Read Los enamoramientos Online

Authors: Javier Marías

Los enamoramientos (10 page)

BOOK: Los enamoramientos
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Díaz-Varela se acercó a Luisa con solicitud, le cogió las manos entre las suyas y le murmuró:

—Ya está, ya está, no pasa nada. Lo siento de veras. No me he dado cuenta de hacia dónde podía derivar esta tontería. —Y me pareció notarle el impulso de acariciarle la cara, como cuando se consuela a una criatura por la que se daría la vida; sin embargo lo reprimió.

Pero lo mismo que su murmullo me fue audible, también se lo fue al Profesor.

—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? ¿Es por la palabra ‘huevos’? Pues muy tiquismiquis sois aquí. Podía haber utilizado una peor, al fin y al cabo ‘huevos’ es un eufemismo. Vulgar y gráfico y muy abusado, lo reconozco, pero no deja de ser un eufemismo.

—¿Qué es tiquismiquis? ¿Qué son los huevos? —preguntó el niño, al que no había pasado inadvertido el gesto de señalarse las ingles del Profesor. Por fortuna nadie le hizo caso ni le contestó.

Luisa se recompuso en seguida y cayó en la cuenta de que no me había presentado aún. No recordaba mi apellido, en efecto, porque así como dijo los nombres completos de los dos hombres (‘El Profesor Francisco Rico; Javier Díaz-Varela’), de mí, como de los niños, sólo dijo el de pila, y luego añadió mi apodo a modo de compensación (‘Mi nueva amiga María; Miguel y yo la llamábamos la Joven Prudente cuando la veíamos casi todos los días a la hora de desayunar, pero hasta ahora no habíamos hablado’). Consideré oportuno subsanar su olvido (‘María Dolz’, precisé). Aquel Javier debía de ser el que ella había mencionado un rato antes, refiriéndose a él como a ‘uno de los mejores amigos de Miguel’. En todo caso era el hombre que yo había visto por la mañana al volante del antiguo coche de Deverne, el que había recogido a los niños en la cafetería para llevarlos presumiblemente al colegio, un poco tarde para lo habitual. No era el chófer, por tanto, como yo había creído. Acaso Luisa se había imaginado obligada a prescindir de éste, cuando alguien se queda viudo siempre reduce gastos en primera instancia, como un acto reflejo de encogimiento o de desamparo, aunque haya heredado una fortuna. No sabía en qué situación económica había quedado ella, suponía que buena, pero era posible que se sintiera en precario aunque no lo estuviera en modo alguno, el mundo entero parece tambalearse tras una muerte importante, nada se ve sólido ni firme y el deudo más afectado tiende a preguntarse: ‘Para qué esto y para qué lo otro, para qué el dinero, o un negocio y su urdimbre, para qué una casa y una biblioteca, para qué salir y trabajar y hacer proyectos, para qué tener hijos y para qué nada. Nada dura lo bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante, aunque durara cien años. A mí Miguel me ha durado sólo unos pocos, por qué habría de durar nada de lo que dejó atrás y lo sobrevive. Ni el dinero ni la casa ni yo ni los niños. Estamos todos en hueco y amenazados’. Y también hay un impulso de acabamiento: ‘Quisiera estar donde está él, y el único ámbito en el que me consta que coincidiríamos es el pasado, el no ser y sin embargo haber sido. Él ya es pasado y yo en cambio soy aún presente. Si fuera pasado, al menos me igualaría con él en eso, algo es algo, y no estaría en condiciones de echarlo de menos ni de recordarlo. Estaría a su mismo nivel en ese aspecto, o en su dimensión, o en su tiempo, y ya no permanecería en este mundo precario que nos va quitando las costumbres. Nada más se nos quita si se nos quita de en medio. Nada más se nos acaba si uno ya se ha acabado’.

