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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (9 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Kutaituchik.

Era muy sencillo, y consistía tan sólo en tres líneas.

Lo leí en voz alta.

—“Encontrad al hombre con el que puede hablar esta muchacha. Es Tarl Cabot. Matadlo”.

—¿Y quién ha firmado este mensaje? —preguntó Kutaituchik.

No me decidía a leer esa firma.

—¿Y bien? —insistió Kutaituchik.

—En lugar de la firma está escrito “Reyes Sacerdotes de Gor”.

Kutaituchik sonreía.

—Lees muy bien el goreano —me dijo.

Entendía entonces que ambos hombres podían leer, aunque quizás la mayoría de los tuchuks no supiesen. Había sido una prueba.

Kamchak le sonrió al Ubar, y las cicatrices del guerrero se arrugaban de satisfacción.

—Ha unido sus manos a las mías para tomar la tierra y la hierba.

—¿Sí? —dijo—. No lo sabía.

Mil pensamientos acudían a mi cabeza. Antes solamente lo había sospechado, pero ahora comprendía por qué se eligió a una chica angloparlante como portadora del collar: para que se convirtiera en el mecanismo que me iba a señalar entre centenares, entre miles de seres en aquel campamento, para que me hiciera una señal mortal.

Lo que no entendía era otra cosa: ¿por qué iban a desear mi muerte los Reyes Sacerdotes? ¿Acaso no me habían contratado ellos, por decirlo así? ¿Acaso no estaba allí, entre los Pueblos del Carro, en su nombre? ¿No había llegado hasta allí para buscar la esfera dorada, el último huevo de los Reyes Sacerdotes, la última esperanza para su raza?

Y ahora querían que muriese.

No parecía posible.

Me preparé para luchar por mi vida; quería que su precio fuera lo más alto posible. Sí, a buen seguro querrían matarme sobre esa tarima, ante Kutaituchik, el llamado Ubar de los tuchuks. ¿Qué goreano iba a osar no obedecer las órdenes de los Reyes Sacerdotes? Me levanté y desenvainé mi espada.

Uno o dos de los hombres de armas sacaron sus quivas inmediatamente.

En la amplia cara de Kutaituchik se dibujó una sonrisa.

—Deja esa espada, y siéntate —me dijo Kamchak.

Confundido, le obedecí.

—Es obvio —dijo— que éste no es un mensaje de los Reyes Sacerdotes.

—¿Cómo puedes saberlo? —pregunté.

Las cicatrices de su cara volvieron a agitarse, y Kamchak echó el cuerpo hacia atrás y se dio una palmada en las rodillas.

—¿Crees que los Reyes Sacerdotes —dijo entre risas— le encargarían a alguien que te matara, en lugar de hacerlo ellos mismos? ¿Acaso crees que necesitan un collar turiano para enviar sus órdenes? —preguntó señalando al pedazo de cuero que había ante él. Señaló a Elizabeth Cardwell y añadió—: ¿De verdad piensas que los Reyes Sacerdotes necesitan de una muchacha para encontrarte? —Kamchak echó atrás la cabeza y lanzó una sonora carcajada. Incluso Kutaituchik sonreía—. No, no, los Reyes Sacerdotes no necesitan a los tuchuks para llevar a cabo sus ejecuciones.

