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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (19 page)

BOOK: Los días de gloria
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—En caso de que aceptáramos, ¿en quién habéis pensado para sustituir a Enrique?

Juan quiso comenzar su discurso poniendo de manifiesto que, aunque el afectado era el marido de su hermana, no situaba el problema en un entorno personal, sino de negocios y poder, y, por tanto, la decisión de sustituir a su cuñado dependía, en lo que a su consentimiento afectaba, del nombre del sustituto, es decir, de cómo quedara el reparto del poder en la casa con el nuevo consejero delegado. Era evidente que Arcadio y el resto de los accionistas habrían meditado la decisión con extremo cuidado. Conocían a Juan. Sabían de antemano que su actitud frente al planteamiento de Enrique Quiralte sería precisamente preguntar por el sustituto, calibrar la calidad del cambio medido en términos de situación resultante para la familia Abelló. Sentí cierta curiosidad.

Arcadio contestó a renglón seguido, como un colegial que domina la pregunta y la respuesta, que lleva una lección aprendida y recitada durante el desayuno y el camino a la clase.

—Todos los miembros del Consejo consultados creen que la persona adecuada es Mario —fue la respuesta de Arcadio, en un tono de voz que expresaba indisimulada satisfacción.

Arcadio se consideraba a sí mismo un profesional independiente, a pesar de que trabajara a tiempo completo para el grupo de los gallegos de Zeltia. Sabía que yo fui nombrado consejero de Antibióticos en representación de las acciones de la familia Abelló, pero mi condición de abogado del Estado le llevó a pensar que en ningún momento me subordinaría a hipotéticos deseos de Juan que pudieran ser contrarios a los intereses de la sociedad. Pero en el fondo lo que ocurría es que le encantaba la idea de que una empresa como Antibióticos, dominada por capital perteneciente a pocas familias, estuviera dirigida por dos profesionales como él y yo. Mi propia designación potenciaría su figura, la convertiría en más independiente. Y la percepción de uno sobre sí mismo tiene mucha importancia.

El mundo de los negocios no se mueve por parámetros singulares. Sus personajes, sus actores, por inaccesibles que aparezcan en los medios de comunicación, por complejas que aparenten ser las operaciones en las que intervienen, no son más que individuos en ocasiones mucho menos inteligentes y cultos de lo que sería imaginable, y sus pautas de conducta no difieren de cualquier otro ámbito en el que las pasiones y las emociones condicionan los planteamientos llamados de razón. Lo malo es que la mediocridad inunda las plazas de las instituciones capitales del Estado con las que he tenido que lidiar a lo largo de mi vida. Pero, en fin, lo iremos viendo.

Estoy seguro de que Arcadio jamás habría propuesto a otro cuñado de Juan Abelló. Mario Conde era muy distinto. Para la empresa y para él.

Juan reaccionó con sorpresa. No esperaba una proposición tan rotunda avalada por todos los miembros del Consejo. Al mismo tiempo, no cabe duda de que le produjo satisfacción, incluso en el plano más egoísta: todos reconocían la capacidad y competencia de
su
abogado del Estado, porque aunque trabajara en un despacho independiente, Mario Conde era su descubrimiento y ahora los consejeros de Antibióticos avalaban su sagacidad. Al mismo tiempo pude percibir en Juan una cierta inquietud. Nuestras relaciones eran inmejorables, pero él, que es hombre largo, debió de convivir por unos segundos con la sombra de la duda de cómo se desenvolverían las cosas cuando yo asumiera el mando ejecutivo de Antibióticos apoyado por otros accionistas distintos de él, que en conjunto suponían la inmensa mayoría del capital de la empresa. No necesitaba mirarle para darme cuenta de que en su interior se cocía la duda entre estos dos ingredientes.

¿Y yo? Tengo que reconocer que el asunto no me hacía excesiva gracia, entre otras cosas porque había transcurrido muy poco tiempo desde mi incorporación al Consejo de aquella casa y prefería que mi vida siguiera los derroteros del despacho profesional que ya funcionaba y no me hacía ilusión abandonar, aunque algo en mi interior me aseguraba que mi proyecto existencial no consistiría en un gran despacho de abogados de Madrid. La decisión a la que me enfrentaba era, de nuevo, otra encrucijada en mi vida. Antibióticos y el despacho con Enrique Lasarte y Arturo Romaní se convertían en proyectos incompatibles. Uno de los dos marcaría el camino a seguir. Tenía que consultarlo con ellos.

En el fondo, eso de consultar con terceros nuestras decisiones capitales no deja de ser un eufemismo. Muchas veces, el ser humano adopta decisiones basadas en impulsos. Cierto que como el cerebro humano se ha desarrollado a lo largo de un millón de años y el pensamiento forma una estructura suficientemente estable, dichos impulsos tienen por lo general componentes de razón nada despreciables. Pero funcionan automáticamente. Al menos en el mundo occidental. Quizá entre los orientales las cosas caminen de distinta manera, pero en la sociedad moderna occidental de nuestros días la decisión responde a impulsos, de manera que eso que llamamos pensar, meditar sobre una decisión, suele consistir en construir un razonamiento para justificar una decisión previamente tomada. Pues lo de consultar a otros, más o menos actúa de similar manera.

