Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (27 page)

Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online

Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
3.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sir Ewain la alzó.

—No pesa nada. ¿No es demasiado ligera?

—Tu brazo la siente ligera porque estuvo usando una espada cargada con plomo. No, tiene peso suficiente, pero la magia está en su equilibrio. La punta no pesa porque está balanceada con la empuñadura… y su curiosa forma está diseñada para confundir la visión con respecto a su longitud.

—Parece muy corta.

—Compárala con otra. Ya ves, en realidad es la más larga de las dos. Ahora, por último, tu lanza, mágica también. La fabricaron estas buenas hadas que tenemos aquí. Cuídala bien.

—¿Y cuando se quiebre?

—No se quebrará. No es lo que parece. Su corazón es una larga vara de acero envuelto en un cuero casi tan duro como el corazón. No, no se quebrará. Y fíjate, tiene dos empuñaduras, una a cierta distancia de la otra. Con un adversario pesado, extiende la lanza y tócalo primero. Ya te enseñé lo que sé. Si has sabido asimilarlo con provecho, me doy por contenta. Ve a descansar. Salimos mañana, pero no demasiado temprano. Tenemos tiempo para distraernos un poco.

Cuando Ewain se acercó al lecho, lo encontró cubierto de ropas limpias con perfume a lavanda, y en la cabecera una almohada del más mullido plumón de ganso. Y antes de dormirse, trató de recordar cada lección de esos arduos meses.

Por la mañana, después de las plegarias y el desayuno, vistió su armadura y se maravilló de su liviandad y su facilidad de movimientos.

Y también se sorprendió cuando vino Lyne, pues ella ahora tenía aspecto de mujer, casi de doncella, con el cabello discretamente arreglado y los ojos dorados y tenues, no amarillos como los de un águila. Caminaba con el paso grácil y seguro de una dama, y lucía una túnica violeta con galones dorados, y encima de ella, un manto de púrpura con bordes y cuello de armiño. En la cabeza ceñía una pequeña corona dorada, como una princesa. Cabalgaba un palafrén con un arnés que parecía oro pálido; dos servidores con atavíos de cuero la seguían montados sobre ponies lanudos. Sus largos arcos sin cuerda parecían cayados, y sobre el hombro izquierdo asomaban las plumas de sus manojos de flechas.

—¡Adelante! —dijo la mujer.

—¿Por dónde, señora?

—Por donde vinimos.

Avanzaron a través de una húmeda niebla que se extendía sobre las colinas como jirones de paño raído. Los pastores los vieron pasar y saludaron melodiosamente a sus paisanos.

Al pie de la montaña vadearon el río por la parte baja y se internaron en el brumoso, negro y despojado bosque de fines de otoño, con sus hayas y robles desnudos, como una arboladura durante la borrasca: un sendero desolado en un mes desolado.

—No parece un día auspicioso para las aventuras, señora —observó Sir Ewain.

Ella había cabalgado en silencio por el largo y resbaloso camino que descendía de las colinas, pero ahora rió gentilmente.

—Las aventuras vienen o dejan de venir según les place —dijo—. Cuando los bardos cuentan sus historias, cada día trae un racimo de prodigios. Pero hubo veces en que cabalgué durante semanas sin toparme con más maravillas que un tendón hinchado por la humedad de la noche.

—¿Nos dirigimos hacia alguna aventura que conoces?

—No lejos de aquí suele realizarse un torneo, a principios del año para atraer hombres importantes. Más tarde, cuando se sienten impulsados a salir en busca de aventuras, los grandes caballeros concurren a sitios más famosos. Espero que tengas oportunidad de probar tus armas antes del torneo.

Mientras hablaba, oyeron el retintín de las armas de un caballero, quien se acercó y gritó:

—Choquemos nuestras lanzas.

