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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (55 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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El agua del mar que me tragué debió revivirme; porque, cuando recuperé el sentido, estaba tumbado sobre el fondo del bote, con la cabeza un poco apoyada en la popa y con seis pulgadas de salmuera lamiéndome los labios.

Estaba jadeando y atragantándome a causa de los sorbos que había bebido; el bote se estaba sacudiendo violentamente y le entraba más agua por cada costado a cada sacudida; y podía oír, no muy lejos, el sonido de las rompientes.

Intenté incorporarme, y lo conseguí después de un esfuerzo prodigioso. Mis pensamientos y sensaciones se encontraban curiosamente confundidos y me resultaba especialmente difícil orientarme de manera alguna. La sensación física de sed extrema dominaba sobre todo lo demás... Mi boca estaba forrada de un fuego móvil, palpitante..., me sentía atontado, con el resto del cuerpo extrañamente lánguido y hueco. Me resultaba difícil recordar lo que había sucedido; y, durante un momento, ni siquiera me sorprendió el hecho de encontrarme solo en el bote. Pero, incluso para mis atontados y confusos sentidos, el sonido de aquellas rompientes transmitía un claro aviso de peligro; y, sentándome, intenté alcanzar los remos.

Los remos habían desaparecido; pero, en mi estado febril, no era probable que pudiese haber hecho mucho uso de ellos. Miré a mi alrededor y vi cómo el bote estaba siendo arrastrado por el flujo de una corriente que se dirigía a la orilla, por entre dos arrecifes de color oscuro, ocultos a medias por la espuma de las olas.

Un acantilado, empinado y árido, se cernía frente mí; pero, al aproximarse el bote, el acantilado pareció partirse milagrosamente, revelando un estrecho canal por el que floté hasta las aguas espejadas de una tranquila albufera.

El paso del violento mar exterior al refugio del silencio y el aislamiento, fue no menos abrupto que los cambios de acontecimientos y de paisajes que, con frecuencia, acontecen en un sueño.

La albufera era alargada y estrecha, y se alejaba sinuosamente entre dos orillas parejas que estaban bordeadas por vegetación ultravegetal. Había muchos helechos de una variedad que nunca había visto y muchas rígidas palmeras gigantescas y arbustos de anchas hojas, más altos que árboles jóvenes. Incluso entonces, me sentí un poco asombrado ante ellos, aunque, mientras el bote se movía hacía la playa más próxima, estaba ocupado principalmente en clarificar y poner en orden mis ideas. Esto me causó más problemas de lo que podría imaginarse.

Aún debía estar un poco atontado; y la salmuera que había bebido no podía haberme sentado demasiado bien tampoco, aunque había ayudado a revivirme. Recordaba, por supuesto, que yo era Mark Irwin, piloto del carguero Auckland, que hacía la ruta entre Callao y Wellington; y demasiado bien me acordaba de la noche en que el capitán Melville me había arrancado de mi litera, desde el sopor sin sueños en que me había arrojado cansadísimo, gritándome que el barco ardía.

Recordaba aquel rugiente Infierno de llamas y humo a través del cual tuvimos que abrirnos camino hasta la cubierta, sólo para descubrir que la nave era ya irrecuperable, dado que las llamas habían alcanzado el petróleo, que constituía la parte principal de su carga: y, entonces, la rápida botadura de las lanchas bajo el vívido brillo del incendio.

La mitad de la tripulación había quedado atrapada en el ardiente castillo de proa; y aquellos de nosotros que escapamos nos vimos obligados a hacerlo sin agua ni provisiones. Habíamos remado durante días en medio de una calma chicha, sin avistar nave alguna, y estábamos sufriendo las torturas de los condenados cuando se había levantado una tormenta. En estas tormentas se habían perdido dos de los botes; y el tercero, que estaba tripulado por el capitán Melville, el segundo piloto, el contramaestre y yo mismo, fue el único que sobrevivió. Pero, en algún momento durante la tormenta, o durante los días y noches de delirio que siguieron, mis compañeros debieron caerse al agua... Al menos esto recordaba, pero todo ello resultaba de algún modo irreal y remoto, y parecía afectar solamente a otra persona que no era la que estaba flotando en dirección a la orilla de las aguas de una tranquila albufera. Me sentía muy contemplativo y distante; y ni siquiera mi sed me molestaba tanto ahora como lo había hecho al despertarme.

No comencé a preguntarme dónde estaba y a hacer conjeturas de sobre qué costas había alcanzado hasta que el bote no llegó a la orilla de una playa de fina arena nacarada. Sabía que nos habíamos encontrado a cientos de millas al sudoeste de la isla de Pascua, la noche del incendio, en una zona del Pacífico donde no hay ninguna otra tierra; y, desde luego, ésta no era la isla de Pascua. ¿Qué podría ser entonces?

Me di cuenta, con un cierto sobresalto, de que no debía encontrarse en ninguna ruta cartografiada ni en ningún mapa geológico.

