—Hola, Ken. ¿Cómo estás? —se oyó al otro extremo del hilo.
—Hola, papá. Estoy molido. Salgo de guardia y, para acabarlo de arreglar, he tenido un pequeño incidente con el coche, ahora cuando venía a casa.
—¿Qué te ha pasado?
Ken se abstuvo de entrar en detalles e inquietar a su padre con algo que a él le parecía absolutamente intencionado.
—Simplemente me bailaba una de las ruedas delanteras. Pero ya la he apretado y he podido llegar a casa sin más. Por cierto, ¿hay algún artista que se te ocurra cuyas iniciales sean A y D?
—A y D. A ver, déjame pensar... Sí. Alberto Durero. Además, siempre firmaba sus obras con iniciales. Una A trapezoidal y, dentro de ella, una D.
Ken miró el dibujo. En efecto. Las iniciales eran tal como su padre las había descrito. Súbitamente, Ken sintió cómo un escalofrío le recorría la médula, desde el cogote hasta la parte inferior de la espalda. Guardó silencio.
—Ken, ¿estás ahí? —oyó decir a su padre.
Guardó silencio. Estaba tan asustado que no podía articular palabra.
—Ken, ¿qué te pasa?
—Papá. Creo que estoy en peligro —balbuceó.
—¿Por qué lo dices?
Ken decidió finalmente que debía contárselo a su padre.
—Papá. Cuando he ido a apretar las tuercas de la rueda, he abierto el maletero y dentro me he encontrado un dibujo de un escarabajo firmado por Durero.
—¿Es un escarabajo con unas antenas enormes, como cuernos de ciervo?
—Sí.
—Conozco el dibujo. Es una acuarela. El bicho se llama ciervo volador y Durero lo pintó creo que en 1505.
Ken miró el dibujo. Allí estaba la fecha. Desde luego, su padre sabía un rato de arte.
—Exacto. Este es.
—¿Y por qué estás en peligro?
—El dibujo, que parece arrancado de un libro, estaba lleno de manchas rojas.
—¿Y...?
—¿No te das cuenta de la metáfora? Un escarabajo ensangrentado. Mi Volkswagen es el escarabajo y la sangre es la mía, después de sufrir un accidente. Estoy seguro de que el problema con la rueda fue intencionado.
—¿Y quién crees que pudo haberlo hecho?
—El mismo que se ha dedicado a ir matando gente, recreando cuadros. Ya ha matado a cuatro personas y me temo que yo puedo ser la quinta.
—Ken, esto es horroroso. Deberías hablar con la policía.
—Papá, lo de la rueda no era mortal. Este hombre no quería matarme hoy, tan sólo asustarme. No te preocupes, hablaré con la policía y te mantendré al corriente —dijo antes de colgar el teléfono.
Ken se quedó pensativo y preocupado. No era nada halagüeño saber que estaba en el punto de mira de El Anatomista.
EL viernes siguiente, Ken estaba en su Volkswagen, esperando a Eloïse en el aparcamiento del hospital, tal como habían acordado. Aunque en ocasiones había comentado con ella situaciones relacionadas con El Anatomista, esta vez había decidido no hacerle ningún comentario sobre el asunto del escarabajo.
Eloïse subió al coche y le dio un beso en la mejilla.
—En marcha —dijo Ken.
Salió del hospital, tomó la avenida de New Hampshire y giró a la izquierda al llegar a la ruta 410, la autovía Este-Oeste. En menos de veinte minutos habían llegado a Bethesda. Compraron las entradas y se metieron en una cafetería cercana.
—¿Qué desean tomar? —les preguntó la camarera.
—Yo quiero una hamburguesa gigante, con queso, pepinillo, cebolla y un gran plato de patatas fritas —ordenó Ken.
Eloïse dejó de estudiar la carta y le miró con admiración.
—Menudo hambre llevas. A mí tráigame una ración de
quiche lorraine
—le dijo a la camarera.
—¿Para beber?