Sir Ewain observó los remiendos de la herrumbrada y humilde armadura, las mataduras del caballo, y vio cómo el caballero montaba sin firmeza, como si tuviera agujas en la silla. Por un instante vaciló y acarició cariñosamente su lanza, pero luego le dijo:

—Gallardo caballero, ruego a tu cortesía que tengas la bondad de permitir que me retire honrosamente, pues soy jurado enemigo de alguien y prometí no utilizar mis armas hasta encontrarlo.

—Por cierto, joven caballero —dijo el recién llegado—. Respeto tu juramento y retiro mi desafío, por la honra de la caballería.

—Has hablado cortésmente, y te doy mi gratitud.

El corcoveante caballero se tocó la visera para saludar a la dama y siguió con su retintín, mientras el viejo caballo luchaba con el freno como un potrillo quisquilloso. En cuanto se fue, la mujer comentó:

—Bien dicho, señor.

—Tuve que mentirle, señora.

—Fue una mentira amable y cortés —dijo ella—. No tenias por qué lastimar su orgullo además de su cuerpo.

—No obstante —dijo Ewain—, espero poner a prueba mis armas antes del torneo.

—La paciencia también es una virtud caballeresca —dijo ella.

Poco más tarde, en un claro, encontraron al caballero herrumbrado tendido en el suelo, protegiéndose la maltrecha armadura con el escudo roto, mientras un alto caballero montado lo lanceaba como un jardinero que ensarta hojas con un pincho. Entonces Ewain cobró ánimos.

—Conteneos, señor —gritó.

—¿Qué es esto? —dijo el caballero alto—. Veo un muchachito con armadura de juguete. Éste no es mi día. Una pila de basura oxidada y un muchachito.

Entonces Ewain miró ansiosamente a Lyne en busca de consejo, pero ella se había apartado a un extremo del claro y no estaba dispuesta a mirarlo ni ayudarlo. Y en ésta, su primera batalla desde el entrenamiento, Ewain deseaba hacer las cosas bien. Las lecciones recibidas se agolparon en su memoria como un enjambre de abejas, y una abeja se apartó de las demás y zumbó:

—Antes de luchar con él, medios conmigo.

Y súbitamente el joven Ewain recobró la calma. Sin tardanza comprobó cómo estaba la cincha y aflojó la espada dentro de la funda, se cercioró de que las correas del escudo estuvieran firmes y luego se dirigió hacia el otro extremo del claro con deliberada lentitud, observando el andar del caballero.

Ambos pusieron la lanza en ristre e iniciaron la carga, pero a medio camino Ewain volvió grupas y regresó a su punto de partida, mientras el caballero alto procuraba dominar a su corcel, que resopló con impaciencia.

—Lo siento, señor —dijo Ewain—. Se me aflojó la cincha. —Y fingió apretar el correaje, pero ya había visto lo que quería ver, la silla del caballero, las características de su montura, y su modo de conducirse. Ewain cambió una mirada fugaz con su dama y percibió un destello amarillo en sus ojos y una pequeña sonrisa de complicidad en sus finos labios.

—Son cosas que le ocurren a los niños —gritó el caballero alto—. ¡Cuídate! —Lanzó a su furibundo aunque esquivo corcel a un estrepitoso galope. Ewain vio cómo la punta de la lanza se alzaba y bajaba. Acometió hacia el costado y obligó a su adversario a volver las riendas hacia él, y a último momento viró con firmeza y casi blandamente apoyó la lanza en las estrías del peto y arrancó al caballero de la silla, haciéndolo caer con estruendo mientras la impetuosa montura se internaba al galope en la floresta.

Ewain volvió grupas y se acercó, diciéndole:

—¿Os rendís, señor?

El otro yacía melancólicamente en el suelo, mirando a su joven vencedor y viéndolo por primera vez, y dijo:

—Si te favoreció la fortuna, yo soy infortunado; y si no fue la fortuna, soy más infortunado todavía. No puedo luchar contigo de a pie. Creo que me rompí la cadera. Dime, ¿es verdad que tenias la cincha floja?

—¡Rendíos! —dijo Ewain.