Por supuesto, se trataba de una especie de isla; pero no conseguía formarme una idea de su posible extensión; y no tenía manera de decidir de antemano si estaba habitada o deshabitada.

A excepción de la lujuriante vegetación, algunos pájaros y mariposas de aspecto raro, y algunos peces de aspecto igualmente raro, no había vida visible en la albufera.

Me bajé del barco, sintiéndome muy débil e inestable, bajo la cálida y blanca luz solar que se vertía sobre todo como una inmóvil catarata universal. Mi primera idea fue buscar agua potable; y me adentré al azar entre los grandes helechos, separándolos con gran esfuerzo, apoyándome en ocasiones contra sus troncos para evitar caerme. Veinte o treinta pasos, sin embargo, y llegué hasta un fino riachuelo que saltaba cristalino desde un bajo desnivel, formando un plácido estanque donde el musgo, de diez pulgadas, y anchas floraciones, parecidas a anémonas, se reflejaban. El agua estaba fría y dulce; bebí profundamente, y noté el alivio de su frescura empapar todos mis resecos tejidos.

Entonces, comencé a buscar a mi alrededor alguna clase de fruta comestible. Cerca del riachuelo, encontré un arbusto que arrastraba su carga de drupas amarillo salmón sobre los musgos gigantes. No pude identificar la fruta; pero su aspecto era delicioso, y decidí arriesgarme.

Estaban llenas de una pulpa azucarada; y recuperé fuerzas ya en el mismo acto de comerlas. Mi cerebro se aclaró y recuperé, si no todas, muchas de mis facultades que habían estado parcialmente apagadas.

Regresé al bote y achiqué toda la salmuera; entonces, intenté arrastrarlo todo lo lejos que pude sobre la arena, por si llegase a necesitarlo en alguna ocasión futura. Mi fuerza resultó inadecuada para esta tarea; y, temiendo aún que la marea pudiese arrastrarlo, corté algunas de las altas hierbas con mi navaja y las trencé en una larga soga, con la cual sujeté el bote a la palmera más próxima.

Ahora, por primera vez, examiné mi situación con un ojo analítico, y me di cuenta de muchas cosas en las que hasta el momento no me había fijado. Una mezcla de raras impresiones se amontonaban sobre mí, algunas de las cuales no podrían haberme llegado por la vía de los sentidos conocidos.

Para empezar, vi más claramente la anormalidad de las plantas que me rodeaban: no eran los helechos, hierbas y arbustos que son nativos de los mares del sur. Sus hojas, sus tallos, su follaje, eran principalmente de toscos tipos arcaicos, tales como podrían haber existido durante evos anteriores, sobre los perdidos litorales marítimos de Mu. Eran diferentes de cualquier otra cosa que hubiese visto en Australia o Nueva Guinea, esos asilos para flora antiquísima; y, mirándolos, me sentí impresionado por la sugerencia de una antigüedad oscura y prehistórica.

Y el silencio en torno mío pareció convenirse en el silencio de las edades muertas y de las cosas que se han hundido bajo la marea del olvido. A partir de ese momento, sentí que había algo que estaba equivocado en la isla. Pero, de alguna manera, no sabía decir lo que era, o captar claramente todo lo que contribuía a formarme esa impresión.

Aparte de la vegetación de aspecto extraño, noté que había cierta rareza alrededor del sol. Estaba demasiado elevado en el cielo para cualquier latitud a la que concebiblemente pudiese haber flotado; y, de todos modos, era demasiado grande; y el cielo era antinaturalmente brillante, con una cegadora incandescencia. En el aire había un hechizo de eterna quietud, y nunca el menor movimiento de las hojas ni del agua; y todo el paisaje colgaba ante mí como una visión monstruosa de reinos increíbles más allá del tiempo y del espacio. De acuerdo con todos los mapas, esta isla no podría existir, de todos modos... De una manera cada vez más clara, supe que había algo que estaba mal: noté una fantasmal confusión, un extraño pasmo, como si hubiese sido arrojado a las costas de otro planeta; me parecía que estaba separado de mi vida anterior, y de todo lo que alguna vez había conocido, por un intervalo de distancia más irremediable que todas las azules leguas de cielo y mar; que, al igual que la propia isla, estaba perdido para toda posible reorientación. Por unos breves instantes, este sentimiento se convirtió en un pánico nervioso, en un horror paralizante.

Esforzándome para vencer mi nerviosismo, partí a lo largo de la orilla de la albufera, andando con rapidez febril. Se me ocurrió que sería buena idea explorar la isla; y quizá, después de todo, podría encontrar alguna pista para el misterio, podría tropezar con algo que explicase o me tranquilizase.

Después de varios giros serpentinos de la tortuosa costa, llegué al final de la albufera. Aquí el terreno comenzaba a elevarse en dirección a un alto cerro, en el que abundaba la misma vegetación que ya había encontrado, a la cual se añadía ahora una araucaria de largas hojas.

