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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

Los hijos de los Jedi (49 page)

BOOK: Los hijos de los Jedi
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Había otras cosas en el compartimento, metidas más adentro del hueco: fajos de anotaciones escritas sobre delgadas láminas de plastipapel, diminutos haces de alambre, un par de pistolas de soldar muy pequeñas, un puñado de chips de xileno…

Y un anillo de oro que, una vez colocado bajo la luz y frotado, resultó ser la insignia de una licenciatura honoraria en la Universidad de Coruscant.

También había una plaquita de oro que conmemoraba la inauguración del Instituto Magrody de Inteligencia Programable.

Y un guante de mujer tejido con trencilla dorada.

Leia desdobló las anotaciones, y la firma del final de la última página atrajo su mirada al instante. Nasdra Magrody.

En el día de hoy sigo ignorando si Palpatine lo sabía. Leia se ovilló en el asiento de la ventana y leyó las palabras, experimentando una extraña sensación de cuasipena y compasión por el hombre que las había escrito en aquella misma habitación no hacía tantos años. Las gruesas líneas negras de los esquemas de chips trazadas al otro lado se habían corrido un poco y se habían abierto paso a través del plastipapel verde pálido, produciendo el efecto de un palimpsesto, como una alegoría de la tragedia. Los fríos e impasibles hechos científicos y los horribles usos que se habían extraído de ellos. A su manera, Magrody había sido tan ingenuo como Qwi Xux, la diseñadora herméticamente protegida y confinada que había ayudado a crear la Estrella de la Muerte.

Leia se preguntó si habría escrito todo aquello en el reverso de sus anotaciones porque eran el único material de escritura de que se le permitía disponer.

«Probablemente —pensó mientras contemplaba los bordes sin márgenes y la forma en que la caligrafía nítida y precisa se apelotonaba al comienzo y al final de la página—. Probablemente…»

Tendría que haberlo sospechado, o sabido, o adivinado. ¿Qué razón podía tener una concubina imperial, con todos los placeres y privilegios disponibles para aquellas personas que no tienen nada que hacer salvo preocuparse por su propia belleza, para haber querido hacerse amiga de una mujer de mediana edad, esposa de un profesor de robótica y a la que sólo interesaban los libros, de no ser la existencia de alguna clase de intriga? Nunca presté atención a los asuntos de palacio, el forcejeo constante para obtener una posición más alta que se producía entre los ministros del Emperador y las luchas por el poder todavía más salvajes y letales libradas entre bastidores por las esposas y las amantes decididas a ser la madre del eventual heredero de Palpatine.

Siempre pensé que todos esos asuntos eran mezquindades insignificantes indignas de ser estudiadas o percibidas.

Pagué un precio muy alto por la ignorancia fruto de mi distracción.

Ahora sólo puedo rezar para que Elizie y Shenna, nuestra hija, no tengan que pagarlo también.

Leia cerró los ojos. Todos los informes que había recibido después de la destrucción de Alderaan y la demolición de la Estrella de la Muerte habían dado por sentado que Magrody había desaparecido por voluntad propia, probablemente para ocultarse en el infame «tanque de cerebros» del Emperador, para evitar que la República castigara sus actos como se merecían. Esos informes, naturalmente, nunca habían dado por sentado que Leia estuviera detrás de la repentina ausencia del distinguido científico. Muchos atribuían a Magrody haber trabajado en el Triturador de Soles. «Se llevó a su esposa y su hija, y se escondió en algún lugar remoto donde nadie pudiera encontrarle…»

Leia se preguntó si su padre habría podido renunciar a sus ideales y trabajar a las órdenes del Emperador para salvarla.

Ése había sido el mayor de sus temores cuando estaba en el Destructor Estelar de Vader y, más tarde, a bordo de la misma Estrella de la Muerte: que Bail Organa se rindiera ante las amenazas de hacer daño a su hija.

Leia seguía sin saber cuál habría sido la reacción de su padre. Nunca le habían ofrecido esa elección.

Supongo que Mon Mothma se reiría mucho ante la facilidad con la que fui atraído hasta el sitio en el que me recogieron. Y tendría, todas las razones para hacerlo, desde luego, si las circunstancias llegan a permitirle alguna vez reírse antes cualquier cosa relacionada con los males que se me ha obligado a crear. Pensaba que sólo tenía que prestar un servicio muy sencillo y que luego dejarían en libertad a Elizie y Shenna, y que tal vez, me abandonarían en un planeta desierto donde acabaría siendo encontrado tarde o temprano…

Una molestia espantosamente irritante, pero finita.

Finita, queridos dioses de mi pueblo.

