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Authors: Javier Marías

Los enamoramientos (22 page)

BOOK: Los enamoramientos
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Cuando Díaz-Varela me había hablado del Coronel Chabert, había identificado a éste con Desvern: el muerto que debe seguir muerto puesto que su muerte constó en los anales y pasó a ser un hecho histórico y se relató y detalló, y cuya nueva e incomprensible vida es un incómodo postizo, una intrusión en la de los demás; el que viene a perturbar el universo que no sabe ni puede rectificar y que por tanto continuó sin él. Que Luisa no se sacudiese en seguida a Deverne, que de forma inerte o rutinaria continuase sujeta a él o a su recuerdo aún reciente —reciente para la viuda pero lejano para el que llevaba ya mucho anticipando su supresión—, debía de parecerle a Díaz-Varela la intromisión de un fantasma, de un aparecido tan fastidioso como Chabert, sólo que éste había vuelto en carne y hueso y cicatriz cuando ya estaba olvidado y su regreso era un engorro hasta para el curso del tiempo, al que en contra de su naturaleza se forzaba a retroceder y corregir, mientras que Desvern no se había ido del todo en espíritu, se demoraba, y lo hacía precisamente ayudado por su mujer, todavía enfrascada en el lento proceso de sobreponerse a su abandono y a su deserción; incluso trataba de retenerlo aún, un poco más, a sabiendas de que llegaría un día en que inverosímilmente se le desdibujaría su rostro o se le congelaría en cualquiera de las muchas fotos que se empeñaría en seguir mirando, a ratos con sonrisa embobada y a ratos entre sollozos, siempre a solas, siempre escondida.

Y sin embargo era a Díaz-Varela a quien yo veía ahora más bien como Chabert. Éste había sufrido amarguras y penalidades sin cuento y aquél las había infligido, éste había sido víctima de la guerra, de la negligencia, de la burocracia y de la incomprensión, y aquél se había constituido en verdugo y había perturbado gravemente el universo con su crueldad, su egoísmo tal vez estéril y su descomunal frivolidad. Pero los dos se habían mantenido a la espera de un gesto, de una especie de milagro, un aliento y una invitación, Chabert del casi imposible reenamoramiento de su mujer y Díaz-Varela del improbable enamoramiento de Luisa, o por lo menos de su consolación junto a él. Algo de común había en la esperanza de ambos, en la paciencia, aunque las del viejo militar estuvieran dominadas por el escepticismo y la incredulidad y las de mi pasajero amante por el optimismo y la ilusión, o acaso era por la necesidad. Los dos eran como espectros haciendo visajes y señas e incluso algún aspaviento inocente, aguardando a ser vistos y reconocidos y quizá llamados, deseosos de oír al fin estas palabras: ‘Sí, está bien, te reconozco, eres tú’, aunque en el caso de Chabert supusieran sólo concederle la carta de existencia que se le estaba negando y en el de Díaz-Varela significaran bastante más: ‘Quiero estar a tu lado, acércate y quédate aquí, ocupa el lugar vacío, ven hasta mí y abrázame’. Y los dos debían de pensar algo parecido, algo que les daba fuerza y los sostenía en su espera y les impedía rendirse: ‘No puede ser que haya pasado por lo que he pasado, que me hayan matado un sablazo en el cráneo y los cascos al galope de infinitos caballos, y sin embargo haya surgido de entre una montaña de muertos tras la larga e inútil batalla que convirtió en verdaderos cadáveres a cuarenta mil como yo, tenía que haber sido uno de ellos, solamente uno más; no puede ser que haya sanado con dificultad, lo bastante para tenerme en pie y caminar, que a lo largo de años haya recorrido Europa pasando penurias y sin que me creyera nadie, obligado a convencer a cualquier imbécil de que yo era todavía yo, de que no era un absoluto difunto pese a figurar como tal; y que por fin haya llegado hasta aquí, donde tuve mujer, casa, rango y fortuna, aquí donde solí vivir, para que la persona que más he querido y que me heredó ni siquiera admita que existo, finja no conocerme y me tilde de impostor. Qué sentido tendría haber sobrevivido a mi reiterada muerte, haber emergido de la fosa en la que ya me había resignado a habitar, desnudo y sin distintivos, igualado del todo con mis iguales caídos, oficiales y soldados rasos, compatriotas y tal vez enemigos, qué sentido tendría todo esto si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negación y el despojamiento de mi identidad, de mi memoria y de cuanto ha seguido ocurriéndome después de morir. La superfluidad de mi ventura, de mi ordalía, de mi gran esfuerzo, de lo que se parecía tanto a un destino...’. Eso debía de pensar el Coronel Chabert mientras iba y venía por París, mientras suplicaba ser recibido y atendido por el abogado Derville y por Madame Ferraud, que en virtud de su resurrección no era ya su viuda sino su mujer, y así volvía a ser, para su desdicha, la también enterrada y pretérita, la detestada Madame Chabert.

