Los reyes heréticos (44 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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—¿Y luego? —preguntaron al unísono Andruw y Marsch.

—Marcharemos contra el duque Narfintyr en Staed, llegaremos allí antes que la otra columna de Lofantyr y veremos qué hacemos.

—He oído a la gente de la ciudad decir que Narfintyr tiene tres mil hombres —dijo Andruw, momentáneamente sobrio.

—El número no significa nada. Si son del mismo calibre que los de hoy, no tenemos por qué preocuparnos.

La luna estaba saliendo, una delgada astilla, un objeto de plata con cuernos ante el que Marsch se inclinó.

—El rostro de Kerunnos, la llamamos —dijo, en respuesta a las miradas interrogantes de los dos torunianos—. Es la luz de la noche, del crepúsculo, de un pueblo en decadencia. Mi tribu está casi acabada. De sus guerreros, que antaño se contaron por millares, sólo quedamos nosotros y algunos chicos y ancianos en las montañas. Somos los últimos.

—Nuestra gente ha luchado contra vosotros durante generaciones —dijo Corfe—. Antes que nosotros fueron los fimbrios, y antes los jinetes merduk.

—Sí. Los felimbri hemos luchado contra el mundo, pero nuestro tiempo casi ha terminado. Y ésta es la mejor forma de terminarlo. Ha sido una buena batalla, y habrá otras buenas batallas, hasta que el último de nosotros muera como un hombre libre con la espada en la mano. No podemos pedir nada más.

—Te equivocas, ¿sabes? —dijo inesperadamente Andruw—. Esto no es el final. ¿No puedes sentirlo? El mundo está cambiando, Marsch. Si llegamos a viejos, lo veremos convertirse en algo nuevo… Y, lo que es más, habremos formado parte de las fuerzas que lo cambiaron. Hoy, a pequeña escala, hemos empezado algo que un día será importante… —Se interrumpió—. Estoy borracho, amigos. No me hagáis caso.

—En cierto modo, tienes razón —dijo Corfe, palmeándole un hombro—. Esto es sólo el principio. Nos aguarda un largo camino, si somos lo bastante fuertes para recorrerlo. Dios sabe adonde nos llevará.

—Por el camino que nos aguarda —dijo Marsch, levantando el odre casi vacío.

—Por el camino que nos aguarda.

Y bebieron uno tras otro, como hermanos.

24

El hedor de las hogueras flotaba sobre Abrusio como una niebla oscura, extendiéndose hacia el mar durante millas. Los incendios mayores habían sido controlados, y la parte visible de la ciudad parecía salida de las visiones infernales de algún profeta. Entre aquellos fragmentos de holocausto reluciente y atronador, había algunos edificios de piedra todavía en pie, aunque sin tejado y destripados, pero los pobres ladrillos de arcilla que habían servido para construir el resto de las viviendas se habían desmoronado al contacto del fuego. Lo que había sido una serie de distritos prósperos y densamente poblados se había convertido en un desierto de escombros y cenizas, sobre el que las mareas de fuego circulaban de un lado a otro, empujadas por el viento, en busca de algo que saciara su apetito, mientras empezaban a morir por falta de sustento.

Los combates en la ciudad también habían cesado; sus protagonistas se habían retirado a los respectivos cuarteles generales. Las grandes extensiones de terreno despejadas por el fuego se habían convertido en una tierra de nadie entre ambos ejércitos. Había muchos hombres del rey dedicados a conducir a los evacuados al otro lado de las murallas, y otros muchos seguían demoliendo capas de la Ciudad Baja, calle tras calle, para evitar que las llamas volvieran a alzarse y buscaran un nuevo camino hacia el mar.

—Estamos sosteniendo muy bien nuestras posiciones —dijo Sastro di Carrera con satisfacción. Su punto de observación, en un balcón alto del palacio real, le proporcionaba una buena vista de la Ciudad Baja, donde casi la mitad de los edificios estaban en ruinas.

—Creo que hemos agotado el esfuerzo principal del enemigo —asintió el presbítero Quirion—. Pero hay una parte de la flota, una escuadra muy poderosa, que no ha sido vista desde hace días. Rovero puede haberla enviado a algún lugar con un propósito desconocido, y gran parte de la armada de Hebrion continúa anclada más allá del Gran Puerto. Temo que lancen pronto un asalto contra la cadena.

—Que lo hagan —dijo Sastro, alegremente—. Los fuertes del rompeolas contienen una veintena de cañones pesados cada uno. Si Rovero envía a sus barcos a forzar la entrada del puerto, serán destrozados por el fuego cruzado. No, creo que ya los tenemos, Quirion. Es el momento de averiguar si están dispuestos a negociar los términos de la rendición.

Quirion sacudió su cabeza redonda y de cabello muy corto.

—Aún no estarán dispuestos a hablar, si no me equivoco. Todavía les queda un número de hombres considerable, y nuestros efectivos son algo escasos. Harán otro intento pronto, tal vez con los barcos. Debemos seguir vigilantes.

