—En primer lugar; ¿no existe la posibilidad, al menos en algunas formas inferiores, de provocar la partenogénesis?
—Oh, sí. Pero en el estudio actual de nuestros conocimientos es imposible practicarla cuando se trata de formas superiores. Y, por supuesto, absolutamente de acuerdo. Luego, hay la inseminación artificial.
—En efecto aceptó el doctor.
—Pero usted no cree en ella.
—No.
—Yo tampoco. Y ahora —dijo Zellaby con aire ceñudo—, nos queda la posibilidad de la implantación, algo que podría ser el resultado de lo que alguien (Huxley imagino) llamó la "xenogénesis". Es decir, la producción de una forma diferente de la del padre, ¿o quizás debería decir del "otro", puesto que no se trata realmente del verdadero padre?
El doctor Willers frunció el ceño.
—Tenía la esperanza de que no se le ocurriera esta hipótesis.
Zellaby agitó la cabeza.
—Mi querido amigo, esta es una esperanza que haría mejor en abandonar. Es posible que sea algo que se le ocurra a todo el mundo, pero es la explicación (aunque esta palabra no sea la más adecuada) a que llegarán dentro de no mucho todas las personas inteligentes. Siga sino mi razonamiento. Desde el principio podemos descartar la partenogénesis, ¿no es así? No existe ningún documento digno que haya descrito un caso como el presente.
El doctor asintió con la cabeza.
—Bien, partiendo de esta base, les resultará muy pronto tan evidente como a mi mismo, y como sin lugar a dudas lo debe ser para usted, que las otras hipótesis de violación y de inseminación artificial se eliminan por una simple cuestión de cálculo. Del mismo modo, incidentalmente, parece que se podría descartar por el mismo motivo la partenogénesis, incluso si su realización fuera algo posible. Ya que estadísticamente, no es en absoluto posible, admitiendo que se tome al azar un número dado de mujeres en un determinado momento, hallar más de un veinticinco por ciento en condiciones de concebir.
—Bueno... —comenzó el doctor, en un tono que dejaba traslucir una cierta duda.
—Bien, hagamos una concesión y admitamos un treinta y tres por ciento, lo cual es una cifra más bien elevada. Pero entonces, si su estimación es más o menos exacta, la situación actual es estadísticamente imposible. Ergo, lo queramos o no, nos queda tan solo la cuarta y última posibilidad, es decir la implantación de óvulos fertilizados durante el Día Negro.
Willers tenía un aspecto tan desgraciado como absolutamente convencido.
—Permítame poner en duda su denominación de "última". Podría haber otra posibilidad que a usted no se le ha ocurrido.
Con un suspiro de impaciencia, Zellaby interrumpió:
—¿Quiere decir alguna otra forma de concepción que no choque con esta barrera matemática? Muy bien. Entonces hay que admitir que no se trata en realidad de una concepción y, en consecuencia, se trata de una incubación.
El doctor suspiró.
—De acuerdo. Se lo acepto —dijo—. En lo que a mí se refiere, estoy tan solo accidentalmente interesado en el cómo del asunto. Mi inquietud se centra en el bienestar de mis pacientes actuales y futuras...
—Y aún estará más interesado en él dentro de algunos meses —observó Zellaby—. Puesto que, considerando que todas ellas se hallan en el mismo punto de embarazo cabe suponer que los nacimientos van a producirse, excluyendo los accidentes, en un período tiempo bastante limitado, una vez llegue el momento. Que calculo hay que situar a finales de junio, durante la primera semana de julio, admitiendo por supuesto que todo el resto del proceso sea normal.
—Actualmente —continuó Willers con firmeza—, primera preocupación es disminuir sus inquietudes y no aumentarlas. Es por esta razón por la que debemos de cuidar del mejor modo posible que esta idea de una implantación no se extienda. Si lo hiciera podría provocar un pánico. Por el bien de todas esas mujeres, le ruego que se encoja de hombros con convicción ante cualquier insinuación de este tipo que le pueda ser formulada.
—Está bien —asintió Zellaby, tras una profunda reflexión—. Sí. Estoy de acuerdo. En efecto, creo que tenemos aquí un caso indicadísimo para cubrirlo con una benevolente censura. —Frunció el ceño—. Es difícil de ver el punto de vista de las mujeres a este respecto: todo lo que puedo decir es que si yo fuera forzado, incluso en las circunstancias más favorables, a engendrar un niño, me sentiría aterrado ante la idea, tuviera la menor razón para suponer que se trata de una forma de vida inesperada, probablemente me volvería loco de atar. La mayor parte de las mujeres no reaccionarían así, por supuesto; mentalmente son más resistentes que nosotros, pero algunas de ellas podrían perder sus defensas ante una situación parecida. Es por eso que negar convincentemente tal eventualidad es la mejor actitud que podemos adoptar.
Hizo una pausa para reflexionar.
—Y ahora —concluyó—, tendríamos que darle a mi mujer un programa que pudiera poner en ejecución. Hay varios puntos de vista a considerar. El más espinoso va a ser la publicidad... o mejor dicho la no publicidad.