—Dos Coca-Colas.
Despacharon sus respectivos platos rápidamente y se metieron en el cine.
Nada más empezar la película, Ken temió haberse equivocado. La cámara enfocaba a un joven, inexpresivo, tirando a feo, que llegaba a la terminal de un aeropuerto. Era un actor desconocido, un tal Dustin Hoffman. Al poco rato comenzó a disfrutar. La trama era digna de un vodevil. El joven, Benjamin Braddock, recién graduado de la universidad, regresa a casa de sus padres en California. Todavía no sabe qué hacer con su vida. Empujado por su familia, acepta salir con Elaine Robinson, la hija del socio de su padre. La cita es un desastre. La trama se complica cuando el joven se lía con la madre de la chica, Mrs. Robinson. La chica se entera y se marcha a estudiar a Berkeley. El chico la sigue pero no logra convencerla de que su verdadero amor es ella. Las últimas escenas excitaron particularmente a Ken. Elaine se ha prometido con otro hombre y se va a casar. Benjamin se entera y corre hacia la iglesia donde se celebra la boda. Desde el coro grita el nombre de su amada. Todo el mundo se vuelve. Mrs. Robinson le mira con odio. Él baja al pasillo central y se lleva a su amada. Le persiguen. Benjamin coge una cruz y, cual moderno cruzado, empieza a repartir mandobles con ella, manteniendo a raya a cuantos se le acercan. Sale con Elaine de la iglesia y atranca la puerta con la cruz, dejando a los invitados dentro. La película acababa con la pareja huyendo en un autobús de transporte público.
Cuando se encendieron las luces de la sala, el público comenzó a aplaudir, Ken el que más.
—Veo que te ha gustado —le dijo Eloïse.
—Es fantástica —respondió Ken.
Recogieron el coche del aparcamiento y se dirigieron hacia la misma ruta 410 que les había llevado hasta Bethesda. Sin embargo aquella ruta les llevaba de nuevo al hospital, pero no al apartamento de Eloïse ni al de Ken. Este estaba callado. Eloïse lo miraba preocupada.
—Ken, ¿qué te pasa? —se atrevió a decir finalmente.
Ken le sonrió pero no respondió. Estaba en un particular estado de excitación. La película le había impactado profundamente, le había abierto los ojos a lo que estaba pasando en el mundo en el que le había tocado vivir. Tomó conciencia de que estaba en una época de cambios, y que estaban ocurriendo cosas antaño inimaginables. Dos universidades centenarias —Columbia y la Sorbona— habían cerrado sus puertas durante unos días. Dos líderes políticos —Martin Luther King y Bob Kennedy— asesinados en el intervalo de dos meses y un día. Miles de jóvenes quemando su cartilla de reclutamiento. Hasta en Polonia y Checoslovaquia, donde cualquier signo de protesta era rápida y brutalmente yugulado, los jóvenes no dudaban en manifestarse.
Benjamin Braddock blandiendo la pesada cruz era el símbolo de toda una generación que se estaba levantando, que ya no tragaba más, que se oponía a ir a Vietnam, que quería cambiar las cosas, que se negaba a vivir encorsetada por unas normas injustas y arbitrarias que había impuesto una sociedad con la que no se identificaba. Benjamin Braddock era el Mark Rudd de Columbia, el Dany
el Rojo
de París, el Rudi Dutchske de Berlín. Dispuestos a luchar para conseguir lo que querían. Como dijo el héroe de la revuelta de Columbia: «Yo era el líder porque estaba dispuesto a asumir lo peor».
Ken vio claro que estaba a las puertas de una revolución social que no sabía en qué forma iba a modificar su vida, pero que, sin duda, iba a hacerlo. Porque detrás de Rudi, Dany y Mark había millones de jóvenes que demandaban lo mismo, que se negaban a obedecer a la autoridad establecida, de la misma forma que Benjamin se había rebelado contra la prohibición de Mrs. Robinson de que viese a Elaine.