Lo que decía Kamchak me parecía de una lógica aplastante, pero de todos modos era muy extraño que alguien, no importaba quién fuese, se hubiera atrevido a usar el nombre de los Reyes Sacerdotes falsamente. ¿Quién habría osado cometer tal imprudencia? ¿Con qué propósito? Por otra parte, ¿cómo podía saber que ese mensaje no lo habían enviado realmente los Reyes Sacerdotes? A diferencia de Kamchak y Kutaituchik, yo sabía de la reciente Guerra del Nido, que había tenido lugar bajo las Sardar, y sabía que ello había supuesto el desbaratamiento de los complejos tecnológicos del Nido. ¿Quién podía saber con qué medios contaban ahora? De todos modos, coincidía casi completamente con la opinión de Kamchak: no era probable que los Reyes Sacerdotes fueran los autores de ese mensaje. Habían pasado meses desde el transcurso de la Guerra del Nido, y era casi seguro que a esas alturas los Reyes Sacerdotes ya habrían podido restaurar porciones significativas de su equipo. Los mecanismos de vigilancia y control que les habían permitido mantener la supremacía en ese bárbaro planeta durante milenios ya debían volver a funcionar. Por otro lado, según lo que sabía, mi amigo Misk (entre él y yo había la Confianza del Nido) continuaba siendo el de más alto nacimiento entre los Reyes Sacerdotes vivos, y por tanto tenía la última palabra en los asuntos de importancia del Nido. Dudaba que un Rey Sacerdote, y Misk menos que ninguno, pudiera desear mi muerte. A fin de cuentas, volví a pensar, ¿no habían sido ellos quienes me habían enviado allí? ¿No intentaba yo, Tarl Cabot, servirles lo mejor posible? ¿No estaba entre los Pueblos del Carro, quizás en peligro, en su nombre?

Pero, me pregunté, si no era un mensaje de los Reyes Sacerdotes, ¿de quién podía ser? ¿Quién se habría atrevido a actuar de esa manera? ¿Y quién, aparte de los Reyes Sacerdotes, podía saber de mi presencia en los Pueblos del Carro? Pero estaba claro que otros lo sabían, otros que no eran los Reyes Sacerdotes, que deseaban que no triunfara en mi misión, que debían desear que la Raza de los Reyes Sacerdotes desapareciera. Y esos otros eran capaces incluso de traer a alguien de la Tierra para servir a sus propósitos; eso implicaba que su tecnología era bastante avanzada. Quizás estarían luchando desde las sombras, cautelosamente, contra los Reyes Sacerdotes, quizás codiciarían este mundo, o quizás este mundo y la Tierra también, o nuestro sol y sus planetas. Posiblemente estuvieran esperando la caída del poder de los Reyes Sacerdotes desde los márgenes de nuestro sistema. Quizás habían permanecido ocultos bajo un escudo desconocido para los hombres, que les protegía desde el tiempo en que se asentaron las primeras piedras, o incluso quizás desde antes de que un animal inteligente y prensil lograra encender un fuego en la entrada de su guarida.

Pero ésas eran especulaciones demasiado fantásticas, y las rechacé enseguida.

De todas maneras había un misterio en todo este asunto, y estaba determinado a resolverlo.

Probablemente hallaría la respuesta en Turia.

Pero antes, naturalmente, tenía que continuar con mi trabajo. Iba a intentar encontrar el huevo para devolverlo a las Sardar. Lo haría por Misk. Sospechaba, y después el tiempo me daría la razón, que entre ese misterio y mi misión había alguna correspondencia.

—¿Qué habrías hecho —le pregunté a Kamchak— si hubieses pensado que los Reyes Sacerdotes eran los auténticos autores del mensaje?

—Nada —respondió Kamchak con gravedad.

—¿Habrías puesto en peligro a las manadas y a los carros, a tu pueblo?

Ambos sabíamos que a los Reyes Sacerdotes no les gusta que se les desobedezca. Su venganza puede provocar la desaparición total y completa de ciudades enteras. Incluso podían hacer desaparecer planetas enteros.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque —me respondió sonriendo— hemos unido nuestras manos para tomar la tierra y la hierba.

Kutaituchik, Kamchak y yo miramos entonces a Elizabeth Cardwell.

Yo sabía que había cumplido su papel en el interrogatorio, y que ya no podía ofrecer ninguna información adicional. Ella también debía sospecharlo, pues parecía que, a pesar de su inmovilidad, estaba terriblemente asustada. Se podía leer el miedo en sus ojos y en el ligero temblor de sus labios. Ya no tenía ningún valor para los asuntos oficiales. De pronto, empezó a temblar patéticamente, y el Sirik acompañaba su palpitación. Inclinó la cabeza hasta tocar la piel de larl.

—¡Por favor, no me maten!

Traduje su ruego a Kamchak y Kutaituchik.

