Los millonarios (58 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: Los millonarios
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Cuando Charlie rodó sobre su espalda, ella soltó la cola de Tigre, pero no se rindió.

—¡Eres hombre muerto! —rugió, mientras Charlie tosía al llenarse nuevamente los pulmones de aire. Gillian se levantó rápidamente. Trataba de recuperar el equilibrio, igual que Charlie. Pero él no conseguía recobrar el aliento. Inclinado y con un terrible dolor en el hombro, apenas si podía mantenerse en pie, mucho menos resistir otro ataque. De la nariz de Gillian brotaba un delgado hilo de sangre—. Empiezas a sentirlo, ¿verdad? —preguntó.

Charlie respiraba agitadamente con la boca totalmente abierta. Sabía que no podría soportar otro golpe.

Sin saber muy bien qué hacer, pensó en huir… Buscó la puerta y entonces… No. Ya estaba bien de huir.

Apoyó los pies con fuerza en el cemento, se volvió hacia Gillian y cogió con fuerza la correa de cuero. Gillian corrió hacia él presa de un ataque de furia. Charlie permaneció inmóvil en su lugar y preparó el brazo detrás de la espalda. Entrecerró los ojos. Sostenía la correa con tanta fuerza que las uñas se clavaron en la palma de la mano. «Todavía no, todavía no…», contó para sí. Gillian ya estaba casi sobre él. «¡Ahora!»

Charlie adelantó la pierna trasera, apoyó todo el peso del cuerpo sobre ella y lanzó el golpe. Como si fuese una antigua maza de hierro sujeta con una cadena, la cabeza de casi seis kilos de peso rasgó el aire. Al impactar contra la oreja de Gillian produjo un ruido sordo. La cabeza de grafito se partió con el impacto, provocando una larga fisura a través de los ojos de Pluto y derribando a Gillian. Ella aterrizó con fuerza sobre el suelo de cemento a los pies de Charlie. Esta vez, no se levantó. Pero cuando Charlie pudo finalmente respirar, sintió un zumbido familiar en el pecho. Tambaleándose hacia adelante, dejó caer la correa de cuero. Tuvo que hacerlo. No tenía fuerzas para sostenerla. La cabeza de Pluto chocó con el suelo de cemento y Charlie trastabilló hacia un costado cuando una aguja de dolor le atravesó el corazón.

Cayó sobre uno de los colgadores, haciendo que otro grupo de disfraces cayese al suelo. Su corazón burbujeaba y latía Era como si tuviese una bolsa de gusanos moviéndose dentro del pecho. «Ahora no… por favor…», imploró. Se volvió para correr en busca de Oliver, cogiéndose de los colgadores, y se abrió paso a través del estrecho pasillo, más allá del biombo de madera. Los gusanos se multiplicaban dentro del pecho y se reunían alrededor de la tráquea.

—Hhhh… —Un silbido agudo ascendió a través de la garganta—. Hhhhhh… —Charlie jadeó en busca de aire mientras sus latidos se aceleraban y luego comenzaban a golpearle las costillas. Cada vez más deprisa, tenía un tambor en el pecho. Cerró los ojos… Comprobó el pulso en el cuello…

«Dios santo…»

Estaba desbocado…

—Ollie… —llamó sin apenas voz—. ¡Ollie!

Tambaleándose a lo largo del pasillo principal, chocó contra la puerta y apoyó la mano en el pomo, abriéndola de par en par. Todo lo que tenía que hacer era atravesarla. Se apoyó en la pared y trató de impulsarse hacia adelante. Parecía estar tan cerca, pero, de alguna manera, seguía alejándose… Sentía la nuca empapada de sudor. Los gusanos se retorcían, cavando y apretando como un puño alrededor del corazón. Charlie trató de respirar, pero no pudo. A través de la puerta alcanzó a ver que Oliver y Shep estaban luchando. «¡Shep!» Ahora comprendió que se trataba de un sueño. Sin embargo, cuando Charlie miró fijamente la escena que se desarrollaba delante de él… Ollie… Ollie llevaba la mejor parte. Las lágrimas inundaron sus ojos al tiempo que Ollie y Shep desaparecían del cuadro. «Les has cogido, her…» El puño cerrado, pegado al corazón. Todo su rostro se contorsionó para resistir la presión. Estaba a punto de estallar. Y entonces… mientras caía de rodillas… estalló.

