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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (17 page)

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—Ya no tienes esperanzas —exclamó Sir Accolon—. Estás indefenso y perdido. No quiero matarte. Ríndete y abandona tu causa.

—No puedo —dijo lánguidamente el rey—. Prometí luchar mientras conservara el aliento. Prefiero morir con honra a vivir humillado. Si matas a un hombre desarmado nunca sobrevivirás a tu vergüenza.

—Mi vergüenza no es asunto tuyo —dijo Accolon—. Eres hombre muerto. —Y cerró el ataque, descuidando la guardia.

Arturo tomó la única brecha posible. Acercándose, arrojo el escudo contra el brazo con que Accolon blandía la espada y golpeó el yelmo desprotegido con su empuñadura rota. La fuerza del impacto hizo que Accolon retrocediera tres pasos, dolorido y aturdido.

Nyneve había presenciado el combate a la espera de que la decisión de Dios malograra la traición de Morgan le Fay, pero cuando vio que Arturo asestaba ese último golpe desesperado con la espada rota y que Accolon recobraba sus fuerzas y avanzaba sobre el rey débil y desarmado, supo que estaba perdido si no le brindaba ayuda. Entonces hurgó en su memoria por las enseñanzas de Merlín, y obró un hechizo y lo arrojó con los ojos al traidor. Sir Accolon alzó a Escalibur, midió la distancia y lanzó una estocada mortal, pero cuando la hoja tocó el escudo, la mano que la blandía perdió fuerzas y los dedos se aflojaron. La espada cayó a tierra y Accolon, con horror e impotencia, vio que Arturo la levantaba. Al palpar la empuñadura, el rey advirtió que se trataba de la auténtica Escalibur.

—Mi querida espada —dijo—, estuviste largo tiempo lejos de mi mano y me has herido. Ahora, vuelve a ser mi amiga, Escalibur. —Mirando a Accolon, vio la vaina, brincó hacia adelante, se la arrancó y la arrojó muy lejos, sobre el circulo de espectadores.— Ahora, caballero —le dijo a Accolon—, tuviste tu oportunidad y yo mis heridas. Cambiemos lugares y te devolveré lo que me has dado. —Y se lanzó sobre su oponente, embrazando el escudo, pero Accolon cayó de hinojos, paralizado por el miedo. Arturo le arrebató el yelmo y lo golpeó en la cabeza con la parte chata de Escalibur, de modo que le brotó sangre de la nariz y los oídos.— Ahora te mataré —dijo Arturo.

—Estás en tu derecho —dijo Sir Accolon—. Ahora veo que Dios está de tu parte y que tu causa es justa. Pero, al igual que tú, también yo prometí luchar hasta el fin, de modo que no puedo suplicar tu merced. Haz como quieras.

Arturo contempló el rostro descubierto, deformado y embadurnado de polvo y sangre.

—Conozco tu cara —le dijo—. ¿Quién eres?

—Caballero, soy de la corte del rey Arturo. Mi nombre es Accolon de Galia.

Entonces Arturo recordó la nave hechizada y la traición por la cual Escalibur había caído en manos de su adversario, y preguntó con serenidad:

—Dime, caballero, ¿quién te dio esta espada?

—Esta espada es mi infortunio. Me ha traído la muerte —dijo Accolon.

—Sea cual fuera el caso, ¿dónde la conseguiste? Sir Accolon suspiró, pues el poder de su amada había fallado y desaparecido.

—Ahora no veo razones para ocultar nada —dijo desesperadamente—. La hermana del rey lo aborrece con odio mortal, porque él es dueño de la corona y es amado y homenajeado por encima de ella. Prometió que si yo mataba a Arturo con su ayuda, se libraría de su esposo y me haría rey, y seria mi reina, y ambos reinaríamos sobre Inglaterra y viviríamos felices. —Guardó un nostálgico silencio, y luego dijo—: Ahora todo ha concluido. Mis planes me han acarreado la muerte.

