, la universidad ha concedido abrir un acceso en el lado de Harlem para que los del barrio puedan acceder al gimnasio.
—¡Qué detalle!
—Pero la gente de Harlem no quiere gimnasios. Lo que quiere son viviendas.
—Lógico.
—Y ayer se organizó una manifestación de estudiantes. El rector la prohibió. El tal Rudd encabezó una marcha de ciento cincuenta estudiantes que exigían saber si la Universidad de Columbia colabora con el Instituto de Análisis de la Defensa, una organización que investiga en estrategia militar. Y así están las cosas.
—Papá, siento todo esto que está pasando. Ahora, ¿puedes decirme lo que has averiguado?
—Tengo buenas y malas noticias.
—Primero, las buenas.
—Efectivamente, el ojo en la mano es un símbolo que aparece en muchas culturas. Creo que el asesino quería dejar un mensaje. Y ahora las malas.
—¿Qué?
—Es tan antiguo y está tan extendido por el mundo que dudo que puedas captar el mensaje.
—Explícate.
—La forma más extendida y popular es la de los países musulmanes ribereños con el Mediterráneo: Marruecos, Argelia, Libia, Turquía y Egipto. Se llama la mano de Fátima o mano
hamsa.
En la cultura hebrea tiene su equivalente, la mano de Miriam, que era la hermana de Moisés, o mano
hamesh.
Básicamente, es una protección contra el mal de ojo. Fátima era la hija del profeta Mahoma. Estaba cocinando una especie de pan, removiendo la masa con una cuchara, cuando vio a su esposo Ali entrar en su casa con una nueva es posa. La ley islámica permite al hombre casarse cuatro veces, ¿sabes?
—No, no lo sabía.
—Debido a la sorpresa y a la pena, se le cayó la cuchara y continuó removiendo la masa con la mano. A pesar de que estaba muy caliente, no sintió ningún dolor. Su esposo se dio cuenta y acudió a su lado. Entonces fue cuando notó el dolor. Por esto, muchas mujeres islámicas llevan este símbolo colgado del cuello, en señal de buena suerte y paciencia.
—Sí. Las mujeres islámicas necesitan tener mucha paciencia.
—En estos países, no es correcto enseñar a alguien la palma de la mano, pues le estás diciendo que estás defendiéndote del mal de ojo que te puede enviar.
—¡Qué curioso!
—Las manos de Fátima se venden como amuletos pero también como joyas. El ojo suele ser una piedra semipreciosa y, por lo general, de color azul.
—¿Cuál crees que podía ser el mensaje implícito en este caso?
—Ni idea. La historia de Fátima es la más popular y extendida, pero, como te he dicho, el símbolo pertenece a otras culturas.
—¿Sin nada que ver con el islam?
—Exactamente. Durante siglos ha representado la unión de dos funciones esenciales del hombre: la observación, el ojo, y la acción, la mano, y, por extensión, la omnisciencia y la omnipotencia.
—¿Y en qué otras culturas aparece y qué significado tiene?
—Daremos una vuelta alrededor del mundo. Yendo hacia el este del Mediterráneo nos encontramos con Tara, diosa hindú de la compasión. Se la representa con siete ojos, tres en la cara, dos en sus palmas y dos en sus pies.
—¡Caray!
—Un poco más al norte, en el Tíbet, el amuleto se usa para alejar el miedo y la opresión. Cruzando el Pacífico, se ha descubierto un dibujo haida...
—¿Haida?
—Sí, los indios que habitan las islas de la Reina Carlota, al sur de Alaska. Pues el dibujo es, claramente, una mano con un ojo dentro.
—¡Qué interesante!
—Terminaremos nuestro
tour
en América del Norte. El símbolo aparece en las ruinas aztecas de Tlaxcala. Pero esto no es todo. En las excavaciones prehistóricas de los indios americanos de Moundville, en Alabama, se encontró un plato de treinta centímetros de diámetro con un dibujo de dos serpientes entrelazadas. Adivina lo que había en el centro del plato.
—Una mano con un ojo.
—¡Bingo!
—Papá, te agradezco toda esta información, pero no sé si voy a sacar algo en claro de todo esto. No acierto a encontrar el mensaje que el asesino nos mandó. No puedo pensar que cortase la mano y le pusiese el ojo encima de forma gratuita.