—Como deseéis. Y, ¿qué hay de mis planes para la coronación? Supongo que seguirán adelante.

El rostro de Quirion adoptó una expresión de incredulidad.

—Estamos en mitad de una guerra, lord Carrera. No es el momento de preocuparse por pompas y ceremonias.

—La coronación es mucho más que eso, mi querido presbítero. ¿No creéis que la presencia en Abrusio de un rey ungido, bendecido por la Iglesia, sería un factor a la hora de persuadir a los rebeldes de deponer las armas?

Quirion permaneció un momento en silencio. De la ciudad les llegaban estampidos sueltos de arcabuz donde las patrullas se disparaban unas a otras, pero en comparación con el caos infernal de los últimos días, Abrusio parecía casi pacífica.

—Tal vez tengáis algo de razón —admitió al fin—. Pero no podremos organizar ninguna ceremonia durante un tiempo. Mis hombres y los vuestros están demasiado ocupados luchando por mantener lo que tenemos.

—Por supuesto, pero os ruego que lo tengáis en mente. Cuanto antes se llene el vacío de poder, mejor.

Quirion asintió y se volvió. Se apoyó en la barandilla del balcón y contempló la ciudad mutilada.

—Dicen que cincuenta mil ciudadanos han muerto en el incendio, además de los miles de caídos en la batalla —dijo—. No sé cómo lo veis vos, pero mi conciencia encuentra muy pesada esta carga.

—Eran herejes, chusma de la Ciudad Baja. Gente sin ninguna importancia —dijo Sastro con desprecio—. No permitáis que vuestra conciencia se enternezca por esas personas, Quirion. El país estará mejor sin ellas.

—Tal vez.

—Bueno, tal vez tendríais la amabilidad de acompañarme y mostrarme vuestros planes para la defensa de la Ciudad Alta.

—Sí, lord Carrera —dijo pesadamente Quirion. Mientras abandonaba el balcón, sin embargo, sufrió un instante de duda agónica. ¿Qué había hecho? ¿A qué clase de criatura estaba convirtiendo en rey?

El momento pasó, y siguió a Sastro hasta la sala de estado mayor del palacio, donde los esperaban los oficiales superiores de sus fuerzas.

Lady Jemilla no encontraba ninguna belleza en los barcos. En su opinión, eran poco más que complicados instrumentos de tortura, diseñados para flotar en un elemento que parecía creado expresamente para causarle malestar. Pero había ocasiones en las que comprendía vagamente por qué los hombres sentían tanto respeto y admiración por ellos. Eran impresionantes, por lo menos.

Estaba paseando por la popa del
Providencia
, el barco insignia de la escuadra de Rovero y Abeleyn. Si no observaba el suave balanceo del horizonte durante demasiado rato, y se concentraba en el viento fresco que le abanicaba las pálidas mejillas, casi llegaba a disfrutar con el movimiento. En cualquier caso, habría preferido morir a marearse en cubierta, a la vista de quinientos marineros, infantes de marina y soldados, todos los cuales le dirigían miradas subrepticias mientras paseaba lentamente de una amurada a la otra.

El magnífico barco insignia poseía dos cubiertas, casi cincuenta cañones, cuatro palos y castillos de proa y popa. Visto desde atrás, con sus ornamentos dorados y sus largas galerías colgando sobre la estela, parecía la fachada barroca de una iglesia. Pero sus cubiertas presentaban un aspecto totalmente distinto. Ya habían sido tapadas con arena, de modo que, cuando llegara el momento, los artilleros y marineros no resbalaran con su propia sangre.

Habían sacado los cañones, preparado las tinajas de agua en torno a las bases de los mástiles, y encendido la mecha lenta que prendería los cañones, y que esparcía su olor acre por todo el barco. Estaban listos para la acción. Abrusio se encontraba a sólo una legua. El almirante le había dicho que avanzaban a seis nudos, y que llegarían a la ciudad en menos de media hora.

Cuando aquello ocurriera, Jemilla sería confinada en la oscuridad de la bodega, entre el hedor a sentina y humanidad concentrada que era la marca particular de los barcos de guerra. De modo que trataba de aprovechar al máximo el aire fresco, preparándose para el mal rato que la aguardaba.

Abeleyn se reunió con ella en la toldilla. Vestía media armadura de acero lacado en negro, con adornos de plata y un fajín escarlata en la cintura. Parecía un auténtico soberano, erguido, con una mano apoyada en la empuñadura de la espada y la otra sosteniendo el yelmo abierto que llevaría en la batalla. Jemilla se encontró inclinándose ante él de modo inconsciente.

De algún modo, Abeleyn parecía haber crecido. Por primera vez, la mujer reparó en las franjas grises sobre las sienes del rey.

—Confío en que estaréis disfrutando de vuestros últimos momentos de libertad, señora —dijo, y algo en el modo de hablar de Abeleyn la hizo estremecer.

—Sí, señor. Navegar no me sienta demasiado bien, como sabéis. Preferiría quedarme aquí durante la batalla, si fuera posible.

