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Authors: Javier Marías

Los enamoramientos (30 page)

BOOK: Los enamoramientos
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‘Así que Desvern no le pudo decir a Javier, como yo me había figurado en una ocasión: “No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso”, sino lo contrario’, pensé. ‘O bueno, eso dice ahora Javier.’ Todavía lo llamaba así aquella tarde, pronto cambiaría, aún no había decidido recordarlo y referirme a él por el apellido, para distanciarme de nuestra proximidad pasada o hacerme esa ilusión.

—Ya, y todo eso, ¿qué significaba exactamente, aparte de ser algo muy malo? —le pregunté, y procuré que hubiera en mi tono escepticismo o incredulidad: ‘Cuenta, cuenta y sigue contando, no me voy a tragar fácilmente esta historia tuya de última hora, me huelo por dónde vas’. Pero al mismo tiempo estaba ya interesada en lo que me había empezado a relatar, fuera verdad o no. Díaz-Varela lograba divertirme a menudo e interesarme siempre. Así que añadí, y ahora me salió un tono de preocupación sincera, luego también de credulidad—: ¿Y eso puede ocurrir, tener algo tan grave sin presentar casi síntomas? Bueno, ya sé que sí, pero ¿tanto? ¿Y tan sin aviso? ¿Y tan avanzado? Es para echarse a temblar, ¿no?

—Sí, puede ocurrir, y le ocurrió a Miguel. Pero no te alarmes, por fortuna ese melanoma es muy infrecuente y muy raro. A ti no te va a pasar nada parecido. Ni a Luisa, ni a mí, ni al Profesor Rico, sería mucha casualidad. —Había advertido mi instantánea aprensión. Esperó a que su vaticinio sin fundamento surtiera su efecto y me tranquilizara como a una niña, esperó unos segundos para continuar—. Miguel no me dijo una palabra hasta que tuvo todos los datos, y a Luisa ni siquiera le comunicó el principio, cuando no había qué temer: que iba al oftalmólogo, ni que veía un poco borroso, lo último que quería era inquietarla por nada, y ella se inquieta con facilidad. Aún menos le contó después. De hecho no le contó nada a nadie más, con una excepción. Desde el diagnóstico del internista sabía que la cosa era mortal, pero éste no le dio toda la información, o no con detalle, o quizá se la suavizó, o él no se la preguntó, no lo sé, prefirió preguntarle a un médico amigo que no iba a ocultarle nada si él se lo pedía: un antiguo compañero de colegio, cardiólogo, que le efectuaba controles periódicos y con quien tenía toda la confianza del mundo. Fue a verlo con su diagnóstico en firme y le dijo: ‘Dime lo que me aguarda, dímelo a las claras. Cuéntame los pasos. Dime cómo va a ser’. Y su amigo le dibujó un panorama que no pudo soportar.

—Ya —repetí, como quien se afana en dudar, en no creer. Pero en ese registro no me salió nada más. Lo intenté, me forcé, por fin conseguí pronunciar esta frase, completamente neutra en realidad—: ¿Y cuáles eran esos pasos terribles? —Aunque aquello fuera mentira, me atemorizaba la narración del proceso, del descubrimiento.

—No era sólo que no hubiera curación, dada la extensión por todo el organismo. Apenas si había tampoco tratamiento paliativo, o el que había era casi peor que la enfermedad. El pronóstico del fallecimiento, sin ese tratamiento, se establecía en unos cuatro a seis meses, y con él en no mucho más. Poco tiempo iba a ganar, y malo, a cambio de una quimioterapia de extraordinaria agresividad con efectos secundarios devastadores. Pero había más: el melanoma en el ojo hace que éste se deforme y duela espantosamente, el dolor es por lo visto inaguantable, es lo que le anunció su amigo cardiólogo, que cumplió con sus deseos y no le ahorró nada de lo que quería saber. La única medida contra eso consiste en resecar el ojo, es decir, en extirparlo, lo que los médicos llaman ‘enucleación’, según dijo Miguel, por el gran tamaño del tumor. ¿Te das cuenta, María? Un tumor enorme en el interior del ojo, que empuja hacia fuera y hacia dentro, supongo; un ojo protuberante, una frente y un pómulo que se abomban, crecientes; y después un hueco, una cuenca vacía que tampoco es la última metamorfosis, eso en el mejor de los casos y sin que sirva de gran cosa. —Aquella breve descripción gráfica me causó más recelo, era su primera concesión a la truculencia y a la imaginación, hasta entonces había contado con sobriedad—. El aspecto del paciente se va haciendo horroroso, su deterioro progresivo es lamentable y no sólo en la cara, claro está, todo se va viendo minado con cada vez mayor rapidez, y lo único que obtiene con esa extirpación y esa quimioterapia brutal son unos meses más de vida. De vida así, de vida muerta o premuerta, de padecimiento y deformidad, de no ser ya quien es sino un espectro angustiado que se limita a entrar y salir de un hospital. La transformación del aspecto, eso era lo único, no tenía por qué ser inmediata, no lo sería: contaba con mes y medio o dos meses antes de que los síntomas en el rostro aparecieran o resultaran visibles, antes de que los demás se dieran cuenta, disponía de ese tiempo para ocultárselo a todo el mundo y fingir. —La voz de Díaz-Varela sonaba en verdad afectada, pero acaso afectaba la afectación. He de reconocer que no me lo pareció cuando añadió, con un timbre de amargura o de fatalidad—: Un mes y medio o dos meses, ese fue el plazo que me dio.