—Ollie… —balbuceó con un último jadeo asmático. Trató de añadir un adiós pero, mientras su rostro chocaba contra el cemento, las palabras no salieron de sus labios.

87

—Oliver, no pienso volver a preguntártelo —advierte Shep—. ¿Dónde coño está mí dinero?

Retrocedo trastabillando después del último golpe, me aparto de las carrozas y caigo hacia la pared lateral.

Detrás de mí ya no queda prácticamente espacio. Me tambaleo a través del campo minado de aros de
hulahop
, sombreros de maestros de ceremonias y docenas de otros chismes que están amontonados en el suelo, busco algo… cualquier cosa… que pueda utilizar a modo de arma. Lo único que tengo al alcance de la mano es un candelabro ornamentado, pero cuando lo cojo, pesa menos de cincuenta gramos: es todo de gomaespuma. Casi lo olvido. Disney World.

Shep corre tras de mí, apartando con violencia todo lo que encuentra a su paso, y me agarra de las solapas.

—Es tu última oportunidad —me advierte, su aliento caliente a un centímetro de mi cara—. ¿Dónde. Está. Mi. Dinero?

Mi cabeza resuena como si fuese un cuartel de bomberos. Apenas si puedo moverla de un lado a otro.

—Muérete, soplapollas. Jamás conseguirás un solo céntimo.

Fuera de sí, Shep me lanza violentamente hacia un enorme caballo de balancín. Mi cabeza choca contra la montura de madera, pero él no desiste.

—Lo siento, Oliver. Pero no he oído lo que has dicho.

—Muérete…

Un segundo después, haciéndome girar como si fuese una peonza, me arroja de cara hacia un enorme muñeco de muelle en una caja de sorpresas. El golpe y un ruido desagradable me confirman que mi nariz acaba de romperse.

—¿Quieres volver a intentarlo? —pregunta Shep, cogiéndome ahora con fuerza de la nuca.

Le miro con mi único ojo en condiciones. Mi voz sale débilmente.

—Muéret…

Rugiendo como un animal, me da la vuelta y me arroja contra un carrito de palomitas. Extiendo torpemente las manos para protegerme el rostro, pero llevo demasiada velocidad. Choco contra el cristal y, cuando se hace pedazos, las astillas me provocan profundos cortes en las manos. Apoyado sobre el estómago dentro del carrito, veo un fragmento triangular de cristal justo encima del pecho. En uno de los lados el borde es opaco y está sujeto al borde del carrito.

Shep me coge por las piernas y tira de mí hacia afuera. Fragmentos de cristal me desgarran la piel del estómago. Ignorando el dolor, extiendo la mano hacia el fragmento que he visto antes. Lo agarro con tanta fuerza que casi me corta la palma de la mano. Y justo cuando mis pies vuelven a entrar en contacto con el suelo —antes de que Shep sepa lo que está ocurriendo— me doy la vuelta rápidamente y le clavo el trozo de cristal en el estómago.

Su rostro se vuelve blanco y se lleva las manos al vientre, contemplando la sangre brillante que le humedece las manos. No puede creerlo.