Era varonil, calmado y bien parecido, aquel Javier Díaz-Varela. Aunque afeitado con esmero, se le adivinaba la barba, una sombra levemente azulada, sobre todo a la altura del mentón enérgico, como de héroe de tebeo (según el ángulo y como le diera la luz, se le veía o no partido). Tenía pelo en el pecho, le asomaba un poco por la camisa con el botón superior abierto, no llevaba corbata, Desvern siempre la llevaba, su amigo era algo más joven. Las facciones eran delicadas, con ojos rasgados de expresión miope o soñadora, pestañas bastante largas y una boca carnosa y firme muy bien dibujada, tanto que sus labios parecían los de una mujer trasplantados a una cara de hombre, era muy difícil no fijarse en ellos, quiero decir apartarles la vista, eran como un imán para la mirada, tanto cuando hablaban como cuando estaban callados. Daban ganas de besárselos, o de tocárselos, de bordear con el dedo sus líneas tan bien trazadas, como si se las hubiera hecho un pincel fino, y luego de palpar con la yema lo rojo, a la vez prieto y mullido. Parecía además discreto, dejaba que el Profesor Rico perorara a sus anchas sin tratar de hacerle la menor sombra (tampoco debía de resultar eso factible, hacerle sombra). Sin duda tenía sentido del humor, porque había sabido seguirle la corriente y hacerle de contrapunto con eficacia, dándole pie a lucirse ante desconocidos o más bien desconocidas, se notaba en seguida que el Profesor era hombre coqueto, de los que tiran tejos teóricos a las mujeres en casi cualquier circunstancia. Por teóricos quiero decir que carecen de verdadero propósito, que no van destinados a conquistar a nadie de veras o en serio (no a mí ni a Luisa, en todo caso), sino a suscitar curiosidad por su persona, o a deslumbrar si es posible, aunque no se vaya a volver a ver nunca a los deslumbrados. Díaz-Varela se divertía con su pueril pavoneo y le permitía espaciarse o lo incitaba a ello, como si no temiera la competencia o tuviera un objetivo tan definido, y tan ansiado, que no le cupiera duda de que antes o después iba a lograrlo, por encima de cualquier eventualidad o amenaza.

No estuve allí mucho más rato, no pintaba nada en medio de aquella reunión, improvisada en lo que respectaba a Rico y probablemente consuetudinaria en lo tocante a Díaz-Varela, daba la impresión de ser una presencia habitual o casi continua en aquella casa o en aquella vida, la de Luisa viuda. Era la segunda vez que aparecía en un solo día, que yo supiera, y eso debía de ocurrir casi todos, porque al llegar con Rico los niños lo habían saludado con excesiva naturalidad rayana en la indiferencia, como si su visita al atardecer (un ‘dejarse caer’) fuera algo descontado. Claro que también lo habían visto aquella mañana, y los tres habían hecho juntos un breve recorrido en coche. Era como si él estuviera más al tanto de Luisa que nadie, más que su familia, sabía que por lo menos tenía un hermano, lo había mencionado en la misma frase que a Javier y a un abogado. Como a eso, como a un hermano sobrevenido o postizo, me pareció que lo veía Luisa, alguien que va y viene y entra y sale, alguien que echa una mano con los críos o con cualquier otra cosa cuando surge un imprevisto, con quien se puede contar en casi cualquier ocasión y sin preguntarle antes y a quien se solicita consejo ante las vacilaciones como en un acto reflejo, que hace compañía sin que se lo note apenas, ni a él ni su compañía, que se presta y se ofrece siempre espontánea y gratuitamente, alguien que no necesita llamar para presentarse, y que de manera paulatina, inadvertida, acaba por compartir todo el territorio y por hacerse imprescindible. Alguien que está ahí sin que se le haga demasiado caso, y a quien se echa indeciblemente de menos si se retira o desaparece. Esto último podía suceder con Díaz-Varela en cualquier instante, porque no era un hermano incondicional y devoto que nunca va a apartarse del todo, sino un amigo del marido muerto y la amistad no se transfiere. Si acaso se usurpa. Tal vez era uno de esos amigos del alma a los que en un momento de debilidad o de premonición oscura se les pide o encomienda algo:

‘Si alguna vez me ocurriese una desgracia y ya no estuviera’, podría haberle dicho Deverne un día, ‘cuento contigo para que te ocupes de Luisa y los niños.’

‘¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? ¿Te pasa algo? ¿A qué viene esto? No te estará pasando nada, ¿verdad?’, le habría contestado Díaz-Varela con inquietud y sobresalto.

