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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (53 page)

BOOK: Los días de gloria
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Mi diseño de la operación era muy simple: Alfonso no tendrá más remedio que aceptar. Su horizonte es ser absorbido por los primos o por Banesto. Ninguna de las dos posibilidades le resultará agradable, pero forzado a elegir, a optar necesariamente por una de ellas, la decisión será fusionarse con Banesto, aunque solo sea por devolver a los Albertos parte del daño que le han hecho a él. ¿Y los primos? ¿Qué hacer con ellos? ¿Cómo reaccionarían? Posiblemente muy mal al principio, porque se les escapaba su presa y, además, no cumplirían con el encargo recibido desde el poder político. Pero —pensaba— cuando se percataran de que estábamos creando el primer banco del país, el centro privado de mayor envergadura en la historia económica de España, comprenderían que el edificio resultaba suficientemente amplio para todo el mundo. Reaccionarían al comienzo con ira pero acabarían entendiendo el proyecto. Nuevamente me equivoqué porque no introduje en el análisis un factor decisivo: los Albertos, fuera lo que fuese lo que pensaran en su interior, obedecerían a sus mentores, al poder político. Punto y final. Así sucedió. Pero tardé en comprobarlo, me costó tiempo, energía y dinero.

Una vez metabolizada en mi interior la estrategia, la comenté con Juan Abelló y Belloso. A los dos les pareció una oportunidad magnífica y es que lo era. A Juan eso del centro privado de mayor envergadura de la historia de España le interesaba menos, pero tener el primer banco de golpe y porrazo le entusiasmaba. Claro que ahí estaban los primos, sus amigos teóricos, aunque jamás le comenté la conversación que mantuvieron conmigo cuando decían aquello de que lo que debía hacer es dejar a Juanito que se dedicara a «perfumarse». Mi tesis era clara: al final tendremos que pactar con ellos, porque no vamos nosotros a jugar a Escámez. Además, a Juan le gustaría si fusionamos los bancos, aunque solo fuera porque de otro modo sus cacerías juntos serían un imposible o un insufrible, y eso de dejar de matar perdices en ojeo son palabras mayores para aquel grupo que en Madrid acabó siendo conocido como los galácticos. Recibí mi primera sorpresa.

—Ni hablar. No pactaremos. Este es un proyecto para nosotros. En ningún caso para compartirlo con los Albertos.

Me llamó la atención una respuesta tan excluyente pero tampoco le concedí mayor importancia. Cosas de Juan. Acabaría cediendo.

Así que al lío. Madariaga comenzó su cometido, transmitió la idea a Escámez, este, como era previsible, la encajó bien desde el momento inicial, y nos pusimos a trabajar. Las conversaciones para la fusión no fueron demasiado largas ni excesivamente complejas. Las llevaba personalmente yo, manteniendo informados a Juan Belloso, Arturo Romaní, Ramiro Núñez y, desde luego, a Juan Abelló. Debo confesar que en ningún momento percibí la menor actitud extraña en Juan. Quizá algunos recelos, preocupación por el flujo de los acontecimientos, ciertos vértigos derivados de la envergadura de lo que teníamos entre manos, pero nada más.

Hasta un día en el que, enfocada ya la fase final, me encontraba almorzando en el Central con Alfonso Escámez. En mitad de la comida recibí una llamada de Juan Abelló desde Jerez. Me puse al teléfono y oí a Juan decirme en tono algo airado, casi aparentando autoridad:

—Quiero decirte que en ningún caso debemos plantear esta operación de fusión al margen de los Albertos. Hay que contar con ellos.

Lo curioso es que dicho eso y casi sin esperar respuesta de mi parte colgó el teléfono. No entendía nada. Fue precisamente él quien me dijo que en ningún caso quería compartir con los primos el resultado del negocio. ¿Qué le estaría ocurriendo? Pactamos en Aranjuez, ambos definimos el proceso de fusión, me pidió que no contara con los Albertos y ahora, por teléfono, desde Jerez, quiere un acuerdo... No entendía nada. Quizá sea más preciso si digo que no deseaba entender.