Roganda Ismaren me contó que todo se hacía en el nombre del Emperador. Estaba rodeada por un grupito de matones de inconfundible aspecto militar, aunque ninguno de ellos llevaba uniforme. Supongo que podía haberlos sobornado con dinero desviado de los fondos del Tesoro mediante algún oscuro manejo, o tal vez los hubiese engañado tal como me había engañado a mí. Sabía emplear las finanzas —y el chantaje— para obtener todo lo que quería. Parecía haber mucho más dinero que personal visible: [Leia también se había dado cuenta de ello] contaban con el equipo más nuevo, sofisticado y exquisito disponible y estaban provistos de las instalaciones y los programas más revolucionarios, pero siempre veías a los mismos diez o doce guardias.

Aunque me dijo —y también se lo dijo a los guardias— que todo aquello se hacía por orden del Emperador, nunca me encontré con la más pequeña brizna de evidencia circunstancial o empírica de que Palpatine estuviera involucrado de alguna forma en aquello.

No importaba.

Ni siquiera sé a qué planeta me llevaron, o adonde se llevaron a Elizie y a Shenna después de la única vez en que pude verlas.

Leia se estremeció, aunque el asiento de la ventana en el que estaba leyendo era el punto más cálido de la habitación, y alzó la cabeza para contemplar los fantasmagóricos arco iris de la atmósfera prisionera bajo la cúpula. Se acordó de que la noche anterior al Momento de la Reunión había estado sentada junto a una de las fuentes de los jardines que cubrían los techos de la casa de invitados ithoriana mientras Han señalaba a Jacen y Jaina qué estrella era el sol de Coruscant. En la superficie de Coruscant —el Planeta Centelleante, como lo llamaban las viejas canciones—, los velos llameantes de sus auroras nocturnas hacían totalmente imposible la práctica de la astronomía a nivel de aficionado, pero en Ithor ni siquiera había luces de ciudades. El cielo había parecido respirar estrellas.

La gran mayoría de esas estrellas tenían mundos de alguna clase orbitando a su alrededor, aunque podían no ser más que bolas desnudas de rocas, hielo o gases congelados que sólo podrían convertirse en habitables después de un proceso de bioformación tan caro que resultaba prohibitivo. Menos del veinte por ciento habían sido incluidos en los mapas y explorados. Antes del día en que Drub McKumb les atacó, Leia ni siquiera había oído hablar de Belsavis.

Había muchísimos mundos.

Y la vida era asombrosamente corta.

Me dijeron que lo que querían era muy sencillo. Mis talentos, cuya existencia yo creía no era sospechada por nadie, me habían llevado a estudiar los registros de los antiguos Jedi y a experimentar con los efectos mentales que ellos atribuían al campo de energía designado con el nombre de la Fuerza.

«¿Tálenlos? —pensó Leia, muy sorprendida—. ¿Magrody era capaz de utilizar la Fuerza?»

Era algo que no había sabido y algo que Cray nunca había mencionado, y que probablemente también había ignorado. Teniendo en cuenta la actitud del Emperador hacia los Jedi —en la que nunca había estado solo—, no resultaba nada sorprendente que Magrody los hubiera mantenido ocultos.

Creía haber tenido éxito a la hora de ocultar mis capacidades para influir sobre aquel campo de energía mediante concentraciones de ondas mentales, unas capacidades que empleaba en mis experimentos y que creo son hereditarias y no están limitadas a la especie humana. Tal vez Roganda Ismaren, o el mismo Emperador, habían leído los artículos que publiqué en la Revista de Física Energética, y habían deducido que sabía más sobre las ondas del pensamiento dirigido de lo que hubiese debido.

En cualquier caso, y ésa fue mi perdición, yo había reflexionado sobre la tradición, o leyenda, de que los Jedi eran incapaces de afectar a la maquinaria o a los androides mediante la «Fuerza». A la luz de la naturaleza de las sinopsis subelectrónicas, especulé sobre la posibilidad de crear un conversor subelectrónico implantado, el cual sería insertado quirúrgicamente en el cerebro de una persona que poseyera esa capacidad hereditaria de concentrar las ondas del pensamiento y que, después de que hubiese recibido el adiestramiento adecuado, le permitiría influir al nivel sinóptico individual sobre inteligencias artificiales de distintas complejidades.

Eso era lo que querían que hiciera.

«Irek», pensó Leia. El muchacho tal vez fuera el hijo del Emperador, aunque dada la edad que tenía Palpatine en el momento probable de la concepción de Irek —y dados los gélidamente faltos de escrúpulos talentos de Roganda en la planificación— había bastantes probabilidades de que no lo fuese.

Y si Roganda era su madre, entonces no había ninguna necesidad de la semilla de Palpatine para garantizar que Irek tendría considerables capacidades para el manejo de la Fuerza.

Dada la atmósfera de la Corte de Palpatine, el uso del miedo y la amenaza que lo impregnaba todo y las luchas intestinas entre las distintas facciones y aspirantes al poder, Leia sólo podía hacer conjeturas acerca de cuántos intentos de acabar con la vida de Roganda se llevaron a cabo antes de que Irek naciera.