Sí. Definitivamente la acción de Benjamin Braddock resumía el sentir general de millones de inconformistas. No era casual que en el cine el público hubiese arrancado en aplausos al terminar la película.
Por otro lado, ¿qué sociedad era aquella en la que los que proponían cambios acababan con una bala en el cuerpo? Martin Luther King y Robert Kennedy. Muertes absurdas. Mártires inútiles. Sacrificios estériles. Ken se excitó todavía más con el recuerdo de los dos líderes abatidos. Y, encima, estaba aquel loco que se regodeaba con sus crímenes, recreando escenas de cuadros famosos, que le había mandado un inequívoco y amenazador mensaje y que la ineptitud y despreocupación del teniente Lyons hacía que todavía anduviese suelto.
Sintió cómo la adrenalina le recorría todo el cuerpo y recordó la última vez que había hecho el amor con Eloïse. Súbitamente, tomó una decisión. Al llegar a la ruta 201 torció a la derecha.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Eloïse.
—A mi casa.
Subieron las escaleras cogidos de la mano. Apenas habían traspasado el umbral de la puerta, Ken comenzó a desnudar a Eloïse. La llevó al dormitorio y se desnudó también. Su erección era inmensa. Eloïse estaba asustada. Sin ningún prolegómeno, la penetró. Aquella estrechez, de nuevo. ¡Cómo le excitaba! La adrenalina hacía bombear su corazón como un martillo pilón y se notaba la cara enrojecida. Las emociones de aquella noche se habían agolpado todas, de pronto, en sus genitales. Cuanto más evocaba sus pensamientos, más se excitaba. Eloïse gemía bajo él. Ken se sorprendió de su propia conducta. Pero no podía parar. La sensación de estar entrando en una nueva era ignota y excitante le había desinhibido. Toda su gentileza y ternura habían desaparecido. Se comportaba como una bestia en celo.
—Ken, más suave —le conminó Eloïse.
—Perdona, estoy muy excitado. Esta película me ha impactado mucho.
—¿Por qué? Cualquiera diría que era una película porno.
—Ya te lo contaré más tarde. Pero me ha hecho ver muchas cosas —dijo mientras continuaba haciéndole el amor.
A medida que los movimientos de Ken aumentaban en intensidad lo hacían también los gemidos de Eloïse. En esta ocasión, ambos orgasmos llegaron al unísono.
Ken se presentó en el dormitorio con dos tazas de café humeantes y dos donuts.
—Lo siento. No tengo cruasanes —se excusó.
Eloïse se rió.
—No te preocupes —le dijo. Mordió un donut y sorbió parte del café—. Ken, quiero que sepas que, aunque mi experiencia amorosa es bastante limitada, ayer tuve el mayor orgasmo de mi vida. ¿Se puede saber qué te pasaba? Estabas hecho un animal salvaje.
Ken le relató sus pensamientos de la noche anterior, de su percepción de cómo estaba cambiando el mundo, de cómo se había identificado con la conducta de Benjamin Braddock, de su frustración por la muerte de Bob Kennedy, de su vision sobre la continuidad de la guerra de Vietnam, de la inoperancia policial ante unos asesinatos que él había vivido desde la primera fila. Se notaba más sereno pero eran tantas las cosas que estaban influyendo en su ánimo que notó que volvía a excitarse. Eloïse le cogió las manos.
—Serénate, Ken. Ya verás como todo se arreglará. Y ahora dime, ¿disfrutaste anoche?
¿No lo notaste? Disfruté muchísimo. Como nunca.
—Y ahora, ¿qué tipo de relación nos espera?
Ken temía la pregunta.
—Bueno, podemos seguir saliendo, hacer cosas juntos, divertirnos. Ya sabes.
Eloïse se puso seria.
—No, no lo sé. Si te crees que voy a salir contigo y acabar en la cama cada vez, estás muy equivocado.
—Eloïse, no quiero hacer planes por el momento. Ya te lo dije el otro día.