—Si hubieses triunfado en este combate —dijo Arturo sin alzar su visera—, acaso habrías sido rey. ¿Pero cómo habrás soportado el pecado de traición contra tu rey ungido?

—No lo sé, caballero —dijo Accolon—. Mi mente y mi espíritu han sido victimas de un hechizo, al punto de que aun la traición parecía insignificante. Pero ahora todo se ha desvanecido como un sueño. Antes de que muera, dime quién eres.

—Soy tu rey —dijo Arturo.

—Mi señor —exclamó Accolon agobiado por la aflicción y el dolor—, no lo sabia. Pensé que luchaba contra un paladín. Me han engañado, tal como a ti. ¿Puedes tener misericordia con un hombre que fue seducido y engañado al punto de hacer planes para destruirte?

El rey reflexionó y dijo por fin:

—Puedo tener misericordia, porque creo que en verdad no me reconociste. He honrado a mi hermana Morgan le Fay, exaltándola y amándola más que a ninguno de mi sangre. Y he confiado en ella más que en mi propia esposa, aun conociendo su envidia, su lujuria y su apetito de poder, y no obstante saber que practicaba las malas artes. Si pudo hacerme esto a mí, creo y perdono lo que te ha hecho a ti. Pero con ella no tendré misericordia. La venganza que tome sobre mi maligna hermana será el comentario de toda la Cristiandad. Ahora levántate, Sir Accolon. Estás perdonado. —Y Arturo lo ayudó a incorporarse y se dirigió a la gente apiñada alrededor de la liza—: Acercaos. —Y en cuanto todos se aproximaron, les dijo—: Hemos combatido hasta herirnos profundamente, pero si nos hubiésemos reconocido no habríamos peleado.

—Este es el mejor y más valeroso caballero del mundo —exclamó Accolon—, pero es mas que eso. Es nuestro señor y soberano, el rey Arturo. La mala ventura me llevó a luchar contra mi rey. Él puede otorgarme su merced, pero yo no puedo perdonarme a mi mismo, pues no hay pecado o delito más grave que la traición contra el rey.

Entonces todos se hincaron de rodillas y suplicaron perdón.

—Tendréis mi perdón —dijo Arturo—, pues nada sabíais. Mas enteraos por esto de las extrañas y fatales aventuras y accidentes que pueden sobrevenir a los caballeros andantes. Ahora estoy débil y herido y debo descansar, pero ante todo emitiré mi juicio sobre esta prueba, por derecho de combate.

«Sir Damas, como tu campeón he combatido y vencido. Pero como eres soberbio y cobarde y lleno de villanía, escucha mi decisión. Entregarás toda esta propiedad a tu hermano Sir Outlake, incluidas las granjas y las casas. Y como pago él te enviará todos los años un palafrén, pues más te sienta el rocín de una doncella que un caballo de guerra. Te conmino, so pena de muerte, a no ultrajar ni herir a los caballeros andantes que atraviesen tus tierras. En cuanto a los veinte caballeros que habías encarcelado, les devolverás la armadura y todas sus otras pertenencias. Y si alguno de ellos comparece en mi corte para quejarse de ti, morirás. Esa es mi sentencia».

Luego Arturo, debilitado por la pérdida de sangre, se volvió a Sir Outlake.

—Como eres buen caballero, valeroso, honesto y cortés, te invito a venir a mi corte para ser mi caballero, y así favorecerte para que vivas con honra y comodidad.

—Gracias, mi señor —dijo Sir Outlake—. Estoy a tus órdenes. Aunque puedo darte mi palabra, señor, que de no haber estado herido habría sido yo quien defendiera mi propia causa.

—Ojalá hubiera sido así —dijo Arturo—, pues entonces no estaría tan herido, y herido por traición y encantamiento por alguien tan próximo a mi.

—No puedo imaginar que alguien conspire contra ti, mi señor —dijo Sir Outlake.

—Ya arreglaré cuentas con esa persona —dijo el rey—. Ahora, ¿a qué distancia estoy de Camelot?