Más o menos sabía la respuesta, pero aun así se lo pregunté, hay relatos a los que les cuesta continuar sin alguna pregunta retórica por medio. Este habría continuado de todas formas, solamente lo agilicé un poco, quería terminar lo antes posible pese a mi interés. Oírlo todo para marcharme a mi casa y entonces dejar de oír.

—¿A ti? ¿Para qué? —Sin embargo no supe quedarme con las ganas de decirle que era previsible lo que me iba a contar—. Ahora vas a venirme con que él te pidió que le hicieras lo que le hiciste como un favor: un montón de navajazos a cargo de un energúmeno en mitad de la calle, ¿verdad? Una manera alambicada y desagradable de suicidarse, habiendo pastillas y tantas cosas más. Y muy engorrosa para vosotros, ¿no?

Díaz-Varela me lanzó una mirada de fastidio y reprobación, mis comentarios le habían parecido fuera de lugar.

—Que te quede una cosa clara, María, escúchame bien. No te estoy contando lo que pasó para que me creas, me trae sin cuidado que tú me creas o no, otra historia sería Luisa, con la que espero no tener nunca una conversación semejante, en parte va a depender de ti. Yo te lo cuento por las circunstancias y ya está. No me hace gracia, como podrás imaginar. Lo que hicimos entre Ruibérriz y yo no fue plato de gusto y es tan delito como un asesinato, en cualquier caso. Es más, técnicamente eso es lo que fue, y a un juez o a un jurado no les importaría lo más mínimo la verdadera causa que nos movió a cometerlo, y tampoco podríamos probar que fue la que fue. Ellos juzgan hechos y éstos son los que son, por eso nos alarmamos cuando Canella empezó a hablar, de las llamadas al móvil y demás. Tuvimos la mala suerte de que tú nos oyeras ese día, o mejor dicho, yo fui un imprudente y lo propicié. A raíz de eso tú te has hecho una falsa, una inexacta composición de lugar. No me gusta, como es natural, ni que te falte el dato decisivo, cómo me va a gustar. Por eso te lo cuento, a título personal, porque tú no eres un juez y puedes entender lo que hubo detrás. Luego, tú verás. Y tú sabrás lo que haces con la información, eso también. Pero si no quieres no sigo, tampoco te voy a obligar. Que me creas o no no está en mi mano, así que tú dirás si ponemos fin ahora mismo a esta conversación. Ahí tienes la puerta, si crees que ya te lo sabes todo y no deseas oír más.

Pero sí deseaba oír más. Como he dicho, hasta el final, para terminar.

—No, no, continúa. Disculpa —rectifiqué—. Continúa, haz el favor, todo el mundo tiene derecho a ser escuchado, faltaría más. —Y procuré que aún hubiera un dejo de ironía en estas últimas palabras, ‘faltaría más’
—.
¿Te dio ese plazo para qué?

Noté que me entraban leves dudas, ante el tono ofendido o dolido de Díaz-Varela, aunque ese tono sea uno de los más fáciles de aparentar o imitar, casi todos los culpables de algo recurren a él en seguida. Claro que los inocentes también. Me di cuenta de que cuanto más me contara más dudas tendría, y de que no lograría salir de allí sin ninguna, es lo malo de dejar que la gente hable y se explique y por eso trata de impedirse tantas veces, para conservar las certezas y no dar cabida a las dudas, es decir, a la mentira. O es decir, a la verdad. Tardó un poco en contestar o reanudar, y cuando lo hizo volvió a su tono anterior, de pesadumbre o desesperación retrospectiva, en realidad ni siquiera lo había abandonado del todo, sólo le había agregado un momento el de persona herida.