La chica no se daba por vencida.
—No te pido nada. Sólo deseo que me quieras como te quiero yo a ti.
Ken se impacientaba.
—Mira, los sentimientos no se pueden imponer. Hay que dejar que las cosas fluyan solas. Si me enamoro de ti, serás la primera en saberlo. Pero no voy a poder hacerlo si no nos vemos, si no salimos juntos. ¿No te parece?
Eloïse le miró recelosa.
—¿Y qué sugieres?
—Para empezar, ¿qué te parece salir a cenar el sábado que viene? Podríamos ir al Babylon, pero esta vez solos.
—¿El sábado, día veinte?
—Sí. De hoy en una semana.
—De acuerdo.
EL Anatomista tenía que viajar a Filadelfia. Para culminar sus planes, necesitaba algo que sólo podía procurarse allí. Sopesó las alternativas de viaje. Su desvencijado coche no era una opción válida. Los autobuses Greyhound tenían la terminal demasiado alejada de su destino. El tren era la forma más rápida y cómoda. Cogería el tren-bala que unía Washington con Boston, con paradas tan sólo en Baltimore, Filadelfia y Nueva York. A más de doscientos kilómetros por hora, en un vagón con aire acondicionado, el viaje sería una delicia. Siempre había deseado subirse a uno de esos trenes rápidos. Se dirigió a la estación de la calle Union y compró un billete para Filadelfia, ida y vuelta. Se sorprendió por lo elevado del precio, pero el motivo lo valía. Cuando el tren arrancó, sintió la misma sensación que se experimenta cuando un avión toma velocidad para despegar. La inercia le mantenía la espalda pegada al respaldo del asiento, pero, en esta ocasión, el medio de transporte permanecía pegado al suelo, sus ruedas girando vertiginosamente sobre los raíles. En poco más de media hora, el tren se detuvo en Baltimore. Luego continuó su marcha por la campiña de Maryland y, atravesando el río Susquehanna, se adentró enel Estado de Pensilvania. Poco más de una hora después, llegaba a la estación de la calle 30, en Filadelfia.
El Anatomista bajó del tren y observó, impresionado, el edificio en el que se hallaba. Construido en los años treinta, en plena Depresión, era una monumental obra de proporciones exageradas. Su techo se hallaba a treinta metros de altura y de él colgaban unas enormes lámparas de estilo
art déco.
Una Victoria alada, erigida en memoria de los trabajadores ferroviarios muertos durante la Segunda Guerra Mundial, daba la bienvenida a los viajeros. El exterior, construido en estilo neoclásico, estaba presidido por unas columnas enormes. Parecía un edificio más propio de la Italia fascista que de la Filadelfia en plena depresión económica.
El Anatomista se dirigió a una gasolinera Esso cercana y pidió un mapa de la ciudad. Tenía entendido que el lugar al que debía ir no estaba lejos, pero no sabía exactamente qué dirección debía tomar. Tras examinar el mapa comenzó a caminar. No tardaría ni quince minutos. Atravesó el puente sobre el río Schuylkill y torció a la izquierda por la calle 20. Cuatro manzanas más adelante topó con una amplia avenida que cortaba diagonalmente la cuadrícula de calles adyacentes. Era la Benjamin Franklin Parkway, a la que los habitantes de Filadelfia gustaban comparar con los Campos Elíseos. Se situó en el centro de la avenida y miró hacia delante. Allí, al fondo, se erigía imponente el objeto de su viaje: el Museo de Arte de Filadelfia. Continuó caminando. A su derecha, decenas de escolares zascandileaban a la entrada de un gran edificio, el Museo de la Ciencia del Instituto Franklin, ajenos a las llamadas al orden de sus profesores. Un poco más adelante, se topó con una señal de tráfico que señalaba con una flecha la dirección a tomar para acceder al puente Benjamin Franklin, que cruzaba el río Delaware, en el lado opuesto de la ciudad.