—Gran Dios, sí —dijo Willers—. Si la prensa llegara a poner las manos sobre ellos...
—Sí, lo sé. Que Dios nos ayude si llega a ocurrir esto. Primero los comentarios periodísticos, y luego seis meses de especulaciones más delirantes de día en día. No serían precisamente ellos quienes evitaran hablar de la xenogénesis. Con mucha probabilidad abrirían concursos de pronósticos. Muy bien. El ministerio de Interior ha conseguido alejar el Día Negro de las columnas de los periódicos. Tendremos que ver lo que podemos hacer nosotros al respecto.
"Y ahora, demos forma a lo que tenemos que decirle a mi mujer".
La publicidad para llamar la atención sobre lo que fue descrito de un modo lo suficientemente vago como
Reunión Urgente Especial de Extrema mportancia a Todas Las Mujeres de Midwich
fue intensiva. Incluso nosotros recibimos la visita de Gordon Zellaby, que consiguió inculcarnos la existencia de un problemático estado de urgencia a través de una serie de circunloquios que no nos revelaron absolutamente nada. Sus blocajes a las tentativas que hicimos para sacarle alguna cosa no hicieron más que añadirle interés al asunto.
Las gentes, una vez convencidas de que no se trataba simplemente de un rebrote de la defensa pasiva: algún tipo de llamada al sentido cívico, se dejaron devorar por la curiosidad. ¿Qué podía incitar al doctor, al reverendo, a sus mujeres, a la enfermera, incluso a los dos Zellaby, a tomarse el trabajo de asegurarse de que se había visitado a todo el mundo y que todos habían sido personalmente invitados? Los visitantes se habían mostrado tan evasivos, habían insistido tanto en que no habría que pagar nada, en que no se afectuaría ninguna colecta, en que habría un cóctel gratuito para todos, que esto había permitido que la curiosidad se impusiera incluso en los desconfiados por naturaleza. Hubo muy pocas sillas vacías.
Los dos dirigentes del movimiento estaban sentados en el estrado, con Anthea Zellaby., el rostro un poco pálido, sentada entre ambos. El doctor fumaba con una nerviosa intensidad. El reverendo parecía perdido en sus pensamientos, de los que se extraía de tanto en tanto para decirle algo a la señora Zellaby, que para darles tiempo a los retrasados a llegar, y luego el doctor ordenó cerrar las puertas y abrió la sesión con una breve alocución que, sin dar ninguna información, insistía en la importancia de la reunión. El reverendo aportó inmediatamente su colaboración. Terminó:
—Pido seriamente a cada una de ustedes aquí presentes que escuchen con la mayor atención lo que tiene que decirles la señora Zellaby. Nos sentimos enormemente reconocidos por su gesto de aceptar el presentarles el asunto. Y quisiera que supieran por anticipado que tanto el doctor Willers como yo mismo garantizamos absolutamente todo lo que les va a decir. Les aseguro que le hemos pedido a ella realizar esta tarea en lugar de hacerla nosotros mismos tan solo porque hemos creído que lo que tiene que decirle será más bien acogido, y también mejor presentado de mujer a mujer. El doctor Willers y yo abandonaremos ahora esta sala, pero estaremos muy cerca. Cuando la señora Zellaby haya terminado, si ustedes lo desean así, volveremos a este estrado y responderemos lo mejor que podamos a todas las preguntas que quieran formularnos. Y ahora les ruego que escuchen atentamente a la señora Zellaby.
Hizo una seña al doctor para que pasara ante él, y ambos salieron por una puerta al lado de la tribuna. Se cerró tras ellos, pero no completamente.
Anthea Zellaby tomó el vaso que se hallaba ante ella y bebió un sorbo de agua. Miró brevemente sus manos, que sujetaban las notas que había tomado. Luego levantó la cabeza y esperó a que cesaran los murmullos. Una vez conseguido esto, recorrió su auditorio con la mirada, como para anotar todos los rostros.
—Ante todo —dijo—, quiero ponerles en guardia. Lo que tengo que decirles me es muy difícil, y a ustedes les será más difícil creerlo. Nos va a ser muy difícil para cada una de nosotras comprender a partir de ahora lo que está pasando.
Se detuvo, bajó los ojos, volvió a levantarlos de nuevo.
—Espero un niño —dijo—. Me siento muy, muy contenta y feliz por ello. Es natural que las mujeres quieran tener niños, y que se sientan felices cuando saben que están esperando uno. Lo que no es natural es sentir miedo. Los niños deben traer alegría y felicidad. Desgraciadamente, hay un cierto número de mujeres en Midwich que son incapaces de sentir esto. Algunas de ellas se sienten desgraciadas, avergonzadas y aterradas. Es por ellas que tenemos hoy esta reunión. Para ayudar a todas las que se sienten desgraciadas y asegurarles que no tienen ninguna razón para sentirse así.
Miró de nuevo, lentamente, el semicírculo de su auditorio. En algunos puntos se oían ahogadas exclamaciones.
