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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote (11 page)

BOOK: Los jarrones del virrey / Al servicio del Coyote
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Las primeras lágrimas no causaron ninguna impresión en don Rómulo, que estaba demasiado ofendido por el comportamiento de Peg Marsh y por la perspectiva de tener que humillarse ante su hijo.

—Es inútil que llore —dijo—. No conseguirá emocionarme como la primera vez.

Pero si las lágrimas no conseguían emocionarle, por lo menos tuvieron el magnético efecto de retenerle allí unos minutos más.

—No pretendo emocionarle —replicó Peg—. Ya sé que tengo muchas culpas y no las rehuyo. Ahora me doy cuenta de lo mal que me he portado siempre. Merezco un gran castigo. Mi cuerpo lo merece para que se salve mi alma. Si me condenan a muerte le pido que me envíe un sacerdote. Él me dirá qué camino debo seguir para llegar al cielo.

—No la condenarán a muerte —refunfuñó don Rómulo—. No tienen pruebas suficientes para una condena semejante.


El Coyote
las amañará —replicó Peg—. Él quiere que me ahorquen, y cuando me cuelguen por el cuello de una horca bien alta, él estará allí gozando con mi martirio; pero yo le perdono; porque si muero será para resucitar en otra vida mejor. Por el camino del sacrificio se llega al paraíso. Usted me ha enseñado ese camino, don Rómulo. Cuando vaya a morir le perdonaré de la misma forma que le perdono ahora.

Mientras hablaba, Peg iba derramando ardientes lágrimas.

—Es triste en la vida que siempre descubrimos demasiado tarde la verdad; pero, en fin, Dios dice que un minuto de contricción salva nuestra alma.

—¡Le digo que no le harán nada malo! —gritó don Rómulo—. Todo lo más, la condenarán a unos meses de cárcel.

—No hay motivo para que me condenen a unos meses de cárcel. La condena será de muerte, porque
El Coyote
me achacará el asesinato de Charlie y de Foyle. Por eso ha querido que usted me retuviese aquí.

—¿Y usted no tuvo nada que ver en esos dos crímenes? —preguntó don Rómulo con flaqueante voz.

—No. Yo sólo quería apoderarme de los jarrones. Ésa era mi culpa. Mi terrible culpa por la cual merezco todo el castigo que se me quiera aplicar. Ellos se mataron entre sí. ¡Lo juro por la salvación de mi alma, que ahora es lo único que me importa de verdad!

Peg puso tales acentos de verdad en su juramento, que logró disolver todas las dudas que aún se albergaban en el cerebro de don Rómulo.

—Es una locura —dijo—; pero los Hidalgo nunca hemos luchado con mujeres ni somos verdugos. Márchese. Rehaga su vida, y cuando lo haya conseguido, vuelva a verme para que yo pueda saber que no ha aprovechado mal la libertad que le concedo.

Al oír estas palabras, Peg estalló en violentísimos sollozos.

—No sé cómo he podido ser tan mala con usted —dijo, al fin, besando la mano de don Rómulo, quien metiendo la otra en el bolsillo sacó un fajo de billetes de banco y lo puso en manos de Peg, diciendo:

—Tenga, lo necesitará para salir de sus primeros apuros. Porque supongo que no tiene dinero, ¿verdad?

—Nada —mintió Peg, que ya contaba con apoderarse de todo el dinero que
Champagne Charlie
había reunido, además del que ella tenía ahorrado.

Guardando los billetes irguióse y preguntó con dramático acento:

—¿De veras quiere que me marche? ¿No cree preferible que me quede a cumplir mi destino?

Don Rómulo había dicho ya una cosa y nada ni nadie le haría volver atrás.

—Márchese y que Dios la guíe.

Cuando una hora después Teodomiro Mateos se presentó en la hacienda Hidalgo, se encontró con que el mensaje del
Coyote
que había recibido no decía toda la verdad al afirmar que en el rancho de don Rómulo encontraría a la autora, entre otros, del delito de asesinato en las personas de
Champagne Charlie
o Ben Shubrick y el tabernero Bill Foyle.

—Ha ido a cumplir su destino —dijo, altivamente, don Rómulo—. El mundo será su cárcel y en él expiará sus pecados.

Teodomiro Mateos miró suspicazmente al viejo. Siempre lo había creído un poco loco. Ahora se daba cuenta de que lo estaba de remate.

—Ha dejado escapar a una peligrosa delincuente —dijo—. Tal vez algún día se arrepienta de haberlo hecho.

Pero don Rómulo era de los que nunca se arrepienten del todo de lo malo que hacen. Por momentos se iba sintiendo más y más orgulloso de ser un Hidalgo. ¡Y esto era lo que importaba!