Y Díaz-Varela debía de pensar a su vez: ‘No puede ser que yo haya hecho lo que he hecho o más bien he fraguado y he puesto en marcha, que haya cavilado durante mucho tiempo y, tras consumirme en dudas, haya logrado maquinar una muerte, la de mi mejor amigo, fingiendo que la dejaba un poco al azar, que podía resultar o no, tener lugar o jamás suceder, o bien no lo fingía sino que en verdad era así; que ideara un plan imperfecto y lleno de cabos sueltos, precisamente para salvar la cara ante mí mismo y poder decirme que a fin de cuentas había permitido la existencia de numerosos resquicios y escapatorias, que no me había asegurado, que no había enviado a un sicario ni le había ordenado a nadie: “Mátalo”; no puede ser que haya interpuesto a dos personas o quizá han sido tres, a Ruibérriz, a su subalterno que efectuó llamadas y al propio indigente que las escuchó, a fin de sentirme muy lejos de la ejecución, de los hechos mismos cuando se produjeran si se producían, no había certeza sobre la reacción del gorrilla, podía haber hecho caso omiso o haberse limitado a insultar a Miguel, o haberle dado sólo un puñetazo como a su chófer cuando confundió a los dos, también el encizañamiento podía haber caído en saco roto desde el principio y no haber surtido el menor efecto, pero sí lo surtió y entonces qué; no, no puede ser que las cosas hayan salido según mi deseo contra casi toda probabilidad, que al hacerlo hayan perdido su posible carácter de juego o apuesta y hayan pasado a ser una tragedia y seguramente un asesinato inducido que a su vez me ha convertido a mí en un asesino indirecto, mías fueron la concepción y la decisión de empezar, de lanzar los dados trucados, de dar impulso a la amañada rueda y echarla a girar, fui yo quien dijo “Conseguidle un móvil para corromperle el oído, por ese conducto se llega a la mente, a la trastornada y a la que no lo está; compradle una navaja para tentarlo, para hacérsela acariciar y también abrir y cerrar, sólo el que tiene un arma la puede querer usar”; no, no puede ser que yo me haya metido en esto y me haya arrojado una mancha imposible de quitar para que luego no sirva de nada y mi intención no se cumpla. Qué sentido tendría haberme impregnado así, del crimen, de la conspiración, del horror, llevar para siempre en mi seno el engaño y la traición, no poder sacudírmelos ni olvidarme de ellos más que sólo a ratos de enajenamiento o quizá de extraña plenitud que no he probado, no sé, haber establecido un vínculo que reaparecerá en mis sueños y que jamás podré cortar, qué sentido tendría si no alcanzo mi propósito único, si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negativa o la indiferencia o la lástima, el mero y viejo afecto que me mantendría sólo en mi lugar, para qué tanta vileza, o aún peor, la denuncia, el descubrimiento, el desprecio, la espalda vuelta y su voz helada diciéndome como si surgiera de un yelmo: “Quítate de mi vista y no vuelvas a aparecer ante mí”. Como si fuera una Reina que desterrara a perpetuidad a su más fervoroso súbdito, a su mayor adorador. Y eso puede ocurrir ahora, eso puede ocurrir fácilmente si esta mujer, si María ha oído lo que no debía y decide ir a contárselo, aunque yo lo negara bastaría la duda para que mis posibilidades desaparecieran, para que dejaran totalmente de existir. De Ruibérriz sé que no hay que temer y por eso le encargué la operación, lo conozco hace mucho y nunca se iría de la lengua, ni siquiera si lo interrogaran o lo detuvieran, si el mendigo lo reconociera y dieran con él, ni siquiera bajo gran presión, por la cuenta que le trae y también porque es legal. Los otros, Canella y el que lo llamó, el que varias veces al día le recordó a sus hijas putas y lo obligó a imaginárselas en plena faena con mortificante detalle, el que lo obsesionó y acusó a Miguel, esos no me han visto en la vida ni han oído mi nombre ni han escuchado mi voz, para ellos no existo, sólo existe Ruibérriz con sus nikis o sus abrigos de cuero y su sonrisa salaz. Pero de María lo ignoro todo en realidad, noto que se está enamorando o que se ha enamorado ya, demasiado rápido para que no responda a una decisión generosa de la que por tanto se puede apear, todavía cuando quiera, por cansancio o despecho o por sensatez o decepción, lo segundo no parece sentirlo ni que lo vaya a sentir, está conforme con que no haya más que lo que hay y sabe que algún día dejaré de verla y la borraré porque Luisa me habrá llamado por fin, en modo alguno eso es seguro pero puede suceder, y aún es más, debería suceder antes o después. A menos que María posea un estúpido y fuerte sentido de la justicia, y la decepción de saberme un criminal se le imponga sobre cualquier otra consideración y así no le parezca suficiente renegar y apartarse de mí, sino que necesite apartarme de mi amor. Y entonces, si supiera Luisa, o si la idea le entrara en la cabeza, no haría falta más, qué sentido tendría que tras adentrarme por la senda más sucia ya no hubiera esperanza, ni siquiera la más remota, la irreal que nos ayuda a vivir. Quizá hasta la espera me quedaría prohibida, no ya la esperanza sino la simple espera, el refugio último del peor desdichado, de los enfermos y de los decrépitos y de los condenados y de los moribundos, que esperan a que llegue la noche y luego a que llegue el día y la noche otra vez, sólo a que cambie la luz para saber al menos qué les toca, si estar despiertos o dormir. Incluso los animales esperan. El refugio de todo ser sobre la tierra, de todos menos de mí...’.

