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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (47 page)

BOOK: Los días de gloria
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—Por mí no hay problema. Lo que ocurre es que a Antonio Hernández Mancha no le obedecen en su partido y si plantea un tema así a la hora de votar no va a existir disciplina y podemos hacer el ridículo.

La explicación no me pareció suficientemente seria. Antonio había ganado las elecciones en el partido y, por tanto, no podía sustentarse una negativa de esa naturaleza de acuerdo con una conjetura tan etérea. Entonces desconocía el carácter de Adolfo. En muchas ocasiones, cuando no desea hacer algo, desplaza la excusa hacia una supuesta debilidad de otros. Claro que el problema tenía una salida muy simple.

—Por tanto, si estuvieras seguro de que esa disciplina de voto existe, ¿aceptarías la alianza con el AP?

—Sin duda —respondió.

Dimos por finalizada la conversación. Demasiados ojos excesivamente atentos a nuestras evoluciones. Me reincorporé a la fila en la que uno tras otro consumíamos el turno de saludo a su majestad el Rey. Miguel Boyer se dirigió a mí.

—No es bueno que te metas en política.

—No tengo ninguna intención de hacerlo —contesté con la mayor sequedad que pude.

—Entonces, no pasees. No pasees.

La impertinencia de Boyer me irritó, aunque no excesivamente porque en el fondo constituía un halago al atribuirme la capacidad de influir en el desarrollo de la política nacional con mis paseos por el palacio de El Pardo. Le contesté con una sonrisa de circunstancias y, concluido el saludo al Rey, volví a encontrarme con Antonio para trasladarle lo más fielmente posible mi conversación con Adolfo, quien nos observaba con indudables muestras de inquietud a una prudente distancia en mitad de la algarabía que suele formarse en esta suerte de festejos reales.

Me aseguró que no existía problema alguno en controlar el voto del partido en la Asamblea de Madrid. Le expuse mi tesis de que todavía adolecía de exceso de juventud y que un pacto con Adolfo le vendría muy bien. Antonio no dudó demasiado y aceptó. Habló con sus gentes y consiguió la disciplina de voto. Yo mismo me encargué de transmitirle a Adolfo la buena nueva y quedamos en cenar juntos en su casa de la Florida, en Madrid.

Sin embargo, el mismo día de la prevista cena el supuesto pacto saltó a la prensa. Alguien quería de esta manera perjudicar a Antonio y, de paso, cargarse la alternancia de poder. La radio transmitía la noticia de que era inminente el pacto en la Comunidad de Madrid entre AP y CDS. Adolfo anuló la cena con un mensaje tan enigmático como: «Todo cancelado, ya te explicaré». Antonio llamó insistentemente a Adolfo pero solo obtuvo el silencio por respuesta. Visiblemente nervioso, se puso en contacto conmigo. No pude ofrecerle ninguna explicación distinta al «todo cancelado, ya te explicaré» de Adolfo. Antonio se vino abajo. Se dio cuenta de que aquel acontecimiento podía acabar con su carrera política. Adolfo Suárez dejó a Antonio Hernández Mancha en una posición fatal, hasta el punto de que yo creo que ese asunto tuvo su importancia en la decisión de Fraga de volver a ocupar transitoriamente la presidencia de AP para nombrar, más tarde, a José María Aznar. Es muy curioso, pero Aznar llega a la presidencia del Partido Popular y posteriormente a la presidencia del Gobierno entre otras razones debido a ese incidente que sigue siendo un gran desconocido. No tengo duda de que Adolfo se equivocó y perdió una clara oportunidad. Después de pactar rompió el pacto. ¿Por qué? Nunca más hablé con él en profundidad de este incidente pero la respuesta solo puede ser una: creyó que eso era lo que le convenía.

Pues bien, antes de que estos acontecimientos sucedieran, Juan Abelló convocó una cena en su casa a la que invitó como estrella a Antonio Hernández Mancha, en aquellos días oficialmente líder de la oposición. Algún otro banquero, como Pedro de Toledo, formaba parte de la lista de comensales. Juan deseaba una especie de nueva presentación en sociedad después de su indudable éxito. Sus ideas conservadoras eran bien conocidas, por lo que a nadie podría extrañar que invitara al líder del partido conservador. Aquella tarde, después de haber confirmado mi asistencia, medité sobre la conveniencia de acudir o poner alguna excusa.

Consciente de los problemas de protagonismo derivados de nuestro ascenso a Banesto, la OPA y la presidencia del banco, pensé que debía dejarle a Juan un espacio en el que desenvolverse sin el coste de mi presencia. Se trataba de su cena, su casa, su éxito. Era la noche de Juan Abelló y no de Conde-Abelló. Mi presencia le restaría protagonismo porque muchas miradas y conversaciones, en lugar de dirigirse hacia él, vendrían a mi territorio. Al final lo que cuenta es la presidencia del banco y quien ostentaba esa posición era yo y no Juan. Preciosa la casa, magníficos los cuadros, maravilloso el entorno. De acuerdo, pero nada de eso tenía excesiva importancia en relación con el poder atribuido a la presidencia de Banesto, y sobre todo a una presidencia conseguida con el inicio de la creación de una mitología social, política y financiera como la que se estaba gestando. Por ello concluí que lo mejor que podía hacer era brindarle mi ausencia y que él se desenvolviera en la soledad de su indudable éxito de la manera en que inmejorablemente sabía hacerlo.