—A dos días de viaje —dijo Outlake—. Demasiado lejos para viajar con esas heridas. A tres millas de aquí hay una abadía con monjas para cuidarte, y hombres doctos que cerrarán tus heridas.

—Iré allí para descansar —dijo el rey. Se despidió de la gente y ayudó a Sir Accolon a montar a caballo, y luego montó y se alejó con lentitud.

En la abadía les limpiaron las heridas y los cuidaron con los mejores emplastos y ungüentos, pero a los cuatro días Sir Accolon murió a causa del terrible golpe final sobre su cabeza descubierta.

Entonces Arturo ordenó que seis caballeros trasladaran el cadáver a Camelot y se lo entregaran a Morgan le Fay.

—Decidle a mi querida hermana que se lo envío como presente, en pago por las amabilidades que ella tuvo conmigo.

Entretanto, Morgan creía que su plan se había cumplido y que el rey había muerto por su propia espada. Había llegado la hora, pensó, de librarse de su esposo, Sir Uryens. A la noche aguardó a que él se adormeciera y luego llamó a una doncella que la atendía.

—Tráeme la espada de mi señor —le dijo—. No habrá mejor oportunidad que ésta para matarlo.

—Si matas a tu esposo —gritó aterrorizada la doncella—, jamás escaparás.

—Eso no te concierne —dijo Morgan—. Tráeme la espada sin demora.

La atemorizada doncella se acercó entonces al lecho de Sir Ewain, el hijo de Morgan, y lo despertó.

—Levántate —susurró—. Tu madre va a matar a tu padre mientras él duerme. Me mandó en busca de su espada.

Ewain despertó en el acto y se restregó los ojos. Luego dijo con serenidad:

—Obedece sus órdenes. Consigue la espada. Yo me encargaré de todo —y, saliendo del lecho, se armó y avanzó por oscuros pasadizos y se ocultó en los aposentos de su padre.

La doncella trajo la espada con manos temblorosas, y Morgan le Fay se la arrebató y sin vacilar se inclinó sobre su durmiente esposo, eligiendo con frialdad el sitio más apropiado para clavar la hoja. Cuando se dispuso a asestar el golpe, Sir Ewain saltó de su escondite, le aferró la muñeca y la apresó pese a su resistencia.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. Se dice que Merlín fue engendrado por un demonio. Tú has de ser un demonio terreno. Si no fueras mi madre, te mataría.

Pero en las circunstancias difíciles, Morgan era doblemente peligrosa. Miró a su alrededor con ojos desorbitados, como si acabara de despertarse.

—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Dónde estoy? ¿Qué es esta espada? ¡Oh, hijo mío, protégeme! Algún espíritu maligno se adueñó de mí durante el sueño. Ten piedad de mí, hijo mío. No reveles lo que has visto, por el bien de mi honra. Es también tu propia honra.

—Te perdonaré —dijo Sir Ewain sin mucha convicción— siempre que prometas renunciar a la magia.

—Lo prometo —dijo Morgan—. Lo juro. Eres mi hijo, mi hijo querido. —Entonces Ewain, creyéndole a medias, la dejó en libertad y se llevó la espada.

Por la mañana, uno de los agentes de Morgan le Fay le anunció que su plan había fracasado. Sir Accolon estaba muerto y Arturo seguía con vida y dueño de la Escalibur. Para sus adentros, Morgan se encolerizó contra su hermano y deploró la muerte de Accolon, pero adoptó una expresión fría y compuesta y no demostró ni furia ni temor ni derramó lágrimas visibles por su amante. Bien sabia que si aguardaba el retorno del rey estaba condenada, pues no habría clemencia alguna hacia su incalificable crimen contra su hermano y señor. Morgan apeló dulcemente a la reina Ginebra y solicitó su venia para abandonar la corte.

—¿No puedes esperar el regreso de tu hermano el rey? —preguntó Ginebra.

—Ojalá pudiera, pero es imposible —dijo Morgan—. Malas nuevas me anuncian que hay revueltas en mis tierras, y debo partir sin demora.

