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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (32 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Oí la voz de Harold entre aquella oscuridad. Era una voz que las paredes del pozo y el agua volvían cavernosa.

—A menudo se hacen inspecciones de las baldosas y por esta razón hay nudos en la cuerda en los que puedes apoyar el pie.

Respiré con alivio, porque una cosa es bajar por una larga cuerda, y otra muy diferente subirla, aunque sea contando con la baja gravedad de Gor, particularmente si se trataba de una cuerda tan larga como aquélla y que yo apenas distinguía en la oscuridad.

Los nudos de los que hablaba Harold estaban hechos con otra cuerda, que estaba cosida y adherida a la principal, de manera que formaban un solo cuerpo inseparable. Esos nudos se sucedían cada tres metros, y he de confesar que aunque nos tomábamos nuestros descansos, la subida resultó terriblemente fatigosa. De todos modos, lo que más me preocupó en aquellos momentos fue la perspectiva de la vuelta: no me imaginaba cómo iba a poder llevar la esfera dorada cuerda abajo, sumergiéndome en el agua, y pasando por la corriente subterránea hasta llegar al lugar en el que había empezado nuestro trayecto. Menos claro todavía se me antojaba el regreso de Harold; si de verdad conseguía arrebatar alguno de los frutos y flores de los Jardines del Placer de Saphrar, no entendía cómo se las arreglaría para conducir a su revoltosa presa a lo largo de la dificultosa e intrincada ruta.

Como soy de naturaleza bastante inquisitiva, no pude evitar preguntarle sobre el asunto mientras sobrepasábamos los primeros cien metros de cuerda.

—Al escapar —me dijo— deberemos robar un par de tarns y darnos prisa.

—¡Ah, bien! ¡Me alivia comprobar que tenías un plan!

—¡Claro que tengo un plan! Soy un tuchuk, ¿no?

—¿Has montado en un tarn con anterioridad?

—No —me respondió mientras continuaba su escalada en algún lugar por encima de mí.

—Pero entonces, ¿cómo esperas controlarlo para huir? —inquirí subiendo tras él.

—Tú eres un tarnsman, ¿verdad?

—Sí.

—Pues ya está todo dicho: tú me enseñarás.

—Se dice que un tarn siempre sabe si el que lo monta es o no es un tarnsman, y que mata inmediatamente a los que no lo son.

—Pues tendré que acabar con esa norma —respondió Harold.

—¿Y cómo lo harás?

—Será muy fácil. Soy un tuchuk.

Por un momento estuve pensando en bajar otra vez y volver a los carros en busca de una botella de Paga. El día siguiente sería tan indicado como cualquier otro para llevar a cabo mi misión. Pero volver a atravesar los lugares por los que habíamos pasado era una perspectiva demasiado cruel. No es lo mismo disfrutar en unos baños públicos, o chapotear en una piscina o en un riachuelo, a luchar contra una fuerte corriente durante varios pasangs en un túnel cuyo techo dista solamente unos centímetros de la superficie del agua.

—Supongo que bastará para mi cicatriz del coraje —dijo Harold desde ahí arriba—. ¿No lo crees así?

—¿Qué es lo que debe bastar para tal cosa?

—Robar una muchacha de la Casa de Saphrar, y volver al campamento en un tarn robado.

—Sin duda —gruñí.

Pensé en si los tuchuks tendrían alguna cicatriz que premiara la estupidez. Si tal era el caso, propondría como candidato en firme al joven que escalaba por encima de mí, pues en mi opinión se merecía la distinción.

De todos modos, a pesar de mi sentido común, algo en mí admiraba la seguridad que mostraba Harold el tuchuk.

Sospechaba que si había alguien capaz de controlar la locura de su espíritu, ése sería él, o alguien tan valiente, o estúpido, como él.

Con gran sensación de alivio alcancé por fin el torno, y pasé el brazo por encima del travesaño para sacar mi cuerpo de aquellas paredes embaldosadas. Harold ya había tomado posición, y miraba a su alrededor, muy cerca del borde del pozo. Hay que decir que los pozos turianos carecen de paredes en sus bordes, y que únicamente los rodean una elevación de unos cinco centímetros. Fui hacia donde Harold se encontraba. Nos hallábamos en un patio de pozos cerrado, rodeado por murallas de unos cinco metros de altura provistas de una pasarela de defensa en su interior. Esas murallas son un medio de defender el agua y también, naturalmente, dado el número de pozos que existe en esa ciudad, proporcionan algunos enclaves en los cuales replegarse en caso que parte de la ciudad cayera en manos enemigas. Por otra parte, algunos de estos pozos alimentan a los manantiales de la población. Había una arcada que conducía a la salida del patio del pozo, y los dos batientes de madera de la puerta estaban abiertos y sujetos para que se mantuvieran así. Solamente necesitábamos pasar por debajo de aquella arcada para encontrarnos en una de las calles de Turia. No había pensado que la entrada a la ciudad pudiera realizarse tan fácilmente, por decirlo así.

—La última vez que estuve aquí —dijo Harold— fue hace ya cinco años.

—¿Queda muy lejos la Casa de Saphrar?