—¡Oh, claro que me rindo! No tengo alternativa. Heme aquí en el suelo en vez de estar yendo al torneo y todo por luchar con ese saco de huesos.

—Sois prisionero de ese gentilhombre —dijo Ewain. Avanzó rumbo al caballero herrumbrado, quien se incorporaba no sin esfuerzos—. Lo dejo en tus manos, señor —le dijo—. Sé que lo tratarás cortésmente, tal como me trataste a mí. Su armadura es tu premio. Cuida de su herida.

—¿Cuál es tu nombre, señor?

—Un nombre aún no probado en combate —dijo Ewain—. Si vas al torneo, espero probarlo allí.

—Si, voy al torneo, y suplico el honor de lidiar a tu lado.

Y cuando prosiguieron la marcha, Lyne dijo con causticidad:

—No hagas eso con un caballero experto. Fue demasiado obvio.

—Sentí la necesidad de ganar mi primera pelea.

—Todo salió bastante bien —replicó ella—. Pero se notaba la técnica. La próxima vez trata de que parezca menos premeditado. Creo que pudiste enfrentarlo un par de veces, en lugar de hacer eso. Otra acometida y hubiera caído sin tu ayuda. —Y como vio que esa crítica abatía el ánimo de Ewain, añadió—: Estuvo bien por ser la primera vez. Quizá fue mejor que actuaras con exceso de cautela. Pero no te envanezcas hasta haber derrotado a un buen adversario.

Esa tarde se toparon tres veces con caballeros que se dirigían al primer torneo de primavera, y cada vez Ewain lidió con ellos y los desmontó, pero, siguiendo instrucciones, rehusó luchar a pie, diciendo:

—Dejemos eso para el torneo.

La mujer estaba vagamente satisfecha, pero dijo:

—Estoy algo preocupada. Desconfío de tu perfección. Quizá desconfío de mi misma. —Por un rato estuvo pensativa, dando sólo respuestas breves y cortantes, pero al fin dijo—: No sirve de nada. Nunca sirvió de nada. ¿Has notado, joven señor, que hoy he sido una dama?

—Si, mi señora.

—¿Qué opinas de ello?

—Me pareció extraño, señora. Extraño y hostil.

Ella suspiró con alivio.

—Siempre ha sido extraño, como un pollo con piel de oso. En el fondo, soy un guerrero y un maestro de guerreros. Claro que intenté ser mujer, empeñé toda mi virilidad en lograrlo. ¿Qué dices? ¿No te gustó?

—No tanto, mi señora.

—Mi nombre es Lyne —dijo ella—. Ahora…, no creo que los hombres sean muy buenos para guerrear. Me refiero a la mayoría, claro. Demasiado blandos de corazón, demasiado gallardos, demasiado vanos. Una mujer con cuerpo de hombre sería un campeón. Tú serás un caballero razonablemente bueno, pero tu propia virilidad te limitará. ¿Te imaginas qué guerrero habría sido tu madre? Piensa en los grandes campeones. A ninguno de ellos le gustaban realmente las mujeres, cualesquiera fuesen las razones que esgrimían. Es verdad que las mujeres aumentaron la caballería, pero para sus propios fines. Si las mujeres hubiesen sido los caballeros, se habría perseguido a la orden por criminal y peligrosa.

—Ahora —prosiguió—, no hay otra opción. Debemos utilizar lo que tenemos. Yo tengo un temperamento aguerrido. Entiéndeme, jamás será aceptado. Es demasiado razonable y los hombres son criaturas de costumbres. Supongo que en las justas se requiere armadura para el muslo. Se ha dado que una lanza torpe o desviada hiriera las piernas de un hombre. Pero a pie… ¿cuántas piernas heridas has visto? Y sin embargo, los hombres siguen usando las pesadas grebas. Y cuando flaquean las fuerzas de un hombre, no son sus brazos los que se cansan. Son sus piernas. Y cuando un guerrero parece demasiado viejo, son sus piernas las primeras en delatarlo. Si la protección para las piernas pudiera fundirse a la silla de montar, podría dar resultado. O de lo contrario, un simple gancho, para poder librarse de ese peso inútil. Un hombre sin armadura por debajo de las ingles, seria un combatiente más ágil y más resistente a pie.