—En ese caso, puedes partir —respondió la reina.

Antes que despuntara el alba, Morgan le Fay reunió a cuarenta secuaces de confianza y partió sin dar reposo a jinetes ni cabalgaduras por un día y una noche. Y con las primeras luces de la segunda mañana llegó a la abadía donde sabia que se hallaba el rey Arturo. Entró con mucho aplomo y exigió ver a su hermano.

—Ahora duerme, al fin —le respondió una monja—. Durante tres noches sus heridas apenas le dieron reposo.

—No lo despiertes —dijo Morgan—. Entraré quedamente, para ver el rostro de mi hermano. —Y se apeó y entró con tal aire de autoridad que nadie se atrevió a detener a la hermana del rey.

Encontró su cuarto y una lánguida luz le reveló que el rey dormía tendido sobre el lecho, aunque su mano asía con fuerza la empuñadura de Escalibur, cuya hoja desnuda yacía junto a él. Morgan no se atrevió a tomar la espada por miedo a despertarlo, pues Arturo dormía sobresaltadamente. Pero en un cofre cercano vio la vaina y la deslizó debajo de su capa. Salió y dio gracias a las monjas.

Luego montó a caballo y se alejó a todo galope.

Cuando el rey despertó, notó que faltaba la vaina.

—¿Quién la tomó? —preguntó de mal humor—. ¿Quién estuvo aquí?

—Sólo tu hermana Morgan le Fay, que ya se ha ido.

—No me habéis custodiado —exclamó el rey—. Se llevó la funda de mi espada.

—Señor —dijeron las monjas—, no podíamos desobedecer a tu hermana.

Entonces Arturo saltó del lecho y ordenó que le prepararan el mejor caballo que pudiera encontrarse, y le pidió a Sir Outlake que se armara para acompañarlo. Los dos salieron al galope tras las huellas de Morgan.

En una encrucijada del camino se toparon con un pastor y le preguntaron si había visto pasar una dama.

—Si, por cierto —respondió—. La vi pasar hace poco, acompañada por cuarenta jinetes. Se dirigieron hacia aquel bosque.

Arturo y Sir Outlake se empeñaron en su persecución, y al poco tiempo la vieron y fustigaron a sus monturas para darle alcance.

Morgan los vio venir y se internó en el bosque y luego salió a un campo llano, pero cuando vio que sus perseguidores no cesaban de acercarse, aguijoneó a su caballo y lo metió en una laguna.

—Como quiera que yo me libre de ésta, Arturo no tendrá la vaina que lo protege —dijo Morgan, y arrojó la funda al agua, tan lejos como pudo. La pesada vaina, enjoyada y remachada en oro, no tardó en hundirse y perderse de vista.

Luego Morgan volvió a unirse a su gente y se introdujo en un valle donde había círculos de grandes rocas erectas. Y Morgan obró un hechizo para que ella y sus hombres se transformaran en piedras altas como las otras. Cuando Arturo se internó en el valle y vio las piedras, dijo:

—Mi hermana atrajo la venganza de Dios. La mía ya no es necesaria. —Buscó su vaina en el terreno y no la encontró, pues se hallaba en el lago. Y al cabo emprendió lentamente el regreso a la abadía.

En cuanto se fue Arturo, Morgan le Fay recobró su aspecto y libró a sus hombres de sus pétreas envolturas.

—Ahora estáis libres —dijo—, ¿pero habéis visto la cara del rey?

—En efecto, y había en ella un furor de hielo. Si no hubiésemos sido de piedra, habríamos huido.

—Estoy segura de que si —dijo ella.

Reanudaron la marcha, y en su camino se toparon con un caballero que conducía a un cautivo sujeto y con los ojos vendados.

—¿Qué vas a hacer con ese caballero? —preguntó Morgan.

—Ahogarlo. Lo encontré con mi mujer. Y a ella también voy a ahogaría.

—¿Es verdad lo que dice? —le preguntó Morgan al cautivo.

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