—Sí, bastante lejos. Pero las calles están oscuras.

—Bien, pues entonces, pongámonos en camino.

Era una noche primaveral muy fría, y mis ropas estaban caladas. A Harold no parecía importarle este detalle. Me irritaba cada vez más comprobar que los tuchuks no le prestaban importancia a ninguno de estos detalles. De todos modos, era una suerte que las calles estuvieran a oscuras, y que el camino que ahora teníamos que recorrer fuera largo.

—En la oscuridad —comenté— no se notará tanto que nuestras ropas están mojadas, y cuando lleguemos a nuestro destino supongo que ya estaremos más o menos secos.

—¡Claro! ¡Eso era parte de mi plan!

—Ah, vaya.

—Aunque si quieres que te diga la verdad, me gustaría detenerme en los baños.

—Pero están cerrados a esa hora, ¿no?

—No, no cierran hasta la vigésima hora.

En goreano, eso equivalía a medianoche.

—¿Y por qué quieres detenerte en los baños?

—Nunca fui cliente de esos establecimientos, y a menudo me preguntaba si las chicas que los atienden son tan maravillosas como dicen. Además, por lo que me has dicho, tú también te haces esa pregunta, ¿no es así?

—Mira, todo esto está muy bien —dije yo—, pero creo que sería mejor que fuésemos directamente a Casa de Saphrar.

—Si eso es lo que deseas... De cualquier manera, da lo mismo porque también podremos visitar los baños después de que hayamos tomado la ciudad.

—¿Después de que hayamos tomado la ciudad? —pregunté, muy intrigado.

—Naturalmente.

—Mira, Harold: no sé si sabes que los boskos ya se están desplazando, y que los carros empezarán a retirarse por la mañana. El asedio ha acabado. Kamchak abandona.

—¡Oh, claro! —dijo Harold sonriendo—. ¡Claro que sí!

—Pero si tanto lo deseas, pagaré tu entrada a los baños.

—Podemos apostar, si quieres.

—No —respondí con firmeza—. Déjame pagar.

—Si así lo quieres...

Acabé pensando que incluso sería mejor ir más tarde a la Casa de Saphrar, pues hacerlo antes de la vigésima hora sería una imprudencia mayor. Así que era conveniente hacer tiempo, y para esto los baños de Turia parecían un lugar tan indicado como cualquier otro.

Sin hablar más nos dirigimos a la arcada que daba salida al patio del pozo.

Apenas habíamos salido del portal, y estábamos ya con un pie en la calle, cuando oímos un susurro que nos hizo levantar la cabeza. Demasiado tarde: sobre nosotros caía ya una red metálica.

Inmediatamente percibimos el ruido de varios hombres saltando del muro a la calle y que empezaron a atar la red que nos envolvía. Parecía una de las empleadas en las trampas de eslines, y pronto estuvo tensa alrededor de nuestros cuerpos, tan tensa que ni Harold ni yo podíamos hacer movimiento alguno; allí estábamos, inmovilizados como un par de estúpidos, de pie hasta que un guarda nos dio una patada en los pies y caímos, atrapados en esa red.

—¡Dos peces del pozo! —dijo una voz.

—Eso quiere decir que no son los únicos en conocer este camino —replicó otra voz.

—Sí, tendremos que doblar la vigilancia —habló una tercera voz.

—¿Qué vamos a hacer con éstos?

Era otro hombre el que lo había preguntado.

—Llevémoslos a la Casa de Saphrar —dijo la primera voz.

—¿También era esto parte de tu plan? —le pregunté a Harold girándome tanto como pude.

—No —contestó haciendo una mueca a la vez que forcejeaba para comprobar la resistencia de la red.

Yo también lo hice, pero la conclusión era obvia: era una red gruesa y muy bien tejida.

Harold y yo estábamos atados a una barra de esclavo turiana, es decir, a una barra metálica provista de un collar en cada extremo y, tras dichos collares, de dos esposas en las que se introducen las muñecas de los prisioneros de manera que quedan fijas tras sus cuellos.

Estábamos arrodillados ante una pequeña tarima cubierta de alfombras y cojines en la que se hallaba recostado Saphrar de Turia. El mercader vestía sus Ropas de Placer blancas y doradas. Sus sandalias eran también de cuero blanco con correas doradas. Tanto las uñas de los pies como las de las manos eran de color escarlata. Se frotaba las manos, pequeñas y gordas, mientras nos miraba con cara de satisfacción. Los colgantes de oro que pendían sobre sus ojos se movían arriba y abajo. Sonreía y podíamos ver los extremos de sus dientes dorados, de esos dientes que ya me habían llamado la atención la noche del banquete.

A cada lado, sentados con las piernas cruzadas, tenía a un guerrero. El de la derecha llevaba un manto que parecía el indicado para vestir a la salida de los baños. Se cubría la cabeza con una capucha como las que utilizan los miembros del Clan de los Torturadores. Jugueteaba con una quiva paravaci. Le reconocí por el talle y por su manera de sostener el cuerpo: sí, era quien se habría convertido en mi asesino si una sombra providencial no hubiese surgido sobre el costado de un carro. El guerrero de la izquierda iba ataviado con el cuero de los tarnsmanes, aunque como aditamentos llevaba un cinturón de joyas y, colgado del cuello, adornado con diamantes, un discotarn de la ciudad de Ar. A un lado, sobre la alfombra, había dejado la lanza, el casco y el escudo.