Fueron pasando los días sin noticias de Díaz-Varela, uno, dos, tres y cuatro, y eso era enteramente normal. Cinco, seis, siete y ocho, y también eso era normal. Nueve, diez, once y doce, y eso ya no lo fue tanto, pero tampoco resultó muy extraño, a veces él viajaba y a veces viajaba yo, no teníamos costumbre de avisarnos de antemano y aún menos de despedirnos, jamás alcanzamos tanta familiaridad ni contamos el uno para el otro como para juzgar necesario o prudente informarnos de nuestros movimientos, de nuestras ausencias de la ciudad. Cada vez que él había tardado esos días o más en llamar o dar señales, yo había pensado con lástima —pero siempre con conformidad, o acaso era resignación— que ya me tocaba salir de escena, que el breve tiempo que yo misma me había adjudicado en su vida había sido brevísimo al final; suponía que se había cansado, o que, fiel a su tendencia, había cambiado de nuevo de pareja de distracción (nunca me tuve por mucho más, pese a querer sentirme algo más) durante lo que ahora veía como una espera suya inmemorial, o más bien como un acecho; o que Luisa lo iba aceptando antes de lo previsible y que ya no había lugar para mí ni seguramente para nadie más; o que él estaba volcado con ella en sus visitas y en su atención, en llevar al colegio a sus niños y ayudarla en lo que pudiera, en hacerle compañía y estar a su disposición. ‘Ya está, ya se ha ido, ya me ha echado, se acabó’, eso pensaba. ‘Todo ha durado tan poco que me solaparé con otras y su memoria me confundirá. Seré indistinguible, seré un antes, una página en blanco, lo contrario de “a partir de ahora”, y perteneceré a lo que ya no cuenta. No importa, está bien, lo sabía desde el principio, está bien.’ Si al duodécimo o decimoquinto día sonaba el teléfono y oía su voz, no podía evitar dar un salto de alegría interior y decirme: ‘Bueno, mira, todavía no, por lo menos habrá una vez más’. Y durante esos periodos de involuntaria espera mía y absoluto silencio suyo, cada vez que sonaba el timbre o me avisaba el móvil de que había recibido un mensaje mientras lo tenía apagado, o de que había un SMS aguardando a ser leído, confiaba con optimismo en que estuviera él detrás.