—Hijo de… —Levanta la vista—. Estás muerto… muerto…

Mete la mano dentro de la chaqueta y busca su arma. Ataco nuevamente y le hago un corte a la altura de la muñeca. Aúlla de dolor; es incapaz de sostenerla. El arma cae al suelo y la envío de un puntapié debajo del caballo de balancín. No le doy otra oportunidad. Tiene los ojos encendidos. Y, como si fuese un oso herido, Shep se lanza hacia adelante buscando mi cuello. Muevo el fragmento de cristal delante de mí y le alcanzo en el pecho. Los bordes me han herido la mano y la tengo empapada de sangre, pero no hay duda de quién se está llevando la peor parte en esta pelea. Por primera vez, Shep se tambalea. Cuando se acerca nuevamente, lanzo un golpe con las pocas fuerzas que aún me quedan. Por todo lo que ha hecho… todo lo que nos ha hecho sufrir; ignoro la sangre, entierro las consecuencias y me dispongo a asestar…

Oigo un sonoro jadeo que llega desde el cuarto que comunica con la nave contigua. Me quedo paralizado. Conozco ese sonido como a mí mismo. A mi izquierda, dentro del cuarto. Charlie se aferra el pecho con ambas manos y trata de apoyarse en la pared para no desplomarse.

—Ollie… —balbucea con la boca completamente abierta. Es todo lo que consigue decir. Jadeando en busca de un poco de aire, cae al suelo. Me vuelvo durante dos segundos. Pero para Shep es toda una vida.

En el momento en que comienzo a darme la vuelta, se lanza sobre mí. Mi pecho se hunde cuando me golpea con ambos puños como si fuese un muñeco de feria. Cuando choco contra el cemento recibo un duro golpe en los riñones. Shep me arrebata el cristal de las manos, infligiéndome un corte aún más profundo.

Lanzo un grito de dolor pero Shep no se inmuta. Ya no tiene nada que decir. Se sienta sobre mi pecho y anula cualquier movimiento de mis brazos apoyando con fuerza las rodillas sobre ellos. Me debato furiosamente y trato de liberar los brazos. Pero pesa demasiado. Le miro a los ojos pero es como si allí no hubiese nadie. A Shep ya no le importa nada. Ni yo… ni las cintas… ni siquiera el dinero.

Hundiendo las rodillas en mis bíceps, alza la hoja de cristal como si fuese una guillotina. Sus ojos no se apartan de mi cuello. No saldré vivo de ésta. Susurro una disculpa para Charlie. Y para mi madre. Cierro los ojos y me preparo para el impacto.

Pero lo que oigo a continuación es un disparo. Luego otros dos en rápida sucesión. Abro los ojos justo para ver cómo los proyectiles atraviesan el pecho de Shep. Su cuerpo se sacude violentamente ante los impactos. La sangre brota a borbotones de su boca. La hoja de cristal cae de su mano y se rompe al chocar contra el duro cemento. Luego, mientras su brazo cae a un costado de su cuerpo, Shep se tambalea ligeramente y cae hacia atrás.

Siguiendo la dirección del sonido, rastreo su trayectoria. Entonces la veo, sentada en el suelo. No inconsciente… Despierta… Joey… Por la luz que brilla detrás de ella, sólo veo su sombra. Y el hilo de humo que sale del cañón de su arma.

Se levanta, corre hacia la pared y golpea con la culata de la pistola el cristal de la alarma de incendio. Un sonido estridente rompe el silencio y, un minuto después, oigo sirenas a lo lejos. Joey corre hacia donde yace mi hermano. Dios mío…

—¡Charlie! —grito—. ¡Charlie!

Trato de incorporarme pero es como si tuviese el brazo en llamas. No puedo mover los dedos. Me tiembla todo el cuerpo.

Media docena de guardias de seguridad de Disney entran a la carrera por la puerta principal del almacén. Todos se dirigen hacia mí; Joey permanece junto a mi hermano.

—Por favor, señor, no se mueva —dice uno de los guardias, cogiéndome de los hombros para que deje de temblar. Otros cuatro guardias se inclinan junto a Charlie, impidiéndome ver lo que está ocurriendo.

—¡No puedo verle! ¡Dejadme verle! —grito, estirando el cuello. Nadie se mueve. Ahora todos están concentrados en el cuerpo sin vida de Shep.