Capítulo XII: La justicia del
Coyote

—Ya sabes lo que has de hacer, Ricardo —dijo don César a Yesares—. Esta noche, a las nueve, en el rancho Hidalgo. Ve con mucho cuidado.

—Va a ser divertido —sonrió Yesares—. ¿Y qué habrá sido de aquella mujer?

Don César se encogió de hombros.

—Supongo que habrá huido lejos. A veces pienso que ese sentimiento de caballerosidad que tenemos los californianos legítimos es estúpido. Peg Marsh estaría mucho mejor muerta que en libertad. Pero no se puede matar a sangre fría a una mujer, aunque si ella hubiera podido hacerlo me habría matado sin el menor escrúpulo.

—¿Crees que volverá?

—No. Ya recibió un poco de lo mucho que merecía. No creo que desee empeorar su situación. Recuerda bien lo que debes hacer.

—No temas. Lo recordaré.

Los dos hombres se separaron después de cambiar un apretón de manos.

*****

A la fiesta habían sido invitados sólo algunos amigos íntimos. Don César y Guadalupe figuraron entre ellos. Después del escándalo ocurrido un mes antes, el compromiso matrimonial entre Justo Hidalgo y Dolores Pabón debía celebrarse en la intimidad.

Luego de haber cenado se reunieron todos los invitados en el salón del rancho y las dos familias formalizaron el compromiso. Doña Lola estudió con gran atención la lista de regalos que debía recibir su hija.

—Creo que debiera recibir alguna joya familiar —dijo, de pronto—. ¿Es que los Hidalgo ya no tienen sus famosos rubíes?

Aquellos famosos rubíes habían tenido que ser vendidos por don Rómulo para inyectar nueva vida a su maltrecha hacienda a consecuencia de las esplendideces de su padre. Excepto oficialmente, todo el mundo sabía qué suerte habían corrido aquellos rubíes.

—Doña Lola… —empezó don Rómulo, y por su acento fue general el temor de que el compromiso matrimonial no pasara de allí.

—Todo el mundo sabe que los Hidalgo ya no tienen rubíes —dijo de pronto una voz lo bastante alta para que todos se volvieran a ver de dónde procedía.

Un mismo nombre brotó de todos los labios al identificar al que acababa de hablar.

—¡
El Coyote
!

Estaba apoyado contra el quicio de una puerta, sonriente, sosteniendo un paquete con la mano izquierda y descansando la derecha sobre la culata de uno de sus dos revólveres.

—Perdonen que haya venido sin que se me invitara —siguió
El Coyote
—. Pero deseaba resolver un problema pendiente desde hace bastantes días.

Abandonando la puerta,
El Coyote
fue hacia Dolores Pabón y le ofreció un pesado estuche, que sacó del paquete que había traído.

—Es el regalo de bodas que, por mediación mía, le hace el virrey de Nueva España, marqués De Croix.

Dolores abrió el estuche y lanzó una exclamación de asombro, que fue coreada por cuantos estaban lo bastante cerca para ver la larguísima serpiente de perlas que llenaba el estuche. Con aquel enorme collar se hubiesen podido hacer diez riquísimos.

Mientras la joven sólo podía permanecer inmóvil y boquiabierta,
El Coyote
se acercó a Guadalupe y le ofreció otro estuche similar al anterior. Su contenido era, también, un enorme collar de perlas.

—¿Por qué me lo entrega? —preguntó.

—Porque le corresponde a usted, señora —replicó el enmascarado—. Esas perlas tenían dos dueños. Por lo tanto, entre ellos las he repartido.

—Esas perlas correspondían a don César —clamó don Rómulo.

—No me haga recordarle que le encargué que vigilase a cierta persona y usted la dejó escapar.

Don Rómulo Hidalgo lanzó un carraspeo y pareció aceptar las perlas, que, además, no eran para él, sino para su futura nuera.

—Creo que la solución ha sido la mejor, ¿no? —preguntó
El Coyote
. Luego, saludando a Dolores Pabón, deseó—: Que sea usted feliz, señorita. Y en cuanto a usted, señora de Echagüe, creo que no necesita que se le desee felicidades. Su belleza ha aumentado tanto que ello sólo puede obedecer al elixir de la felicidad.

Con un último saludo dirigido a todos, el enmascarado abandonó el salón y, un momento después, se le oyó alejarse al galope.

Entonces, como si la reunión fuera de colegiales y el maestro hubiese abandonado la clase, todos estallaron en comentarios, en preguntas y en peticiones de examinar de cerca los dos maravillosos collares.

Más tarde, cuando don César y Guadalupe regresaban en su carruaje a su casa, don César preguntó:

—¿Estás contenta?