—Me alegra mucho que hayas decidido visitamos, Tarl Cabot de Ko-ro-ba —dijo Saphrar—. Suponíamos que pronto ibas a intentarlo, pero no podíamos imaginar que conocías el Pasadizo del Pozo.

Sentí la reacción de Harold a través de la barra de metal. Por lo visto, en su huida de años atrás, había dado con un camino de entrada y salida que no era desconocido para algunos turianos. Recordé que los habitantes de esa ciudad, al disponer de tantos baños, sabían nadar casi en su totalidad.

Parecía significativo que el hombre de la quiva paravaci vistiese ahora el manto.

—El amigo que tengo a mi derecha —dijo Saphrar—, éste que se cubre la cabeza con la capucha, os ha precedido está noche en el Pasadizo del Pozo. Desde que empezamos a estar en contacto con él y le informamos de la existencia de ese paso, creímos oportuno montar guardia en las proximidades de la salida. Los hechos demuestran que ha sido una medida acertada.

—¿Quién es el que ha traicionado a los Pueblos del Carro? —preguntó Harold.

Una ola de tensión pareció correr a través del cuerpo del hombre encapuchado.

—¡Ah, ya lo entiendo! —dijo Harold—. ¡Claro! Por la quiva puedo ver que es un paravaci. Era de suponer.

La mano del hombre encapuchado emblanqueció de apretar la quiva, y temí que ese hombre se levantara y hundiera su arma en el pecho del joven tuchuk hasta su empuñadura.

—A menudo me había preguntado de dónde procedían las riquezas de los paravaci —insistió Harold.

El hombre encapuchado se puso en pie lanzando un grito de rabia, y echó atrás el brazo para lanzar la quiva.

—¡Por favor! —dijo Saphrar levantando su mano pequeña y rechoncha—. ¡Por favor! ¡No dejemos que surjan las desavenencias entre este grupo de amigos!

Temblando de odio, la figura encapuchada volvió a sentarse junto al mercader.

El otro guerrero, un hombre fuerte y adusto que tenía un pómulo cruzado por una cicatriz, de ojos perspicaces y oscuros, no dijo nada; simplemente nos miraba, nos analizaba, de la misma manera que un guerrero mira a su enemigo.

—Me habría gustado presentaros al amigo encapuchado —dijo Saphrar—, pero ni siquiera yo conozco su nombre ni su rostro. Solamente sé que es un hombre importante entre los paravaci, y que esta misma razón me ha sido de muchísima utilidad.

—De alguna manera se puede decir que lo conozco —comenté—. Me ha seguido varias veces por el campamento tuchuk, y recientemente intentó matarme.

—Espero —dijo Saphrar— que en el futuro tengamos mejor suerte.

No respondí a ese comentario.

—¿De verdad eres del Clan de los Torturadores? —preguntó Harold dirigiéndose al hombre encapuchado.

—Ya lo comprobarás —le respondió aquél.

—¿Acaso crees que vas a poder obligarme a pedir clemencia?

—Si así lo quiero, sí.

—¿Te importaría que hiciésemos apuestas?

—¡Eslín tuchuk! —silbó el hombre inclinándose hacia delante.

—Si me lo permitís —dijo Saphrar—, os presentaré a Ha-Keel, de Puerto Kar, el jefe de los tarnsmanes mercenarios.

—¿Ya sabe Saphrar —le pregunté— que habéis recibido oro de manos tuchuks?

—¡Naturalmente que sí! —respondió Ha-Keel.

—Quizás creías, Tarl Cabot —dijo Saphrar en tono muy alegre—, que eso me iba a indignar, que podrías sembrar la semilla de la discordia entre nosotros, tus enemigos. Pero has de saber, korobano, que yo soy un mercader, y que por esta razón entiendo el significado del oro. Para mí es tan natural que Ha-Keel tenga tratos con los tuchuks como que el agua se hiele o que el fuego queme..., o como que nadie salga del Estanque Amarillo de Turia vivo.

No sabía a qué podía referirse con eso del Estanque Amarillo, pero al mirar a Harold comprobé que había palidecido súbitamente.

—¿Por qué razón —pregunté— Ha-Keel de Puerto Kar lleva en el cuello un discotarn de la ciudad de Ar?

—Antes pertenecía a Ar —respondió el hombre de la cicatriz. También te recuerdo a ti en el asedio a Ar. Entonces te llamabas Tarl de Bristol.

—Eso fue hace mucho tiempo —respondí.

—El lance con la espada entre Pa-Kur y tú fue soberbio.

Acepté ese cumplido con una inclinación de cabeza.

—Quizá te preguntes —siguió diciendo Ha-Keel— cómo es posible que un tarnsman de Ar combata a favor de mercaderes y traidores de las llanuras meridionales.

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