El orden cronológico de los acontecimientos dejaba muy claro que Roganda, ella misma hija de un Jedi, había empezado a actuar casi de inmediato con vistas a mejorar las cartas que le habían tocado en suerte al nacer Irek.

Irek había sido sometido a la operación implantadora a los cinco años de edad, cuando los restos de Alderaan ni siquiera habían tenido tiempo de instalarse en su órbita permanente y altamente irregular alrededor de lo que había sido el sol del planeta.

Aun suponiendo que lo hubiese planeado ella misma en sus ensueños más maliciosos, Leia jamás podría haber hecho caer una venganza más terrible sobre el hombre que había enseñado cuanto sabían a los diseñadores de la Estrella de la Muerte.

Nasdra Magrody había sido retenido, drogado con pequeñas dosis de un antidepresivo cuidadosamente calculadas para que sólo le despojaran de cualquier voluntad de marcharse, en una cómoda villa de un planeta tan poco acogedor, tan peligroso y lleno de extraños virus transmitidos por los insectos, que dar un paso fuera del perímetro del campo magnético que rodeaba los jardines habría dado como resultado su muerte en cuestión de horas.

Sólo puedo agradecer que ya me hubieran sedado con Telezan antes de hacerme una demostración de ello [había escrito el desgraciado Magrody]. Sigo ignorando cómo se llamaba el hombre al que dejaron atado fuera de los límites del campo, o su crimen, si es que había cometido alguno. El oficial al mando me aseguró que era un criminal pero, naturalmente, eso podía ser mentira. Los matones que lo llevaron hasta allí llevaban trajes térmicos, que después cortaron en tiras delante de mí. El hombre aguantó dos horas antes de que su cuerpo empezase a hincharse. Su carne descompuesta no empezó a desprenderse de los huesos hasta poco antes del crepúsculo, y murió poco antes del amanecer. De no haber sido por la droga que me administraron, creo que después no podría haber dormido un solo instante, ni aquella noche ni ninguna de las noches de los cuatro años que permanecí allí. Me proporcionaban con regularidad hologramas de mi esposa. Disponía de todas las comodidades necesarias y estudié, y perfeccioné las técnicas mediante las que se podían controlar las sinopsis subelectrónicas. Creo que, a pesar de las drogas, era consciente de que durante esos dos años los hologramas no mostraron ninguna alteración en el rostro de Elizie ni en la longitud de su cabello. En cuanto a Shenna, que durante ese tiempo habría crecido pasando de ser una muchacha a ser una mujer, nunca me trajeron ni un solo holograma suyo. Hice cuanto pude para evitar pensar en lo que eso significaba. Las drogas hicieron que no me resultase demasiado difícil.

El adiestramiento de Irek empezó cuando el niño tenía siete años. Por lo que decía Magrody, a Leia enseguida le resultó obvio que el niño ya había sido adiestrado en el uso de la Fuerza y en las veloces y cómodas simplicidades del lado oscuro. El uso de los procedimientos de aprendizaje acelerado menos punitivos que Magrody había desarrollado para la estación orbital de Omwat permitió que a los doce años ya hubiera aprendido lo suficiente para obtener una licenciatura avanzada en física subelectrónica o un puesto como técnico motivador de androides…, a un coste que Leia, recordando las desesperadas medidas de aceleración del aprendizaje empleadas por Cray, apenas podía suponer.

«De vez en cuando un alimentador de árboles tiene un pequeño ataque de locura y se dedica a vagar por las calles de la ciudad rociando a los transeúntes…»

Cuando Jevax se lo había contado la noche anterior le había parecido francamente extraño, pero al comprender que un niño de doce o trece años de edad estaba desarrollando sus poderes para alterar el comportamiento de los androides, Leia se dio cuenta de que estaba tan claro como la luz del día.

«Visualiza los diagramas en tu mente», había dicho Roganda.

Leia pensó en las inteligencias mecánicas ocultas detrás de cada nave de la flota de la República, y volvió a estremecerse.

Chewbacca había reparado a Erredós y, obviamente, no había colócado el cableado de la misma manera…, y la consecuencia de ello fue que Irek perdió su poder sobre el androide.

«Han», pensó Leia con creciente desesperación. Tal como había hecho Drub McKumb, y aunque perdiera la vida intentándolo, tenía que avisarles del peligro al que se enfrentaban y explicarles cómo podían anular los poderes de Irek.

«Están allí… Se están reuniendo… Os matarán a todos…»

Otro recuerdo de aquella noche en la recepción del Emperador volvió a su mente. La tía Celly —regordeta, con el rostro sonrosado y su ya algo canosa cabellera rubia enroscada en la clase de estructura lacada de remolinos, perlas y ondas artificiales que tan popular había sido hacía veinticinco años— se había llevado a Leia hasta un rincón de la gran sala para hablarle en un susurro de conspiradora.

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