—Lo creo. —Abeleyn sonrió, y perdió su aire de majestuosa autoridad. Volvía a ser sólo un muchacho—. He visto a marineros mareados levantar la cabeza y olvidarse de su mal en el momento en que empezaban a rugir los cañones. La naturaleza humana es algo muy extraño.

Pero me sentiré mejor sabiendo que os encontráis a salvo, bajo la línea de flotación.

Ella se inclinó ligeramente.

—Soy una egoísta. Sólo pienso en mí misma, y a veces me olvido de la carga que llevo, el hijo del rey. —No podía evitar recordárselo, aunque sabía que él detestaba que lo hiciera.

Efectivamente, su rostro se endureció. El muchacho volvió a desaparecer.

—Será mejor que bajéis, señora. Estaremos al alcance de las baterías de la ciudad en menos de media hora.

—Como deseéis, señor —dijo ella humildemente, pero antes de echar a andar hacia la escala, se detuvo y apoyó una mano en la de él—. Tened cuidado, Abeleyn —susurró.

El le apretó brevemente la mano y sonrió sólo con los labios.

—Lo tendré.

La escuadra viró, con las velas de todos los barcos centelleando al mismo tiempo, obedeciendo a las banderas de señales del barco insignia. Habían rodeado el último saliente de tierra, y podían distinguir en la distancia la colina de Abrusio, la propia ciudad y la flota anclada a la entrada del puerto.

La visión sobrecogió a Abeleyn, pese a que había intentado prepararse para ella. A primera vista, le pareció que su capital estaba completamente en ruinas. Grandes franjas de escombros recorrían toda la longitud de la ciudad, y había varios fuegos dispersos. Sólo la parte occidental del puerto y la Ciudad Alta, en la ladera de la colina, parecían intactas. Pero la antigua Abrusio estaba totalmente destruida.

Cuando la escuadra fue avistada, la flota empezó su saludo: unos cuatrocientos barcos cobrando vida de repente entre nubes de humo y llamas, un trueno que reverberó en las colinas del interior y recorrió millas sobre el mar para dar la bienvenida al rey, de regreso a su reino. El saludo era la señal para el comienzo de la batalla, y antes de que sus últimos ecos se hubieran apagado, los barcos de guerra de Hebrion habían desplegado las velas y estaban levando anclas. La munición de saludo fue sustituida por auténticas balas de cañón, y empezó el bombardeo de los fuertes del rompeolas que protegían el Gran Puerto.

El tremendo ruido de una batalla naval era algo que tenía que experimentarse para creerse. Y a los cañones de los barcos, había que añadir el fuego de las baterías de las murallas y los fuertes del puerto. Cuando la escuadra se acercó a la mitad oriental de la Ciudad Baja, donde sus fuerzas intentarían el desembarco, Abeleyn vio que el agua en torno a los barcos delanteros de la flota se elevaba en surtidores de espuma al dar las primeras balas en el blanco.

Algunos mástiles fueron partidos por proyectiles altos, y se derrumbaron entre marañas de cordaje, madera y lona. Las amuradas de los barcos de delante fueron barridas con munición de cadena, y las astillas de roble acribillaron a las dotaciones de las piezas como cargas de metralla. Pero los grandes barcos de la vanguardia siguieron adelante, con los cañones de persecución disparando en las proas y provocando estallidos de escombros y llamas en las casamatas de los fuertes.

Abeleyn distinguió un gran galeón totalmente destrozado, con las vergas convertidas en astillas y derrumbadas sobre la borda. El barco dio un bandazo cuando los palos caídos lo arrastraron hacia un lado, y en cuestión de unos instantes había colisionado con uno de sus hermanos. Pero la batalla por los fuertes del rompeolas y la cadena quedaba oscurecida por las nubes pálidas de humo de pólvora. Toda la superficie del Gran Puerto de Abrusio, que medía más de una milla de un extremo al otro, parecía un caldero hirviente y burbujeante, donde podían distinguirse los mástiles de los barcos cuando el humo se desplazaba en grandes nubes por encima de la superficie desgarrada del mar.

Los cañones del
Providencia
rugían, preparando el terreno en la orilla del agua donde desembarcarían los infantes y soldados de la escuadra. A bordo de los barcos, los hombres esperaban formados en el combés, moviendo los labios en sus plegarias, o comprobando por última vez sus armas y armaduras. Tres mil hombres para conquistar la mitad oriental de Abrusio y abrirse camino hacia el palacio. Abeleyn pensó que eran lastimosamente escasos, pero tuvo que recordarse a sí mismo que la flota interpretaría su papel en el Gran Puerto, y que los hombres de Mercado también estarían atravesando las ruinas de la parte occidental de la ciudad. Con un poco de suerte, sus propias fuerzas no tendrían que enfrentarse a demasiados enemigos.

Podía ver las murallas marinas del este de Abrusio, apenas a tres cables de distancia. El agua era profunda allí, al menos siete brazas, con lo que incluso los galeones podrían acercarse a las murallas lo suficiente para cubrir a los grupos de desembarco con fuego a quemarropa.

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