La respuesta de Guadalupe no fue la que él esperaba.

—No. Si las perlas estaban en los jarrones, y los jarrones eran nuestros, pues nos los había regalado el imbécil de don Rómulo, no veo por qué has tenido que regalarle otro collar a la tonta de Dolores Pabón. Ahora podrá lucir uno exacto al mío.

—Exacto, no —sonrió don César—. En el tuyo están las mejores perlas y, además, hay cien más que en el de ella.

—Pero hubiese podido tener dos collares en lugar de uno.

—¿Es que acaso tienes dos cuellos?

—Puedo tener una hija y entonces será como si tuviese dos cuellos.

Don César sonrió burlón.

—Espera a tener una hija y entonces te prometo que robaré otro collar para ella; pero mientras no llegue esa hija…

Con una leve sonrisa de satisfacción, por lo bien que había salido su plan, Guadalupe replicó:

—Tal vez no tarde ni seis meses en llegar.

Don César tardó un par de segundos en comprender la realidad. Entonces soltó las riendas de los caballos y volvióse, vivamente, hacia Guadalupe.

—¿Es verdad eso? —gritó.

—No estoy segura —replicó, muy sofocada, Lupe que empezaba a arrepentirse de haber dicho aquello.

—¿Cómo? ¿No estás segura de si esperas o no un chiquillo?

—De lo que no estoy segura es de si será niño o niña; pero me gustaría mucho que fuese una niña.

Los caballos se habían detenido y don César estrechó entre sus brazos a su mujer.

—¡Este sí que es un regalo! —exclamó—. ¿De veras te ha molestado que haya regalado el collar a Dolores Pabón?

—No —rió Lupe—; aunque a veces siento algunos celos. Hoy
El Coyote
ha empezado por Dolores Pabón. Ella ha sido la primera.

—Ya sabes que aquel
Coyote
es muy falso. Para el legítimo sólo hay una mujer ante todo. Y esa mujer eres tú. De todas formas, reñiré a Yesares en cuanto le vea.

*****

Pero cuando al día siguiente don César, más que a reñir a Yesares, fue a darle la buena nueva que Lupe le había comunicado, encontró a su amigo con la preocupación reflejada en el semblante.

—¿Qué te ocurre? —preguntó don César.

Por toda respuesta, Yesares tendió a su amigo un papel doblado. Don César lo abrió, leyendo:

Señor Coyote: He atravesado su máscara y sé qué rostro se oculta tras ella. Algún día, y no tardará mucho, volveré para hacerle pagar lodo lo que me hizo.

PEG.

Don César miró, alarmado, a su amigo.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Ha llegado esta mañana en la diligencia de San Francisco.

—Pero… ¿Cómo lo tienes tú?

—Porque iba dentro de un sobre dirigido a mí.

Don César olvidó la buena noticia que traía para su amigo.

—Hice muy mal en no apuntar un poco más hacia la cabeza cuando marqué a Peg Marsh en la oreja. ¿Cómo ha podido sospechar que tú seas
El Coyote
?

—Creo que lo averiguó por medio de la chiquilla que me entregó aquella nota para Shubrick cuya copia te remití.

—Sí; fue una imprudencia… Esa mujer me da más miedo que si fuese un bandido de la peor clase.

—Creo que no encontraríamos nada peor que ella —suspiró Yesares.

Mucho después de haber salido de la Posada del Rey Don Carlos, don César de Echagüe se dio cuenta de que no había comunicado a Yesares la gran noticia. Por más que aquella gran noticia estaba ya bastante amargada por la otra de que Peg Marsh no había abandonado sus deseos de venganza, y que por el medio que fuera había conseguido descubrir una de las partes integrantes del
Coyote
.

—Creo que vamos a luchar duramente —murmuró don César—. Por lo menos la pelea será de las buenas.

En efecto. La pelea que se avecinaba iba a ser de las mejores y más duras, y la victoria no sonreiría siempre al
Coyote
.

Capítulo I: Bajo el amparo de don César

Jeremías Rubiz movía nerviosamente las piernas como si quisiera acelerar con ello la velocidad que desarrollaban los caballos que tiraban del coche que había alquilado a la puerta de la posada del Rey don Carlos en Los Ángeles. Cada metro de carretera que quedaba atrás era como una pequeña barrera que se interponía entre él y los revólveres que los Matoso habían alquilado para matarle. Pero si los dos hombres que habían vendido, en contra de él, su destreza en el manejo de las armas se enteraban de que su presa acababa de escapar, aún podían, utilizando caballos veloces, alcanzarle antes de que se pudiese refugiar en el amparo de los muros del rancho de San Antonio.

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