El resultado fue desastroso. Juan consideró mi ausencia como una afrenta terrible. Fernando Garro me contó que después de cenar se quedaron hablando hasta altísimas horas de la madrugada. Juan no paraba, según Fernando, de soltar improperios contra mí, fruto, claro, de las copas y del mal entendimiento de mi ausencia. Aunque, claro, cuidado con atribuir demasiado valor a las confidencias de Garro. A pesar de ello creo que no analicé las cosas con cuidado y cometí un error.

Yo formaba parte sustancial del éxito de Juan. Fuera cierto o no, lo que pensaba en su interior es que yo constituía una parcela de su éxito, un trozo de indudable calibre y la única manera de probarlo residía en que yo compareciera a su cena, que estuviera allí formando parte decisiva del decorado. Su protagonismo consistía en mi protagonismo. No se trataba de una cena a dúo, ni de una cena financiera a la que asistiera el presidente de Banesto. No. Se trataba de una cena a la que asistía una persona, Mario Conde, que, gracias a Juan, había alcanzado la posición de presidente de Banesto. Además mi presencia permitiría alimentar la hipótesis de que Juan había preferido no ser presidente del banco. Mi ausencia desmoronaba semejante edificio. Mi ausencia no solo lo destruyó, sino que alimentó la versión contraria.

Poco tiempo después de la Junta General de enero de 1988, Juan decidió que almorzáramos en el banco con Alberto Cortina y Alberto Alcocer. Juan me los había presentado tiempo atrás. Eran dos chicos educados que se habían casado con dos hermanas, Esther y Alicia Koplowitz, herederas de una constructora propiedad de una familia de origen judío. Lourdes sentía mucho afecto por las dos y yo creo que era correspondida. Me reía mucho con ellos y tengo que reconocer que les tenía respeto porque habían sido capaces de transformar una pequeña constructora en una de las empresas del sector más importantes del país. Sin duda, la ayuda de El Corte Inglés había sido muy importante, pero eso no restaba, en mi opinión, ningún tipo de mérito a la labor de los Albertos, como se les conocía en Madrid. Eran mucho más abiertos que Jaime Botín y, además, no tenían en absoluto el complejo de la casa March. Antes al contrario, Alcocer no se mordía la lengua hablando de las excentricidades personales de Carlos March. La verdad es que aparte de unos empresarios de éxito eran unos tipos muy divertidos y yo lo pasaba estupendamente con ellos. Alcocer, un poco basto y escasamente pulido, repetía frases hechas, algunas de las cuales tenían gracia y hasta cierta profundidad, como aquella, una de sus favoritas, en la que aseguraba: «No es lo mismo lo gordo que lo hinchado». Creo que nuestro ascenso al poder en Banesto les influyó negativamente, cuando, de haberse impuesto la sensatez, todos hubiéramos obtenido frutos de esa operación.

En aquellos momentos, 27 de febrero de 1988, todavía no se había planteado el tema de la fusión entre el Banesto y el Central y se trataba de una comida sin más pretensiones que charlar juntos un rato. Para Juan revestía, además, un fondo importante porque recibía a los Albertos en la planta de Presidencia de Banesto, y ante ellos Juan y yo conformábamos un solo ente, por decirlo de manera algo cursi, dado que no se trataba de almorzar con Juan Abelló vicepresidente y Mario Conde presidente, sino con Abelló y Conde, que se habían hecho con el control de Banesto. No cabe duda de que una posición de tanto privilegio añadía un morbo especial al almuerzo con los dos primos, que serían muy ricos por sus mujeres, que ganarían una enorme cantidad de dinero con sus empresas, incluidas, como decía Juan, las de las basuras (tratamientos de residuos urbanos), pero en aquellos días seguían en la calle, y la calle para Juan era cualquier sitio fuera de Banesto.

La comida se desarrollaría en el comedor de Presidencia en Castellana 7. Ese mismo día Juan, a través de su secretaria, la inolvidable Sole, me dijo que no podía asistir al almuerzo porque había tenido que salir urgentemente de viaje con destino a Ciudad Real para entrevistarse con Bono.

Me llamó la atención la información de Sole porque, al fin y al cabo, era a Juan a quien le apetecía almorzar en el banco con los Albertos y fue él quien organizó el encuentro, pero tampoco le di excesiva importancia porque Juan era así, capaz de cancelarte un almuerzo
in extremis
sin preocuparle demasiado si podría constituir una imperdonable falta de educación. Llamé a los Albertos para decirles que dado que Juan no podía asistir, si querían cancelábamos la comida o, si lo preferían, la manteníamos. Eligieron la última opción y la comida se celebró. Poco antes de almorzar recibí una llamada de Sole. Hablé con ella y le pregunté que cuándo volvía Juan a Madrid. La respuesta me llamó la atención:

—Don Juan está en Madrid, en el despacho —me dijo Sole.