—Algo muy extraño ha ocurrido aquí. Y no solamente a una o dos de nosotras, sino a casi todas las mujeres de Midwich que se hallan en edad de tener niños.
El auditorio permaneció mudo e inmóvil, con todos los ojos fijos en ella mientras les exponía la situación. Sin embargo, antes de haber terminado, se dio cuenta de que se producía una ligera agitación y murmullos a su derecha. Mirando hacia allá, vio a la señorita Latterly y a su inseparable amiga la señorita Lamb en el centro de la agitación.
—Señorita Latterly —dijo claramente—, ¿debo suponer que cree usted no estar personalmente interesada en el tema de esta conferencia?
La señorita Latterly se levantó y dijo con voz temblorosa por la indignación:
—Exactamente, señora Zellaby. En toda mi vida...
—Comprendido. Pero tratándose de un asunto de extrema gravedad para varias de nosotras, espero que tendrá la delicadeza de no originar nuevas interrupciones. ¿O acaso preferiría dejarnos, señorita Latterly?
La señorita Latterly se mantuvo en su sitio, cruzando su mirada con la de la Señora Zellaby como si fuera una espada.
—Lo que quiero... —empezó, pero luego cambió de opinión—. Muy bien, señora Zellaby —dijo—. Formularé más tarde mis protestas contra las extraordinarias calumnias que ha vertido usted sobre nuestra a comunidad.
Se giró dignamente y esperó, con la evidente intención de darle a la señorita Lamb tiempo suficiente para levantarse y seguirla. Pero la señora Lamb no se movió. La señorita Latterly la miró de arriba a abajo, con ojos impacientes. La señorita Lamb permaneció pegada a su asiento.
La señorita Latterly abrió la boca para hablar, pero algo en la expresión de la señorita Lamb le impidió hacerlo. La señorita Lamb dejó de mirarla cara a cara. Giró la vista y miró fijamente al frente, mientras la sangre afluía a su rostro hasta encenderlo.
Un ahogado y curioso sonido escapó de la garganta de la señora Latterly. Extendió una mano y se sujetó a una silla para mantener su equilibrio. Seguía mirando a su amiga, sin hablar. En unos segundos sus rasgos se arrugaron, y pareció diez años más vieja. Quitó la mano del respaldo de la silla. Haciendo un gran esfuerzo, se enderezó de nuevo. Levantó decididamente la cabeza, mirando a su alrededor con ojos que parecían no ver nada, y luego echó a andar por el pasillo, muy erguida, pero no muy segura sobre sus piernas, en dirección al fondo de la sala, y salió sola.
Anthea aguardó, esperando que se alzara un murmullo en la sala, pero no se produjo el menor sonido. El auditorio se mostraba alucinado y escandalizado. Todos los rostros se giraron hacia ella, esperando. En un profundo silencio, la señora Zebally prosiguió allá donde se había interrumpido, intentando reducir la tensión que había suscitado la señorita Latterly, dando a su exposición un tono más objetivo. Consiguió llegar con esfuerzo al final de la exposición preliminar de los hechos, y entonces se detuvo.
Esta vez, el esperado murmullo se elevó rápidamente. Anthea bebió otro sorbo de agua y convirtió su pañuelo en una apretada pelota entre sus húmedas manos, mientras miraba atentamente la sala.
Podía ver a la señorita Lamb inclinada hacia delante, apretando un pañuelo contra sus ojos, mientras la señora Brant, a su lado, hacía todo lo que podía para reconfortarla. La señorita Lamb estaba muy lejos de ser la única en buscar consuelo en las lágrimas. Por encima de aquellas cabezas inclinadas se elevó un resonar de voces incrédulas, falseadas por la consternación y la indignación. Aquí y allá algunas mostraron una gran dosis de nerviosismo, pero todo aquello estaba muy lejos del estallido que había temido. Se preguntó hasta qué punto un vago presentimiento habría; amortiguado el choque...
Observó con alivio la escena durante algunos minutos, y se sintió más tranquila. Cuando estimó que la gente había tenido tiempo de recobrarse, dio unos golpes en la mesa. Los murmullos se apagaron, hubo algunos sollozos ahogados, y luego las hileras de rostros se giraron de nuevo hacia ella, atentos. Anthea inspiró profundamente y prosiguió:
—Nadie —dijo—, nadie excepto un niño o una persona de mente infantil, espera que la vida sea justa. No lo es, y lo que nos ocurre será más duro para algunas de nosotras que para otras. Esto no impide sin embargo que con justicia o sin justicia, queramos o no queramos, casadas o solteras, estemos todas en el mismo barco. No hay la menor razón, para ninguna de nosotras, que le permita despreciar a alguna otra. Este sentimiento se halla fuera de lugar. Todas nosotras hemos sido situadas fuera de las convenciones y, si alguna de las mujeres casadas que hay aquí se siente tentada a considerarse más virtuosa que su vecina soltera, hará bien en pensar antes en como podría probar, si se la instara a ella, que el niño que lleva en su seno es de su marido.