Ahora me sucedía lo mismo, pero con aprensión. Miraba la diminuta pantalla con sobresalto, deseando no ver su nombre y su número y —eso era lo desasosegante, lo raro— deseándolo a la vez. Prefería no tener que ver más con él y no exponerme a un nuevo encuentro de nuestra única modalidad, durante el que ignoraba cómo reaccionaría, cómo me podría comportar. Era más fácil que me notara huidiza o remisa si nos veíamos que si sólo hablábamos, y también más —obviamente— si hacíamos esto último que si no. Pero no responder ni devolverle la llamada habría tenido el mismo efecto, puesto que nunca lo había hecho con anterioridad. Si accedía a ir a su casa y allí me proponía acostarnos, como solía acabar por sugerir de aquella manera tácita suya que le permitía actuar como si lo que ocurría no ocurriera o no fuera digno de reconocimiento, y yo rehusaba con alguna excusa, eso le podría hacer sospechar. Si me citaba y le daba largas, también eso lo escamaría, pues en la medida de lo posible me había acomodado siempre a su iniciativa. Consideraba una bendición, una suerte, que él callara desde aquella tarde, que no me solicitara, verme libre de sus pesquisas y capciosidades, de su olisqueo de la verdad, de encararme de nuevo con él, de no saber a qué atenerme ni cómo tratarlo ahora, de que me inspirara miedo y repulsa mezclados seguramente con atracción o con enamoramiento, porque estas dos últimas cosas no se suprimen de golpe y a voluntad, sino que tienden a demorarse como una convalecencia o como la propia enfermedad; la indignación no ayuda apenas, su impulso se agota en seguida, no se puede mantener su virulencia, o ésta viene y se va y cuando se va no deja huella, no es acumulativa, no mina nada y en cuanto se aplaca se olvida, como el frío una vez que se ha ido, o como la fiebre y el dolor. La corrección de los sentimientos es lenta, desesperantemente gradual. Uno se instala en ellos y se hace muy difícil salirse, se adquiere el hábito de pensar en alguien con un pensamiento determinado y fijo —se adquiere también el de desearlo— y no se sabe renunciar a eso de la noche a la mañana, o durante meses y años, tan larga puede ser su adherencia. Y si lo que hay es decepción, entonces se la combate al principio contra toda verosimilitud, se la matiza, se la niega, se la intenta desterrar. A ratos pensaba que no había oído lo que había oído, o me retornaba la débil idea de que tenía que haber un error, un malentendido, incluso una explicación aceptable para que Díaz-Varela hubiera organizado la muerte de Desvern —pero cómo podía ser eso aceptable—, me daba cuenta de que mientras duraba aquella espera rehuía la palabra ‘asesinato’ en mi mente. Y así, a la vez que consideraba una suerte que Díaz-Varela no me reclamara y me dejara recomponerme y respirar, me preocupaba y sufría porque no lo hiciera. Quizá me parecía imposible —un final pálido, un mal final— que todo se disolviera así, tras descubrir yo su secreto y que él se lo maliciara, tras interrogarme él un poco y después nada más. Era como si la función se interrumpiera antes de terminar, como si todo quedara suspendido en el aire, indeciso, flotante, persistente en su irresolución, como un olor desagradable en el interior de un ascensor. Pensaba confusamente, quería y no quería saber de él, mis sueños eran contradictorios y, cuando permanecía una noche en vela, en verdad no discernía, notaba sólo la cabeza llena y mi detestable impotencia para vaciarla.

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