No entendía nada. ¿Cómo que estaba en Madrid si me había asegurado que no podía asistir al almuerzo precisamente por estar en Toledo o Ciudad Real? Percibí un cierto temblor en la voz de Sole cuando le pedí urgentemente hablar con Juan. La verdad es que cuando le pregunté si ocurría algo, mis preocupaciones, mis elucubraciones de lo que sucedería, nada se aproximaban a la respuesta que recibí de su voz cansina y agotada al otro lado del auricular:

—He decidido irme de Banesto. No quiero seguir sufriendo así.

Mi sorpresa fue mayúscula. Todavía no habíamos consumido ni dos meses en Banesto y Juan, cansado de soportar por más tiempo la presión interior, optaba por la retirada. No podía consentirlo. No solo porque no me apetecía lo más mínimo quedarme en solitario en un banco que no busqué, ni siquiera en un lugar de tanto privilegio en el mundo financiero y en la sociedad española en general, sino porque, además, las razones que forzaban una posición tan extrema me soliviantaban en lo más profundo. Juan no merecía acabar su vida en Banesto de tan estúpida manera con la única finalidad de calmar las ansias de no sé qué demonios anímicos.

Intenté que diera marcha atrás, que asistiera a la comida, pero se mantenía firme. Por fin, conseguí convencerle de que debíamos vernos, que un asunto de esa envergadura no podía solventarse en una conversación telefónica. Le expliqué que almorzaría con los Albertos y que después acudiría a su casa. Al día siguiente, además, los dos teníamos una invitación para la montería que se celebraba en casa de Pablo Garnica.

Llegaron los primos. Mi estado de ánimo no era el mejor para responder a sus constantes cachondeos. Me notaron raro desde los primeros compases del almuerzo y cuando se dirigieron a mí para saber si me pasaba algo les expliqué lo ocurrido con Juan. No les afectó lo más mínimo. A pesar de que eran amigos suyos desde mucho tiempo atrás, no parecían evidenciar un excesivo respeto por Juan como hombre de negocios. Alcocer tomó la palabra, se puso serio y en el comedor de la última planta del edificio de Banesto del paseo de la Castellana, sin el menor recato, olvidándose del afecto que yo sentía por Juan, con ese tono propio de quien todavía no ha comenzado a sufrir seriamente en la vida, gozando del beneplácito y asentimiento pleno de Cortina, sentenció:

—Mira, Mario, lo mejor que puede ocurrirle a Juan es dedicarse a lo suyo, que es cazar, administrar su patrimonio y «perfumarse» un poco.

«Perfumarse» significaba en el lenguaje de Alcocer y Cortina dedicarse a tomar copas. Con esta expresión sentenciaron su punto de vista sobre Juan. Me dolió mucho. No quería ni siquiera analizar su razón para expresarse de esa manera. La crueldad entre todos ellos me resultaba excesiva.

Fue uno de los días que recuerdo con mayor claridad de toda mi vida porque en él se desarrolló posiblemente la conversación más intensa y sincera que Juan y yo hemos mantenido en nuestra vida, además de, probablemente, la peor de todas, porque fraguó la ruptura definitiva entre los dos.

Llegué a su nueva casa en la calle Serrano sobre las siete y media de la tarde. Me encontré con un hombre tremendamente abatido, con esos ojos brillantes y algo vidriosos típicos en él cuando se enfrenta con un problema gravísimo. Nos sentamos en su despacho. Algunos cuadros sin colgar proporcionaban un aspecto desordenado y al tiempo elegante.

—No puedo soportarlo más, Mario. Los problemas son diarios. No puedo seguir viviendo así. Tengo que irme. Tú ya eres presidente de Banesto y nada va a cambiar por el hecho de que yo me vaya. Venderé mis acciones poco a poco, de forma que no transcienda al mercado. Tengo que hacerlo. Necesito liberarme de este drama.

Hablaba con profunda tristeza. Yo diría que con cariño, con afecto sincero. No pude evitar que vinieran a mi memoria, con trazos precisos, nuestras conversaciones sobre el banco desde que vendimos Antibióticos. Banesto era un proyecto de Juan, mucho más que mío. Pero, si yo estaba convencido de que la ruptura entre nosotros, en el terreno económico, se presentaba inevitable, el momento para plantearla no podía ser mejor para mí porque como presidente del banco el coste sería mínimo. Incluso más: al irse Juan, mi posición personal de poder en Banesto si cabe aumentaría en influencia. Por tanto, nada tenía que perder admitiendo un hecho que desde hacía mucho tiempo consideraba inevitable. Al revés, tenía mucho que ganar, tal y como me habían explicado en el almuerzo los Albertos.

Solo existía un problema: yo quería mucho a Juan, sabía de sus ilusiones por el banco, de su proyecto de vida. Sentía que se encontraba ante una decisión que le arrastraría por un camino vital muy complicado, al margen de que tuviera o no éxito económico en el futuro. No se trataba de un problema de pesetas, sino de algo mucho más profundo.

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