Kutaituchik le hizo la pregunta:

—¿Eres apasionada para complacer los gustos de los tuchuks?

Se lo traduje a la chica.

Horrorizada, Elizabeth Cardwell levantó la cabeza del suelo y miró a sus apresadores.

—¡No, por favor, no! —gritó sacudiendo la cabeza.

—¡Empaladla! —dijo Kutaituchik.

Dos guerreros acudieron de inmediato a prender a la chica y la levantaron del suelo.

—¿Qué me van a hacer?

—Pretenden empalarte —le dije.

—¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! —gritaba.

Puse la mano sobre la empuñadura de mi espada, pero Kamchak me la retuvo y volviéndose a Kutaituchik dijo:

—Parece apasionada.

Kutaituchik volvió a repetir la pregunta, y yo volví a traducirla.

—¿Eres apasionada para complacer los gustos de los tuchuks?

Los hombres que sujetaban a la chica la dejaron caer entre ellos, de rodillas.

—¡Sí! —dijo patéticamente— ¡Sí!

Kutaituchik, Kamchak y yo miramos entonces a Elizabeth Cardwell.

—¡Sí! —sollozó apoyando la cabeza en la piel—. Seré apasionada para complacer los gustos de los tuchuks.

Traduje su respuesta a Kutaituchik y Kamchak.

—Pregúntale —me indicó Kutaituchik— si nos suplica que la convirtamos en esclava.

Traduje la pregunta.

—Sí —dijo llorando Elizabeth Cardwell—. Sí, les suplico que me conviertan en esclava.

Quizás en ese momento Elizabeth Cardwell se acordó de aquel hombre de aspecto temible, de tez grisácea y ojos como el hielo que la había examinado en la Tierra de aquella manera, como si fueran a subastarla. Ella no podía saber entonces que la examinaban para determinar si era una portadora conveniente del collar de mensaje de Turia. ¡Cómo había desafiado a aquel hombre! ¡Cómo había caminado! ¡Qué insolente había sido! Probablemente, al hombre le haría mucha gracia verla ahora, ver a esa chica tan orgullosa ataviada con el Sirik, con la cabeza en un pedazo de piel de larl, arrodillada frente a unos bárbaros, suplicando que la convirtieran en esclava. Y si Elizabeth Cardwell pensó en todo eso, ¡con qué desesperación debería llorar al descubrir que el hombre había sabido prever todas sus reacciones! Sí, aquel hombre se habría reído para sus adentros ante ese despliegue de orgullo femenino, de vanidad, pues de sobra sabía cuál era el destino de esa encantadora muchacha de pelo castaño vestida de amarillo.

—Le concedo ese deseo —dijo Kutaituchik, y señalando a un guerrero, le indicó—: Trae carne.

El guerrero bajó de la tarima, y al cabo de un momento volvió con un buen trozo de carne de bosko asada.

Kutaituchik indicó que pusieran a la chica, que seguía temblando, más cerca. Los dos guerreros obedecieron y la dejaron justo frente a él.

Kutaituchik tomó la carne con la mano y se la entregó a Kamchak. Éste la mordió, y por la comisura de sus labios se escapó un hilillo de jugo. Después le dio el pedazo de carne a la chica.

—Come —le dije.

Elizabeth Cardwell tomó la carne con sus dos manos unidas por los brazaletes de esclava y la cadena del Sirik e inclinando la cabeza, con la cara oculta por su melena, comió.

Ella, una esclava, había aceptado la comida que le había ofrecido la mano de Kamchak de los tuchuks.

Ahora era suya.

—La Kajira —dijo ella inclinándose. Después, cubriéndose la cara con sus manos esposadas, empezó a sollozar—. ¡La Kajira! ¡La Kajira!

8. LA INVERNADA

Si por ventura esperaba una respuesta fácil a los enigmas que me preocupaban, o un final rápido a mi búsqueda del huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba muy equivocado, pues durante meses no encontré ni lo uno ni lo otro.

Tenía la esperanza de poder ir a Turia para buscar allí la respuesta al misterio del collar de mensaje, pero debería esperar por lo menos hasta la primavera.