El impulso nos lleva a decidir. Las formas, a consultar. No necesitamos mucho tiempo. Los tres llegamos a la conclusión de que no existía alternativa real distinta a aceptar la designación. Las presiones de Juan para que aceptara el ofrecimiento del Consejo se convirtieron en insoportables. Si Enrique salía de Antibióticos, S. A., la capacidad de influencia de Juan se reduciría tanto que el destino final de sus acciones se convertía en incierto. La encrucijada me producía cierto vértigo. En muy poco tiempo había tomado decisiones vitales para mí: pedir la excedencia de mi Cuerpo de Abogados del Estado, renunciar a seguir una carrera político-administrativa, abandonar Abelló, S. A., abrir un despacho profesional y ahora meterme de lleno en el marasmo de la gestión empresarial. Por mucho que me atormentara en mi interior, el problema seguía ahí, frente a mí, esperando una respuesta.

De esta manera, con muy pocos años, sin quererlo ni desearlo, me convertí en el consejero delegado de la principal empresa española de productos químico-farmacéuticos. Si el destino está escrito en las estrellas, mis habilidades de astrólogo no son demasiado potentes.

Antibióticos, ordenada su gestión, profesionalizados algunos métodos, amparada en la creciente demanda mundial de productos penicilínicos, se convirtió en poco tiempo en una verdadera máquina de ganar dinero. Dinero en serio. Dinero que se acumulaba en las cuentas corrientes de la sociedad. Y en el cajón izquierdo de la mesa de Salvador Salort, el director financiero, en forma de letras sin descontar, lo que yo llamaba la sangre, la capacidad de sangrar a la empresa sin que se afectara su negocio. En ese tipo especial de sangre disponíamos de miles de millones. Aquel negocio valía una fortuna. Cada día más. Desde que comencé a gestionarlo el valor de Antibióticos se multiplicó. Sería ridículo creer que introduje alguna fórmula mágica. Tuve frente a mí una buena coyuntura económica, acertamos en unos productos que mejoraron nuestra productividad, subieron los precios de la penicilina, ordenamos algo más las cuentas…, en fin, una gestión ordenada y con criterio. De magia, nada; ni blanca ni negra.

La vida en el Consejo se pacificó, mis relaciones con Arcadio Arienza y el resto de los consejeros eran excelentes. Hasta que rompimos la paz accionarial y estalló la guerra.

Entre los accionistas de aquella empresa se encontraban Francisco Cano y Arturo Díaz Casariego, aunque en realidad las verdaderas dueñas de las acciones eran sus mujeres, y ellos las representaban en el Consejo de Administración. Paco Cano, alto, grande, pelo blanco peinado hacia atrás con cuidado esmero, camisas a medida planchadas de una forma especialmente elegante, entre atusadas y arrugadas, intentando aparentar indiferencia por su aspecto externo —la mejor forma de elegancia—, era un hombre inteligente y prudente. Pronto adquirí confianza con él. Era perfectamente consciente de que la empresa marchaba bien y de que en cuanto negocio no existía el menor problema. Pero, al mismo tiempo, reflexionaba sobre sí mismo, sobre su familia, sobre la composición de su patrimonio, sobre lo que debería esperar del futuro, del peso relativo que la inversión de Antibióticos tenía en su fortuna. Había vivido en el pasado momentos difíciles en los que parecía que la empresa que ahora brillaba por los cuatro costados podría quebrar en cualquier instante. Por ello reflexionaba conmigo sobre la conveniencia de vender su paquete de acciones.

En cierta medida el tipo de reflexiones de Paco Cano me resultaban familiares porque Juan repasaba casi a diario la estructura, composición y perspectivas de su patrimonio, en un ejercicio que me llamaba la atención al comienzo para provocarme cierto asombro después ante la intensidad con la que lo practicaba. Claro que yo no era rico, carecía de patrimonio y, por tanto, no podía dedicarme a ese deporte. Juan decía que eres rico de verdad si no eres capaz de precisar cuánto dinero tienes. Será así, pero para saberlo es imprescindible hacer un esfuerzo diario para controlar mentalmente tu fortuna; así que ser rico es esforzarse a diario en recontar tus dineros aunque te equivoques en algunas cifras.

Sucedió como siempre ocurren estas cosas, de repente, sin programar anticipadamente. En un momento dado vino a mi mente la idea de que lo que resultaba cierto para Paco Cano no lo era para mí. Su edad y circunstancias familiares aconsejaban vender. La mía y mis perspectivas existenciales llamaban a comprar.