—Y el mensaje ¿no estará en el hombre de Vitrubio?
—No lo sé. Mañana tengo que ir a la Biblioteca Nacional de Medicina. Es posible que encuentre algo allí.
La Biblioteca Nacional de Medicina era la joya de lacorona del Instituto Nacional de la Salud v el sanctasanctórum de la literatura médica. Contenía la mayoría de las revistas médicas publicadas en todo el mundo, así como un impresionante fondo bibliográfico que iba desde últimas ediciones a incunables de la Edad Media. Se erguía en las dependencias del Instituto, pero totalmente separada del resto de los edificios. Su moderna arquitectura destacaba sobre la de las otras construcciones del recinto. Inaugurada en 1962, había sido proyectada en los años paranoicos de la guerra fría y construida con paredes de treinta centímetros de grosor de piedra caliza. Se elevaba tan sólo dos pisos por encima de la superficie exterior, pero su sótano albergaba más de cincuenta kilómetros de estantes subterráneos. La construcción estaba rematada con una cubierta elevada en voladizo que dejaba entrar la luz a todo el edificio.
Ken decidió tomar la ruta de la Beltway y de allí dirigirse al sur hacia Bethesda, donde se encontraba la biblioteca. Daría un rodeo pero se evitaba entrar en Washington. Su trabajo aquella mañana había sido delegado en Michael Rosenberg, el residente de medicina, quien supervisaría aClaudio. En caso de que Rosenberg no pudiese resolver algún problema, el doctor Ahmad se haría cargo de la situación.
Dirigió su coche al aparcamiento y penetró en el edificio. Era amplio y luminoso, nada parecido a las lóbregas bibliotecas a las que Ken estaba acostumbrado. Una recepcionista le atendió.
—Soy el doctor Philbin. Desearía consultar unos libros antiguos.
—Sección de Historia. Al fondo de este pasillo de la derecha.
Ken recorrió el pasillo, flanqueado por estanterías repletas de volúmenes incunables, y entró en una sala solemne, que contrastaba con la modernidad del edificio. Una bibliotecaria estaba sentada tras un mostrador.
—Buenos días. Desearía consultar unos libros antiguos...
—¿Tenía una cita concertada? —le interrumpió la bibliotecaria.
—Verá, no. Creo que el jefe de policía avisó de que vendría.
La bibliotecaria le escrutó.
—¿Es usted policía?
—No. Soy el doctor Philbin pero colaboro con la policía.
—Espere un momento.
La bibliotecaria cogió el teléfono e hizo una llamada. Al finalizar, se dirigió a Ken.
—¿Me puede enseñar su identificación?
Ken pensó que todas aquellas precauciones no se tomaban ni en Fort Knox, donde están depositadas las reservas de oro del país. Le mostró su permiso de conducir.
Muy bien, doctor Philbin. He comprobado su historia. ¿Qué desea consultar?
—Quisiera ver los dibujos anatómicos de Leonardo da Vinci.
—Un momento. Siéntese en esta mesa y ahora se los traeré.
La bibliotecaria consultó su archivo, un arcaico sistema de fichas escritas a lápiz, y se dirigió hacia una de las estanterías. Al poco, regresó con un enorme volumen, de treinta por cuarenta centímetros, y lo depositó sobre la mesa.
—Cuidado, pesa mucho —dijo.
Ken observó el libro. El título decía:
Los dibujos de Anatomía de Leonardo da Vinci. Archivos de la Biblioteca Real del Castillo de Windsor.
Era una edición facsímil de principios de siglo de todas las láminas de dibujos anatómicos que se conocían de Leonardo.
Abrió el libro y fue pasando una a una las enormes hojas. Ante él apareció el genio de Leonardo en todo su esplendor. Los dibujos estaban realizados a pluma con aguada sepia y en algunos se podía distinguir el trazo de lápiz que Leonardo había dibujado antes de pasarlos a tinta. La mayoría de ellos iban acompañados de un texto ininteligible, no sólo por la caligrafía y el idioma sino porque Leonardo escribía de derecha a izquierda.