No tenía la menor duda de que Juan y los primos estarían ese mismo día cazando juntos por algún lugar de la sierra de Cádiz y que fueron ellos, los dos Albertos, los que le pidieron que me llamara y que me insistiera en que jamás se me ocurriera pactar con Escámez en contra de ellos. Estaban convencidos de que si Juan me retiraba su apoyo me vendría abajo y desistiría de la fusión, o, en otro caso, llegaría a un pacto con ellos, que significaba lo mismo que entregarles voluntariamente mi cabeza. Cuando volvía a la pequeña mesa en la que almorzábamos Alfonso y yo, mientras tales pensamientos revoloteaban en mi mente, me sentí lleno de profunda tristeza.

—¿Qué quería Juan? —preguntó Alfonso, que, estoy seguro, en mi mirada y lenguaje corporal adivinó que no se trataba de un mero trámite.

—Nada importante. Solo saber qué tal iban las cosas...

El silencio de Escámez, la no insistencia en preguntar, me dio la clave de que sabía a la perfección que algo iba mal entre Juan y yo y que la causa eran, precisamente, los primos. Ignoro si Escámez sabe algo de sufismo pero de saberlo habría pensado qué razón tenían los maestros sufís cuando decían aquello de que las aves de la misma pluma siempre acaban volando juntas. Y Abelló y los Albertos pertenecían a un entorno idéntico y desde luego diferente al de Escámez y mío. Pensaban de otro modo. Por eso no es estrambótico aventurar que acabarían coincidiendo. Lo raro sería lo contrario.

El 17 de mayo de 1988, por fin, con gran estrépito mediático, se firmaba un documento histórico al que llamamos «Documento de Intenciones sobre Fusión de Banco Central, S. A., y Banco Español de Crédito, S. A.». En toda operación de este tipo solo existen dos cuestiones básicas: ecuación de canje, es decir, cuántas acciones de una empresa por cuántas de la otra, y quién se queda con el poder. En nuestro caso, las cosas estaban claras: una acción de Banesto por otra del Central y, en cuanto al poder se refiere, el asunto quedaba definido en los siguientes términos: «Culminado el proceso de fusión de ambas entidades, don Mario Conde será designado presidente ejecutivo y don Alfonso Escámez será designado presidente del Consejo Asesor».

La batalla por el poder la había ganado Banesto y de forma clara. El futuro banco se llamaría Banco Español Central de Crédito, lo que presagiaba que al poco tiempo de vida su designación como Banesto sería un imperativo de la lógica. Los primos y el poder nos brindaban una oportunidad de oro. Pero obviamente no se rendirían tan pronto.

El Consejo de Banesto aprobó el proyecto de fusión sin ningún entusiasmo, pero lo aprobó. Recuerdo que en aquella reunión, en aquel Consejo destinado a aprobar la operación, Ricardo Gómez-Acebo, vicepresidente del banco, tomó la palabra. Se recostó sobre su silla, en un gesto muy habitual en él, su brazo derecho se cruzó sobre el respaldo, giró la cabeza hacia atrás y dijo:

—Detrás de nosotros están los cuadros de los anteriores presidentes de Banesto. Estoy seguro de que todos ellos, con la excepción de Pablo Garnica Mansi, hubieran celebrado lo que estamos analizando hoy como una ocasión histórica para Banesto. Por tanto, yo no tengo duda alguna de que debemos aceptar el proyecto porque es lo que conviene a los intereses del Banco Español de Crédito.

¿Por qué Ricardo quiso excluir expresamente a Pablo Garnica? No lo sé. ¿Tenía alguna información de actitudes contrarias del ex presidente? Lo ignoro. Tal vez todo fuera debido a que Ricardo no profesaba una admiración seria por Pablo. Y eso, ante las diferencias de enfoques vitales, puedo entenderlo, aunque trasladarlo al área bancaria resultaba excesivo. Tal vez existiera algo más profundo.