‘No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso. Es sólo que quienes pensamos en la muerte, y nos paramos a observar el efecto que produce en los vivos, no podemos evitar preguntarnos de vez en cuando qué ocurriría tras la nuestra, en qué situación se quedarían las personas para las que significamos mucho, hasta dónde las afectaría. No hablo de la situación económica, eso está arreglado más o menos, sino del resto. Yo me imagino que los niños lo pasarían mal una temporada, y que a Carolina mi recuerdo le duraría toda la vida, cada vez más vago y difuso, y que por eso mismo sería capaz de idealizarme, porque uno puede hacer lo que quiera con lo vago y difuso y manipularlo a su antojo, convertirlo en el paraíso perdido, en el tiempo feliz en que todo estaba en su sitio y no faltaban nada ni nadie. Pero en fin, es demasiado pequeña para no zafarse de eso algún día, tirar adelante con su vida y crearse mil ilusiones, las que a cada edad le toquen. Sería una chica normal, con una ocasional estela de melancolía. Tendería a refugiarse en mi recuerdo cada vez que tuviera un disgusto o le salieran mal las cosas, pero eso lo hacemos todos en mayor o menor grado, buscarnos algún refugio en lo que existió y ya no existe. En todo caso la ayudaría que alguien real y vivo ocupara mi lugar, en la medida de lo posible, alguien que contestara. Tener cerca una figura paterna, a la que viera con frecuencia y ya estuviera acostumbrada. No veo a nadie más capacitado que tú para desempeñar ese papel sustitutorio. Nicolás me preocuparía menos: por fuerza me olvidaría, es muy niño. Pero también le vendría bien que tú anduvieras al quite de sus problemas, su carácter le traerá unos cuantos, bastantes. Pero sería Luisa la más desconcertada y desamparada. Claro que podría volver a casarse, sin embargo no lo veo muy factible, y desde luego no pronto, y cuanto menos joven fuera más difícil se le haría. Me imagino que sobre todo, pasada la desesperación inicial, pasado el duelo, y esas dos cosas duran mucho, sumadas, le daría una pereza infinita todo el proceso. Ya sabes: conocer a alguien nuevo, contarle la propia vida aunque sea a grandes rasgos, dejarse cortejar o ponerse a tiro, estimular, mostrar interés, enseñar la mejor cara, explicar cómo es uno, escuchar cómo es el otro, vencer recelos, habituarse a alguien y que ese alguien se habitúe a uno, pasar por alto lo que desagrada. Todo eso la aburriría, y a quién no, si bien se mira. Dar un paso, y luego otro, y otro. Es muy cansado y tiene inevitablemente algo de repetitivo y ya probado, para mí no lo quisiera a mis años. Parece que no, pero son muchos pasos hasta volver a asentarse. Me cuesta figurármela con una mínima curiosidad o ilusión, ella no es inquieta ni descontentadiza. Quiero decir que, si lo fuera, al cabo de un tiempo de haberme perdido podría empezar a ver alguna ventaja o compensación a la pérdida. Sin reconocérsela, claro, pero la vería. Poner fin a una historia y regresar a un principio, al que sea, si se ve uno obligado, a la larga no resulta amargo. Aunque estuviera uno contento con lo que se ha acabado. Yo he visto a viudos y viudas desconsolados que durante mucho tiempo han creído que jamás levantarían cabeza de nuevo. Sin embargo luego, cuando por fin se han rehecho y han encontrado otra pareja, tienen la sensación de que esta última es la verdadera y la buena y se alegran íntimamente de que la antigua desapareciera, de que dejara el campo libre para lo que ahora han construido. Es la horrible fuerza del presente, que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y además lo falsea sin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada. Y no hablemos ya de esos maridos o mujeres que no se atreven a abandonar al cónyuge, o que no saben cómo hacerlo, o que temen causarle demasiado daño: esos desean secretamente que el otro se muera, prefieren su muerte antes que afrontar el problema y ponerle razonable remedio. Es absurdo, pero así es: en el fondo no es que no le deseen ningún mal y traten de preservarlo de