Jamás programé convertirme en accionista de Antibióticos. Ese terreno pertenecía a otros. Yo era un abogado del Estado, un profesional. La hipótesis de convertirme en dueño parcial del negocio me resultaba extraña, casi incómoda, incluso me provocaba cierto temor ante la ignorancia de cuál debería ser mi comportamiento en el caso de que lo alcanzara. Poco a poco, a medida que avanzaba en las conversaciones con Paco Cano, me fui acostumbrando a la idea, deglutiéndola, metabolizándola, asumiéndola como una parte esencial de mi estancia en Antibióticos, hasta que llegó un momento en el que tomé una decisión: o compraba a Paco Cano y me convertía en accionista, o daría por cumplida mi misión y volvería a mi despacho profesional. Así entendí el verdadero fondo del asunto: eres profesional porque no puedes ser dueño. Eso es todo. Por tanto, a intentarlo o abandonarlo. De nuevo las reflexiones inteligentes pero no pragmáticas de mi conversación con Juan en su laboratorio tiempo atrás.

Ahora, sin embargo, me enfrentaba a una empresa no estrictamente familiar, con distintos accionistas no vinculados entre sí, y algunos de ellos podían tener interés en vender. Construir algo por mí mismo se convirtió en una necesidad vital. Casi un agobio. La decisión, una vez más, estaba tomada.

Llegó el momento de planteárselo a Juan. De nuevo el vértigo, el temor ante las reacciones de los demás, ante la modificación cualitativa de estatus que representaba el hecho de que a partir de ese momento yo, Mario Conde, ya no solo sería un profesional cualificado, un tipo brillante e inteligente, sino, además, un dueño, un accionista del negocio, lo que nada tiene que ver, en la estructura de pensamiento de las personas como Juan, con la brillantez, la capacidad y los conocimientos intelectuales. No tenía alternativa: o aceptaba que yo debía ser accionista o tenía que lidiar con un futuro de soledad en la empresa. Entre los vértigos que le producían las dos situaciones, eligió el que estimó menor.

Tal vez soy excesivamente rígido y hasta algo injusto por plantear la elección de Juan como una opción entre dos males, eliminando cualquier brizna de afecto, ilusión o siquiera agradecimiento por mis actuaciones pasadas. Creo, no obstante, que sucedió como lo describo, que este tipo de sentimientos convivían en el corazón de Juan en aquellos días, al menos en los compases iniciales, cuando la sinfonía que le presentaba volvía a recordarle la conversación de Abelló, S. A., a propósito del inteligente pero no pragmático. Juan es así, con ese cemento se construyó su modo y manera de comprender las relaciones en el mundo de los negocios. Los afectos son independientes de las acciones, los sentimientos, de los beneficios, y mezclarlos raramente lleva a puerto seguro y calmo. Más bien presagia tormentas, con fuertes vientos, copiosas lluvias y aparatosas descargas eléctricas.

Lo malo es que Juan tenía razón. Su modelo es el más seguro para caminar por los áridos mundos del dinero. Los cambios repentinos de estatus provocan alteraciones de la personalidad de los individuos. O, tal vez, impulsan la salida al exterior de su verdadera arquitectura. Dura la lección, pero útil, conveniente y necesaria. Siempre he dicho que el ser humano es un mal producto, que a Dios se le escapó el departamento de control de calidad. Cuando a ese ser imperfecto le sitúas en la cercanía del dinero, en la frontera de la acumulación, lo peor de sí mismo sale a la luz envuelto en un insoportable olor a azufre.

Entre Juan y yo compramos las acciones de Paco Cano y de Arturo Díaz Casariego. No sería justo si pasara por alto un detalle: dado que Juan era mucho más rico que yo, se comprometió a financiarme, esto es, prestarme el dinero para que pudiera invertir en la compra de esas acciones. Yo se lo devolvería, como así fue, con los beneficios del negocio.

Instalado en mi nueva posición de accionista, me preparé para comunicárselo al resto de los dueños del negocio. Estaba absolutamente persuadido de que encajarían la noticia como lo que era en mi concepto: el consejero delegado de la empresa creía en su futuro hasta tal extremo que arriesgó su dinero para convertirse en accionista. Para quienes me designaron como primer ejecutivo de la casa no podía existir una noticia mejor.

Nunca formulé una predicción tan errónea.

La violencia contra Juan y contra mí por parte del resto de los accionistas superó cualquier imaginación calenturienta. No entendía nada. ¿Qué podía molestarles? ¿No era acaso una prueba elemental de mi convencimiento en el futuro del negocio? ¿No significaba eso que mi destino profesional en la casa dejaba de tener el tinte de lo coyuntural para convertirse en mucho más definitivo? ¿En qué pudo consistir mi pecado? Visto con la perspectiva del tiempo, mis razonamientos de entonces adolecen de una ingenuidad tan candorosa que apetece acariciarla. No se trata de que sea bueno o malo que el consejero delegado compre acciones de la empresa. En estructuras empresariales cerradas, como el caso de Antibióticos, funcionan dos elementos: la cantidad de acciones que posees y la cantidad de poder que ejercitas. La alteración de la primera que suponga modificación en la segunda conduce, necesaria e inexorablemente, a un casus belli.

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