El resto de los consejeros, como decía, no puso excesivo calor en la respuesta positiva a mi planteamiento, con la excepción de Jacobo Argüelles, quien, con ese modo de hablar característico suyo, dijo algo así como que le parecía muy bien porque le resultaba divertido. La verdad es que «divertido» no era la palabra más adecuada para ser utilizada en ese momento, pero cada uno responde a su propia personalidad. El Consejo del Banco Central aprobó igualmente el proyecto, quizá con más entusiasmo que el nuestro, probablemente porque el problema —los Albertos— lo tenían ellos y no nosotros, y el acuerdo, como mínimo, podría servir para añadir nuevas fuerzas a la guerra que se estaba desarrollando, con lo que ya solo nos quedaba una cosa: comunicar nuestro acuerdo al gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, y, posteriormente, en un acto de suprema ironía, al presidente del Gobierno.

Alfonso Escámez y yo bajamos a ver a Mariano Rubio. De nuevo tenía la seguridad más absoluta de que iba a enfrentarme con una reunión tensa, violenta y de la que salir sin costes no sería tarea fácil.

Entré algo nervioso, lo admito. Bueno, no sé si nervioso o interiormente excitado al recordar la primera de mis entrevistas con este hombre al que el destino colocaba en una posición de dominio, cuando menos teórico, sobre mis proyectos empresariales. Nada más comenzar la reunión, me di cuenta de que, como imaginaba, nuestro proyecto le crispaba, pero no como me imaginé en términos financieros o bancarios. Eso era lo de menos. Lo que le resultaba imposible admitir es que aquel imbécil de Conde al que casi echa de su despacho ante la impertinencia de no aceptar sus órdenes disfrazadas de sugerencias se iba a convertir, curiosamente, en el presidente del banco más grande de España. Algo así tenía que producir en ese hombre una reacción interior muy intensa, y no parece de alegría desbordada.

Le explicamos nuestro proyecto con cierta calma y, cuando terminamos, Mariano, visiblemente afectado, con un tono de voz entre enérgico y asustado, dijo:

—No me gusta demasiado lo que me proponéis porque no es exactamente lo que hubiéramos deseado, pero no podemos oponernos ahora a vuestro acuerdo, aunque lo seguiremos muy de cerca.

«No podemos oponernos ahora a vuestro acuerdo.» Menuda frase. A veces la rabia impide un mínimo grado de sutileza. El problema es que les cogimos por su propia faja: tanto alardear de las fusiones como la panacea del sistema financiero europeo que ahora, aunque les horrorizaba nuestro proyecto, no podían contradecirse ante la opinión negándose a aquello de lo que se declaraban los más entusiastas paladines y propagandistas.

Nuevamente debían ceder, pero, eso sí, permaneciendo agazapados, esperando su oportunidad, tratando de utilizar su poder para evitar, al precio que fuera, que la operación pudiera concluir satisfactoriamente.

Cumplido el trámite, abandonamos las dependencias del Banco de España. Acompañé a Alfonso hasta la puerta del Banco Central, en donde me despedí de él para volver a Banesto. Fue una despedida silente. Los dos, Alfonso y yo, sabíamos bien el contenido de aquella reunión, la tensión respirada de fondo, la postura oficializada del poder... Todo eso nos convertía en evidente que a pesar de haber firmado un acuerdo histórico, algo grande para la economía española, por todos los medios a su alcance iban a tratar de destruirlo.

Por el camino de regreso a Banesto iba recordando las palabras de Mariano: «No podemos ahora oponernos a vuestro acuerdo». Mi pregunta era clave: ¿colaboran en este designio destructor los Albertos? No quería rendirme a la evidencia de que este tipo de empresarios son obedientes al poder. Punto y final. La pregunta no tenía sentido: lo harían si el poder se lo ordenaba. Eso era todo. Desgraciadamente.