La serie comenzaba con estudios de huesos y músculos de las extremidades. En uno de ellos, que mostraba los huesos de la muñeca, Leonardo había dibujado los ocho huesos del carpo cuya primera fila había quedado al descubierto en la mano de Jack Drummond, seccionada y separada limpiamente del radio y del cúbito. Tras los huesos, aparecían dibujos del sistema nervioso y circulatorio. Quedaba patente que Leonardo había pasado muchísimas horas en la sala de disección. La lámina catalogada como RL 19049v era un dibujo muy similar al que había realizado su amigo para el artículo de la canulación de la vena subclavia. Mostraba los vasos sanguíneos de la cabeza, el cuello, el pecho y el brazo, hasta sus últimas ramificaciones. Si bien el dibujo de su amigo era más didáctico, no podía competir con la belleza y calidad del que tenía delante.
Las láminas se adentraban en el cuerpo, con dibujos de los órganos abdominales y torácicos. El corazón, con sus ventrículos abiertos y sus válvulas de tres hojas, delicadamente esbozadas. Incluso las arterias coronarias, cuya función se desconocía en aquella época, estaban representadas. El viaje a través del cuerpo continuaba con dibujos de los órganos genitales masculinos y femeninos. Uno de ellos representaba una sección de estos órganos durante el acto sexual, con un pene introducido en una vagina. Seguía la colección con un estudio de un feto en el útero materno, abierto para mostrar su contenido. Tanto la placenta como el cordón umbilical estaban fielmente reproducidos.
Ken estaba llegando a las últimas láminas y comenzó a inquietarse. El hombre de Vitrubio no aparecía. Al llegar a la última, cerró el libro. Toda la belleza que había contemplado no le podía compensar su decepción. No había encontrado lo que buscaba. Se dirigió a la bibliotecaria.
—El libro es maravilloso pero no está lo que busco.
—¿Y qué busca usted, doctor?
—Un dibujo anatómico de Leonardo.
—Pues tiene que estar aquí. Todos los dibujos anatómicos de Leonardo que se conservan están en la Biblioteca Real de Windsor.
Ken tuvo un recuerdo fugaz de un comentario de Claudio. «Está en Venecia», le había dicho.
—Bueno, quizá no sea un dibujo anatómico en sentido estricto. Es un canon de proporciones del cuerpo humano. ¿No tienen ningún otro libro de dibujos de Leonardo?
La bibliotecaria le miró severamente. Podría haber comenzado por ahí y se hubiese ahorrado el tener que transportar aquel libro tan pesado.
—Veré lo que encuentro, doctor —le dijo.
Pasaron más de quince minutos. Ken se levantó y comenzó a pasear por la sala, observando los preciosos volúmenes históricos allí almacenados. Volvió a su mesa cuando vio de lejos que la bibliotecaria se acercaba con un libro.
—Espero que esto le sirva —dijo ésta, dejando caer un grueso volumen. No era tan grande como el de las láminas pero sí más grueso. Ken leyó el título.
Leonardo da Vinci y el cuerpo humano.
Y en la portada, mirándole con ojos desafiantes, estaba el hombre de Vitrubio.
A la misma hora que Ken se deleitaba con los dibujos de Leonardo, en el Washington Memorial Hospital un hombre se desangraba.
Había sufrido un accidente de coche. Iba por la autopista a gran velocidad y había chocado contra un muro de contención que había en el arcén. El coche quedó destrozado. No había perdido el conocimiento pero su estado general era muy precario. Fue recibido por Claudio, quien ordenó a Sandra que le tomase las constantes, mientras él le exploraba. Las extremidades no habían sufrido ningún daño, ni tampoco el tórax. El abdomen estaba rígido y el individuo se quejaba mucho de un dolor en la zona pélvica.
—Apenas le oigo la tensión —dijo Sandra, esforzándose en oír algún latido con el fonendoscopio.
—Está entrando enshock—anunció Claudio—. Pongámosle una vía y comencemos a darle suero. Sacaremos muestras de sangre para el banco. Seguro que va a necesitar más de una transfusión.
El paciente mejoró con el tratamiento pero Claudio sabía que necesitaba un diagnóstico.
—Ahora que está mejor, le haremos radiografías. De tórax, abdomen y pelvis.
Lo pasaron a la sala de radiología anexa a Urgencias. Las radiografías de tórax y abdomen no demostraron ninguna fractura pero la centrada en la pelvis evidenció una fractura bilateral de las ramas del pubis y del ilion derecho. La fractura en sí no era lo suficientemente grave como para explicar el mal estado del enfermo.