—¡Tiene taquicardia ventricular! ¡Necesita mexiletine! —grito en dirección de Joey. Ella le está administrando un masaje cardíaco, pero cuanto más me agito, más comienza a girar la habitación. Todo el mundo da vueltas y brinca de lado. Mi brazo exánime se extiende como una cinta de goma elástica por encima de mi cabeza. El guardia dice algo, pero lo único que oigo es una descarga estática. «No, no te desmayes», me digo. Alzo la vista hacia el techo. Ya es demasiado tarde. La vida se vuelve en blanco y negro, luego vira rápidamente al gris.

—¿Se encuentra bien? ¡Quiero saber si se encuentra bien! —grito con todas mis pocas fuerzas.

Otra docena de guardias entra en el almacén. Todos gritan. Y mientras el gris se convierte en un negro intenso, sin vida, no obtengo ninguna respuesta.

88

Exactamente como Charlie lo predijo, lo peor es comenzar. Olvida los comentarios en voz baja y los nada sutiles señalamientos con el dedo. Incluso la forma en que pasan a mi lado mientras los cotilleos se abren paso a través de la oficina. Eso puedo soportarlo. Pero cuando me siento en la oh-la-tan-prís-tina-sala de conferencias del primer piso y echo un vistazo a través de la ventana que me separa de mis antiguos compañeros del banco, no puedo evitar sentirme como un mono en el zoológico. Ellos hacen todo lo que pueden para mostrarse naturales mientras deambulan por el laberinto de escritorios. Pero cada vez que pasa alguno de ellos —cada vez que alguien sale del ascensor o se dirige a la fotocopiadora o incluso se vuelve a sentar a su escritorio— su cabeza se vuelve por un instante y me clavan esa mirada: parte curiosidad, parte juicio moral. Algunos lo condimentan con vergüenza; otros añaden una pizca de disgusto.

Han pasado dos semanas desde que saltó la noticia, pero ésta es la primera oportunidad que tienen de verlo con sus propios ojos. Y aunque la mayoría de ellos ya se ha decidido, todavía quedan unos pocos que quieren saber si es verdad. Son los más difíciles de enfrentar. Cualquier cosa que Charlie y yo hayamos hecho para salvar la situación, aun así nunca fue nuestro dinero.

Durante casi una hora permanezco sentado allí recibiendo sus miradas, susurros y dedos apuntados. Trato de mantener su mirada, pero la desvían. La mayoría de los días, sólo las abejas obreras de menor rango quedan atrapadas entre el enjambre de escritorios delante de la entrada principal. Hoy, hacia el final de la primera media hora, casi todos los empleados del banco han encontrado una excusa para acercarse a echar un vistazo al mono detrás del cristal. Esa es la razón de que me hayan puesto aquí. Si querían hacer las cosas de manera discreta, podrían haberme hecho entrar por la puerta de los artistas en la parte trasera del edificio y enviarme arriba en el ascensor privado. En cambio, han decidido montar un espectáculo y recordarme de paso que mis días de ascensor privado se han acabado. Como todo en Green & Green, se trata de una cuestión de percepción.

El tráfico alcanza su hora punta cuando, finalmente, Lapidus y Quincy, hacen su entrada. No me dicen nada directamente. Todo se ha hecho a través de su abogado, un desagradable mosquito de voz chillona. El tío me dice que están reteniendo mi finiquito hasta que la investigación haya concluido, que mi seguro de salud ha caducado de forma inmediata, que presentarán un recurso legal si intento ponerme en contacto con cualesquiera clientes actuales o antiguos del banco, y como guinda del pastel, que se pondrán en contacto con el SEC y las agencias reguladoras bancarias con la esperanza de que impidan que pueda trabajar en cualquier otro banco en el futuro.

—Muy bien —digo—. ¿Es todo?

El abogado mira a Lapidus y Quincy. Ambos asienten.

—Maravilloso —digo—. Entonces esto es para usted… —deslizo un sobre azul y blanco tamaño carta hacia Lapidus. No lleva nada escrito. Lapidus mira al abogado.

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