Al día siguiente, el diario
ABC
publicaba en portada una foto de Escámez conmigo y dos mucho más pequeñas de los Albertos con un gran titular que decía: «Pleno acuerdo para la operación económica más importante del siglo XX». En su primera página recogía, además, el siguiente titular: «Mario Conde, desconocido prácticamente hace siete meses, se perfila como el hombre fuerte de la economía española». No tengo nada que agradecer a esa información del diario dirigido por Luis María Anson. Al contrario. Evidenciaba demasiado que la batalla por el poder había sido ganada por nosotros, y una cosa es que eso estuviera claro en el Documento de Intenciones y otra, bien distinta, que se explicitara tan terminantemente en la prensa. La verdad es que durante estos años no ha dejado de sorprenderme cómo los titulares de prensa son capaces de afectar a determinado tipo de personas. Si queremos ser sinceros tendremos que reconocer que todos nos sentimos afectados en mayor o menor medida, pero hay una especie en la naturaleza humana que es feliz viendo cómo la prensa dice cosas agradables de ella e, incluso, tiene la tendencia a creerse que si lo dice la prensa es que es verdad... Aquel día 18 de mayo de 1988, cuando leí el diario de Prensa Española, pensé en Escámez, a quien seguro le repatearía por dentro, en los Albertos, que se sentirían segundones y, en cierta medida, perdedores en el proceso y, por último, en Juan Abelló, porque estoy seguro de que, de todos ellos, fue sin duda el que más sufrió, dejando a un lado, por supuesto, al gobernador del Banco de España.

Como no podía ser de otra manera, el diario
El País
tuvo que recoger la noticia con la importancia que el hecho en sí mismo tenía, pero ya comenzó a marcar lo que iba a ser su línea informativa con un editorial en el que, bajo el título «Fusiones y confusiones», se terminaba diciendo: «Con vistas al reto europeo, la banca española necesita un volumen y una reorganización operativa. Pero esa política debe asentarse en criterios de rigor y complementariedad, que los presidentes de ambas entidades están obligados a argumentar ante la opinión pública. Hay muchas cosas por explicar de lo que ha sucedido en las semanas recientes, y es preciso que lo hagan, pues una forma degradada de la fusión es, precisamente, la confusión». El diario de Prisa jamás tuvo el menor pudor en poner de manifiesto a quién servía. El proyecto del primer banco de España era una buena ocasión para recordarlo.

El 16 de junio de 1988 los Consejos de los dos bancos aprobaron las «Bases de la Fusión», en las que el esquema del poder en manos de Banesto se ratificaba de forma clara. Ese día, Alfonso y yo visitamos a Felipe González en la Moncloa. Nos dio su visto bueno a la operación. No tenía más remedio. Por el dogma oficial de las fusiones y porque la opinión percibía a Felipe como el muñidor de fondo de la operación contra Banesto. Por fin, el 20 de junio se firmó el documento oficial y todo el proceso parecía ya irreversible camino de las Juntas de Fusión que tendrían que celebrarse en el mes de octubre de ese año.

No tardaron mucho tiempo en demostrar que la fusión Banesto- Central golpeaba en lo más íntimo. El 20 de julio de 1988 recibo en Banesto una carta del gobernador verdaderamente alucinante: «Querido Mario: Me he quedado un poco sorprendido con las noticias que han aparecido en la prensa sobre el viaje tuyo y de Alfonso Escámez a Bruselas. Probablemente se debe a una mala interpretación de los periodistas, pero si es así, creo que conviene aclarar las cosas; salvo error por mi parte, la Comisión nada tiene que decir en el asunto de la fusión, que es competencia exclusiva de las autoridades españolas. Por razones obvias, es importante que estos temas de competencia estén siempre muy claros».

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