—Estamos en el Año del Presagio —había dicho Kamchak de los tuchuks.

Las manadas tenían que rodear Turia, pues esa época correspondería a lo que se conoce como el Paso de Turia en el Año del Presagio; en su transcurso, los Pueblos del Carro se reúnen y empiezan a desplazarse hacia los pastos del invierno. La segunda parte del Año del Presagio es la Invernada, que empieza muy al norte de Turia y continúa con el consecutivo avance hacia el ecuador, siempre desde el sur, naturalmente. La tercera y última parte de ese año es el retorno de Turia, que tiene lugar en primavera o, según dicen los Pueblos del Carro, en la Estación de la Hierba Corta. En primavera es cuando se realizan los presagios concernientes a la posible elección del Ubar San, el Ubar único, el que debía ser el Ubar de Todos los Carros, de Todos los Pueblos.

Había aprendido a montar la Kaiila, y desde sus lomos pude distinguir la lejana ciudad de Turia y sus altas murallas con nueve puertas.

Me pareció una ciudad altiva y hermosa, blanca y radiante, que emergía entre las llanuras.

—Has de tener paciencia, Tarl Cabot —dijo Kamchak, que se hallaba tras de mí montado en su kaiila—. En primavera se celebrarán los juegos de la Guerra del Amor, y yo iré a Turia. Si entonces todavía lo deseas, podrás acompañarme.

—De acuerdo —dije yo.

Esperaría. Bien pensado, era lo mejor que podía hacer por muy intrigante que pudiera ser el misterio del collar de mensaje, no era más que una cuestión de segunda importancia. Así que la aparté de mi mente. Mis intereses primordiales, mi objetivo principal no estaba en la lejana Turia, sino en los carros.

Recordé lo que Kamchak había dicho sobre los juegos de la Guerra del Amor, que tenían lugar en las llamadas Llanuras de las Mil Estacas. Suponía que con el tiempo dispondría de más información sobre el tema.

—Los presagios se celebrarán tras los juegos de la Guerra del Amor —dijo Kamchak.

Asentí, y cabalgamos de nuevo hacia las manadas.

Sabía que desde hacía más de cien años no se designaba a un Ubar San, Todos los indicios parecían señalar que tampoco en esa primavera iba a suceder tal cosa. Durante el tiempo que pasé con los Pueblos del Carro deduje que solamente la tregua implícita en el Año del Presagio evitaba que esos cuatro pueblos tan violentos y guerreros se lanzasen unos contra otros, o para decirlo más exactamente, contra los boskos de unos y otros. Naturalmente, como korobano, y por tanto desde el punto de vista de alguien que tiene cierto afecto por las ciudades de Gor y particularmente por las del norte, y más concretamente todavía por Ko-ro-ba, Ar, Thentis y Tharna, no encontraba nada mal que las posibilidades de elección de un Ubar San fuesen remotas. Por otra parte, conocía a muy pocos que deseasen un Ubar San. Los tuchuks, como los demás Pueblos del Carro, son muy independientes. Pero de todos modos, cada diez años se celebran los presagios. Al principio pensaba que esos años del Presagio eran unas instituciones sin sentido alguno, pero luego llegué a la conclusión de que había muchas cosas que decir en su favor: son la única posibilidad de que los Pueblos del Carro se reúnan de vez en cuando. Durante el tiempo que duran esas reuniones no solamente se benefician del simple hecho de estar reunidos, sino también del comercio de boskos y del intercambio de mujeres, tanto libres como esclavas; el comercio de boskos refresca las manadas, y supongo que más o menos lo mismo se puede decir, desde el punto de vista genético, del intercambio de mujeres. Pero lo más importante de estas reuniones no es esto, ya que uno puede recurrir siempre al robo de mujeres y de boskos. Lo más importante es que el Año del Presagio proporciona a los Pueblos del Carro una posibilidad institucionalizada de unión en los tiempos de crisis, en las ocasiones en las que se vieran divididos o amenazados. Creo que los hombres de los carros que crearon el Año del Presagio, y de eso hace más de mil años, eran unos sabios personajes.

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