todos con su sacrificio personal y su esforzado silencio (porque de hecho se lo desean con tal de perderlo de vista, y además el mayor e irreversible), sino que no están dispuestos a ocasionárselo ellos, quieren no sentirse responsables de la infelicidad de nadie, ni siquiera de la de quienes los atormentan con su mera existencia cercana, con el vínculo que los ata y que podrían cortar si fueran valientes. Pero, como no lo son, fantasean o sueñan con algo tan radical como la muerte del otro. “Sería una solución fácil y un enorme alivio”, piensan, “yo no tendría nada que ver en ello, no le causaría dolor ni tristeza alguna, él no sufriría por mi culpa, o ella, sería un accidente, una enfermedad veloz, una desgracia en los que yo no tendría arte ni parte; al contrario, yo sería una víctima a los ojos del mundo y también a los míos, pero una víctima beneficiada. Y sería libre.” Pero Luisa no es de estos. Está plenamente instalada, aposentada en nuestro matrimonio, y no concibe otra forma de vida que la que eligió y ya tiene. Tan sólo ansía más de lo mismo, sin ningún cambio. Un día tras otro idénticos, sin quitar ni añadir nada. Tanto es así que ni siquiera se le pasará por la cabeza nunca lo que a mí sí se me pasa, es decir, mi posible muerte o la suya, para ella eso no está en el horizonte, no cabe. Bueno, la suya para mí tampoco, me cuesta mucho más planteármela y no la considero apenas. Pero la mía sí, de vez en cuando, me vienen rachas, a cada uno le toca bregar con su vulnerabilidad y no con la de los otros, por muy queridos que sean. No sé, no sé cómo decirte, hay temporadas en que veo el mundo sin mí muy fácilmente. Así que si algo me pasara un día, Javier, si me sucediera algo definitivo, ella ha de tenerte a ti como repuesto. Sí, la palabra es pragmática e innoble, pero es la adecuada. Entiéndeme bien, no te asustes. No te pido que te cases con ella ni nada por el estilo, evidentemente. Tú tienes tu vida de soltero y tus muchas mujeres a las que no ibas a renunciar por nada, menos aún por hacerle un favor póstumo a un amigo que ya no iba a pedirte cuentas ni podría echarte nada en cara, estaría bien callado en el pasado que no protesta. Pero, por favor, mantente cerca de ella si yo alguna vez falto. No te retraigas por mi ausencia sino todo lo contrario: hazle compañía, dale apoyo y conversación y consuelo, ve a verla un rato a diario y llámala cuanto puedas sin necesidad de pretextos, como algo natural y que pertenece a su día. Sé una especie de marido sin serlo, una prolongación de mí. No creo que Luisa saliera adelante sin una referencia cotidiana, sin alguien a quien hacer partícipe de sus pensamientos y a quien contarle su jornada, sin un sucedáneo de lo que tiene ahora conmigo, al menos en algún aspecto. A ti te conoce desde hace tiempo, contigo no tendría que vencer sus resistencias como con cualquier desconocido. Hasta podrías contarle tus aventuras y entretenerla con ellas, permitirle vivir vicariamente lo que le parecería imposible volver a vivir nunca por su cuenta. Sé que es mucho lo que te pido y que para ti no habría grandes ventajas, casi tan sólo una carga. Pero también Luisa podría sustituirme a mí en parte, ser a su vez una prolongación de mí, en lo que a ti respecta. Uno siempre se prolonga en los más cercanos, y éstos se reconocen y juntan a través del muerto, como si su pasado contacto con él los hiciera pertenecer a una hermandad o a una casta. Digamos que no me perderías del todo, que me conservarías un poco en ella. Tú estás muy rodeado de tus variadas mujeres, pero tampoco tienes tantos amigos. No te creas que no me echarías de menos. Y ella y yo tenemos el mismo sentido del humor, por ejemplo. Son muchos años de gastarnos bromas a diario.’

BOOK: Los enamoramientos
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Angel Maker by Brijs, Stefan
Moonstone Promise by Karen Wood
On Every Street by Halle, Karina
Courting Alley Cat by Kelly,Kathryn
Tempt Me by Tamara Hogan
El asesino del canal by Georges Simenon
Obession by Design by Ravenna Tate