Este cerro no era, aparentemente, la mayor elevación de la isla, y, después de media hora de tantear entre los helechos, los rígidos arbustos y las araucarias, conseguí ascenderlo. Aquí, a través de una brecha en el follaje, bajé mi vista sobre una escena no menos increíble que inesperada. La orilla opuesta de la isla era visible debajo de mí; y, por toda la extensión de la playa curvada, ¡eran visibles los techos de piedra y las torres de una ciudad!

Incluso a esa distancia, podía ver que la arquitectura era de un tipo desconocido; y no estuve seguro a primera vista de si los edificios eran ruinas antiguas o la morada de seres vivientes. Entonces, más allá de los techos, vi que varias naves de aspecto extraño estaban amarradas a una especie de muelle, mostrando sus velas naranjas bajo la luz del sol.

Mi emoción fue indescriptible; como mucho, si es que la isla estaba habitada en absoluto, había esperado encontrar unas pocas chozas de salvajes; y aquí, frente a mí, ¡había edificios que indicaban un grado elevado de civilización!

Qué eran, o quién los había construido, quedaban seguramente más allá de toda hipótesis; pero, mientras me apresuraba a descender la colina, una ansiedad muy humana estuvo mezclada con el atontamiento y la estupefacción que había estado sintiendo. Por lo menos, había gente en la isla, y, al darme cuenta de esto, el horror que había sido parte de mi sorpresa quedó disipado por el momento.

Cuando me acerqué a las casas, vi que eran verdaderamente raras. Pero su extrañeza no era por completo inherente a sus formas arquitectónicas; tampoco fui capaz de encontrar su fuente, o de definirlo de ninguna manera, ni mediante palabras ni mediante imágenes.

Las casas estaban construidas con una piedra cuyo color concreto no consigo recordar, ya que no era ni marrón ni rojo ni gris, sino un tono que parecía combinar todos ellos, siendo distinto; y recuerdo solamente que el tipo general de las construcciones era bajo y cuadrado, con torres también cuadradas. La extrañeza descansaba en algo más que en todo eso..., en la sensación de remota y pasmosa antigüedad que emanaba de ellas como un olor: supe inmediatamente que eran tan antiguas como los toscos árboles e hierbas primordiales, y, como ellos, formaban parte de un mundo largo tiempo olvidado.

Entonces, vi a la gente..., esa gente ante la cual no sólo mis conocimientos etnográficos, sino también mi propia cordura, quedarían confusos. Había docenas de ellos a la vista entre los edificios, y todos parecían estar gravemente preocupados con una cosa o con la otra.

Al principio, no pude darme cuenta de qué era lo que estaban haciendo, o intentando hacer; pero estaba claro que se lo tomaban muy en serio.

Algunos estaban mirando el sol y el mar, y largos pergaminos de material parecido al papel que sujetaban entre las manos; y muchos estaban reunidos en torno a una plataforma de piedra que sostenía un aparato metálico, grande e intrincado, que parecía una esfera armilar. Todas estas personas estaban vestidas con prendas parecidas a túnicas de raros tonos de ámbar, azul cielo y púrpura de Tiro, cortadas según una moda que es desconocida para la historia; y, cuando me acerqué, sus caras eran anchas y planas, con un vago aviso de lo mongol en sus ojos oblicuos. Pero, de una manera que no se puede especificar, los rasgos de sus caras no eran los de ninguna raza que haya visto el sol desde hace un millón de años; y las palabras bajas, líquidas y de muchas vocales con las que se hablaban los unos a los otros no se parecían a ningún lenguaje estudiado.

Ninguno de ellos pareció fijarse en mí; y me dirigí a un grupo de tres que estaba estudiando uno de los largos pergaminos que antes he mencionado. Como única respuesta, se inclinaron aún más sobre su pergamino; e, incluso cuando le cogí a uno de ellos de la manga, era evidente que él no me observaba. Muy sorprendido, les miré a la cara, y me quedé estupefacto ante la mezcla de extrema confusión y de intensidad monomaníaca de las expresiones que mostraban.

Había mucho del loco, y más del científico absorbido por un problema irresoluble. Su vista era fija y brillante; sus labios se movían y murmuraban en una fiebre de continuo nerviosismo; y, siguiendo sus miradas, vi que la cosa que estaban estudiando era una especie de carta o de mapa, cuyo papel amarillento y tintas decoloradas pertenecían, de una manera manifiesta, a edades pasadas. Los continentes, mares e islas de este mapa no eran aquellos del mundo que yo conocía; y sus nombres estaban escritos en los caracteres irregulares de algún alfabeto perdido. Había un inmenso continente en particular, con una isla diminuta cerca de su costa del sur; y, una y otra vez, uno de los seres que estudiaban el mapa tocaría esta isla con la yema del dedo, y entonces se quedaría mirando al horizonte vacío, como si estuviese intentando descubrir una costa desaparecida. Recibí una impresión clara de que esta gente estaba tan profundamente perdida como yo mismo; de que ellos también estaban molestos y confusos ante una situación que no podía solucionarse ni redimirse.

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