—Miguel no tenía demasiado reparo en morir, si eso puede decirse, entiéndeme, de alguien a punto de cumplir cincuenta años y a quien la vida iba bien, con hijos pequeños y una mujer a la que quería, o bueno, sí, de la que estaba enamorado, sí. Claro que era una tragedia, como para cualquiera. Pero él siempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímil conjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar. La gente cree que tiene derecho a la vida. Es más, eso lo recogen las religiones y las leyes de casi todas partes, cuando no las Constituciones, y sin embargo él no lo veía así. ¿Cómo va a tenerse derecho a lo que uno no ha construido ni se ha ganado?, solía decir. Nadie puede quejarse de no haber nacido, o de no haber estado antes en el mundo, o de no haber estado siempre en él, así que, ¿por qué habría de quejarse nadie de morir, o de no estar después en el mundo, o de no permanecer siempre en él? Lo uno le parecía tan absurdo como lo otro. Nadie objeta la fecha de su nacimiento, luego tampoco habría de objetar la de su muerte, igualmente debida a un azar. Hasta las violentas, hasta los suicidios, son debidos a un azar. Y si ya se estuvo en la nada, o en la no existencia, no es tan extraño ni grave regresar a ella, pese a que ahora haya término de comparación y conozcamos la facultad de añorar. Cuando supo lo que le pasaba, cuando supo que le tocaba acabarse, maldijo su suerte como cualquiera y sintió desolación, pero también pensó que tantos otros habían desaparecido a edades mucho más tempranas que él; que el segundo azar los había suprimido sin darles apenas tiempo a conocer nada ni brindarles una oportunidad: jóvenes, niños, recién nacidos que ni siquiera recibieron un nombre... Así que fue consecuente y no se desmoronó. Ahora bien, lo que no pudo resistir, lo que lo hundió y lo puso fuera de sí, fue la forma, el detestable proceso, la lentitud dentro de la rapidez, el deterioro, el dolor y la deformación, todo lo que le anunció su amigo médico. Por eso no estaba dispuesto a pasar, menos aún a permitir que sus hijos y Luisa asistieran a ello. Que asistiera nadie, en realidad. Aceptaba la idea de cesar, no la de sufrir sin sentido, la de penar durante meses sin objeto ni compensación, dejando además tras de sí una imagen desfigurada y tuerta, y de absoluta indefensión. No veía la necesidad de eso, contra eso sí cabía rebelarse, protestar, torcer el sino. No estaba en su mano quedarse en el mundo, pero sí salir de él de manera más airosa que la señalada, bastaba con salir un poco antes. —‘He aquí un caso entonces’, pensé, ‘en el que no convendría decir
“He should have died hereafter”
, porque ese “más adelante” significaría mucho peor, con más padecimiento y humillación, con menor entereza y más horror para sus allegados, no siempre es deseable, por tanto, que todo dure un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, no siempre nos parece temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, ni es cierto que jamás veamos el momento oportuno, puede haber uno en el que nosotros mismos digamos: “Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un rebajamiento, una denigración, una mancha”. Y en el que nos atrevamos a reconocer: “Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro”. Y aunque estuviera en nuestras manos el final de todo, no siempre continuaría todo indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara nunca a ser muerto. No sólo hay que dejar marchar a los muertos cuando se demoran o los retenemos; también hay que soltar a los vivos a veces.’ Y me di cuenta de que al pensar esto, contra mi voluntad, estaba dando momentáneo crédito a la historia que me contaba ahora Díaz-Varela. Mientras uno escucha o lee algo tiende a creerlo. Otra cosa es después, cuando el libro ya está cerrado o la voz no habla más.

—¿Y por qué no se suicidó?

Díaz-Varela me miró de nuevo como a una niña, es decir, como a una ingenua.

—Qué pregunta —se permitió observar—. Como la mayoría de la gente, era incapaz. No se atrevía, él no podía determinar el cuándo: por qué hoy en vez de mañana, si todavía hoy no me veo cambios ni me siento muy mal. Casi nadie encuentra el momento, si lo tiene que decidir. Deseaba morir antes de los estragos de la enfermedad, pero le resultaba imposible fijar ese ‘antes’: disponía de un mes y medio o dos, ya te he dicho, quién sabía si de algo más. Y, también como la mayoría, no quería conocer el hecho de antemano y con seguridad, no quería levantarse un día sabiendo a ciencia cierta, diciéndose: ‘Este es el último. Hoy no veré anochecer’. Ni siquiera le servía que se encargaran otros por él, si él sabía a lo que iba, a lo que se prestaba, si tenía el dato con anterioridad. Su amigo le habló de un sitio en Suiza, una organización seria y controlada por médicos llamada Dignitas, totalmente legal, claro está (bueno, allí legal), en la que personas de cualquier país pueden solicitar un suicidio asistido cuando hay suficiente motivo, y esto lo deciden los de la organización, no el interesado. Éste ha de presentar su historial médico en regla y se comprueba su acierto y su veracidad; por lo visto hay un minucioso proceso preparatorio excepto en casos de extrema urgencia, y de entrada se intenta convencer al paciente de que siga viviendo con paliativos, si los hay, que por la razón que sea no se le hayan administrado hasta entonces; se verifica que está en plena posesión de sus facultades mentales y que no atraviesa una depresión temporal, un sitio serio, me contó Miguel. Pese a tanto requisito, su amigo creía que en su caso no habría objeción. Le habló de ese lugar como posible remedio, como mal menor, y Miguel tampoco se sintió capaz, no se atrevió. Quería morir, pero sin saberlo. No quería saber cómo ni cuándo, no al menos con exactitud.

—¿Quién es ese amigo médico? —se me ocurrió preguntarle de pronto, forzándome a suspender la credulidad que casi siempre invade, poco a poco, a quien está oyendo contar.

Díaz-Varela no se sorprendió demasiado, quizá un poco sí. Pero contestó sin vacilación:

—¿Quieres decir cómo se llama? El Doctor Vidal.

—¿Vidal? ¿Qué Vidal? Eso es como no decir nada. Hay muchos Vidal.

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