—Pero tendría un aspecto ridículo —dijo Sir Ewain.

—Ahí tienes. Y hablan de la vanidad de las mujeres.

Así prosiguieron el viaje, y mientras caía la tarde, otros dos caballeros fueron retados y derribados. Cuando llegaron al castillo del torneo, en la frontera de Gales, Lyne se hallaba alegremente predispuesta.

Era un antiguo castillo semiderruido, feo y pequeño, apretado como una membrana. Los muros de los aposentos rezumaban humedad, y el hedor de la muerte y —peor aún— el olor de la vida impregnaban las cámaras, mientras que en el foso la tierra seca había exterminado a los peces. Los caballeros de la comarca se habían congregado en el salón, y trataban de beber una buena cantidad de cerveza para calentarse la sangre.

Lyne no se quejó del castillo, pero cuando vio a los caballeros reunidos manifestó inquietud y ansiedad por irse. Le habló quedamente a Ewain, sentado junto a ella frente a la larga mesa poblada por los repulsivos cadáveres de ovejas a medio cocinar.

—No me gusta —le dijo—. Me da miedo. No hay aquí un caballero capaz de defender un puente contra un conejo. Y sin embargo, es en encuentros como éste donde los buenos caballeros son destruidos por accidente. No me importa perder un hombre en un combate glorioso y equitativo, pero los accidentes… mira, hijo, y escúchame con atención. No corras riesgos de ningún tipo. No tendrás problemas con los hombres que enfrentas. Lo que temo es un golpe torpe dirigido a cualquier otro. El año pasado, en un torneo como éste, traje a un aprendiz, Sir Reginus, que habría asombrado a todos los guerreros del mundo. En eso un patán trató de herir a otro y la espada se le fue de la mano. Voló por el aire hasta que el filo hendió las barras de la visera de Reginus, penetró en el ojo derecho hasta el cerebro y él cayó lentamente, como un pino cuando lo voltean. No, esto no me gusta. La fiesta es más peligrosa que el combate.

Bajo la lluvia matinal se realizó el triste y resbaloso torneo, y pese a estar embadurnado de lodo y cegado por la bosta que lo salpicaba, Ewain desmontó a treinta caballeros y conquistó el premio, un trémulo gerifalte y un caballo blanco con una gualdrapa de tela amarilla ennoblecida por el nombre de tela de oro. Ewain se restregó los ojos y le presentó los trofeos a su dama.

—Agradezco tu cortesía, apuesto caballero —dijo ella, y en voz muy baja—: Si no hubieses vencido, te habría ahogado en el foso, a no ser porque el foso es el único lugar seco de toda la comarca.

—Te tributo mis deberes y mis servicios, señora —proclamó Ewain.

—Vayámonos de inmediato —dijo ella—. Dormiré mejor y más seca bajo un árbol del bosque. —Se acercó a su noble anfitrión y le agradeció grácilmente—. Señor —le dijo—, mi campeón acaba de recibir noticias de una revuelta en sus dominios. Si le das tu venia, debe ir a aplastarla.

—Por supuesto que sí. ¿Dónde se encuentran sus dominios, señora?

Ella agitó la mano con vaguedad, hacia el este.

—Lejos —dijo—. En el mismo limite del mundo. Debe partir de inmediato.

—Eso debe ser Muscony, mi señora.

—Si, Muscony.

Por la noche, en un buen refugio bajo una roca, revestido y alfombrado con ricos paños tomados de las alforjas de los servidores, la dama se reclinó en su catre de pieles y suspiró con satisfacción.

Other books

Fudge-Laced Felonies by Hickey, Cynthia
Heartland Wedding by Renee Ryan
Honesty by Viola Rivard
Eternal Brand by Sami Lee
Stone Blade by James Cox
Lone Tree by O'Keefe, Bobbie