Los terroristas (32 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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Hasta aquí no parecía nada alarmante, pero inmediatamente después el Frelimo de Mozambique, que lo tenía en su lista negra, había cedido una fotografía suya de bastante buena calidad para ser reproducida y utilizada por la Interpol.

Nadie le estaba persiguiendo; sólo constaba que la policía de aquel estado latinoamericano estaba interesada en hablar con él para que les dijera en qué lugar se había encontrado en el momento del atentado.

Reinhard Heydt se enfureció al pensar en la fotografía que le habían hecho; había sido dos años antes, y probablemente debido a una funesta casualidad. En el curso de una redada al norte de Lourenço Marqués, habían destrozado a su grupo y le detuvieron a él y a otros, haciéndolos prisioneros de la guerrilla del Frelimo. Pocas horas después habían sido puestos en libertad, pero alguien les hizo fotografías durante ese tiempo. Seguro que la que circulaba se trataba de una ampliación parcial de aquella fotografía y, si la Interpol la había enviado a todo el mundo, era seguro que la policía sueca también tenía una copia en su poder. Eso complicaba un poco las cosas, pero no la acción en sí; lo que no podría hacer sería abandonar el país con la misma tranquilidad con que entró en él.

Pero una cosa estaba clara: durante los pocos días que le quedaban, su libertad de movimientos se vería seriamente limitada. Ni siquiera podía correr el riesgo de salir a la calle. Hasta entonces se había movido con entera libertad por Estocolmo, pero las excursiones por la ciudad se habían terminado. En caso de salir, tendría que ir armado. Sería un final estúpido para una carrera tan brillante como la suya ser reconocido y detenido por un policía sueco, a pesar de que eso difícilmente le salvaría la vida al famoso americano. La operación había sido organizada con toda clase de precauciones para garantizar sus resultados.

Lo primero que se dispuso a hacer Heydt fue deshacerse del Opel verde. Hizo que Levallois lo condujera hasta Gotemburgo, que lo aparcase en un lugar determinado y que comprase legalmente un Volkswagen de segunda mano.

El apartamento de la calle Kapell, en Huvudsta, era un poco reducido para dos personas, sobre todo si querían tener dos receptores de televisión en color, tres aparatos de radio y el equipo técnico del francés. Organizaron las cosas de modo que la habitación principal se pudiera utilizar como central de operaciones, dejando la otra para dormir.

Levallois era muy joven, no tendría más de veintidós años, y su aspecto no revelaba su origen; era rubio y tenía el cabello rizado. A pesar de su poco robusta complexión, estaba bien entrenado para defenderse y para matar, al igual que todos los que habían pasado su entrenamiento en ULAG; disponía de igual destreza con sus dos manos que valiéndose de cualquier clase de arma.

Tenía un problema en Suecia, y era el idioma. El lunes, día 18, Heydt tuvo que meterse en el coche y acercarse a la ciudad por última vez antes de la acción. Levallois era un tipo precavido, entrenado para no confiar en nada, y pidió comprar material para hacer una instalación de reserva, para el caso de que fallara la corriente justo en mitad de la solemne ceremonia.

Reinhard Heydt se puso la chaqueta más ancha que encontró, y los que le vieron pensaron que tenía muy buen aspecto, alto como era y ancho de hombros: un tipo nórdico, rubio, de ojos azules y muy tostado por el sol. Nadie sabía que bajo aquella chaqueta llevaba una de las armas más mortíferas que existen, un Colt del tipo MK LLL Trooper 357 Magnum, y que también llevaba tres granadas de mano atadas al cinturón. Dos eran norteamericanas, llenas de púas metálicas recubiertas de plástico y gran expansión; eran de un tipo que se había utilizado durante la guerra del Vietnam y constituían un arma de defensa personal de efectos muy destructivos, con la ventaja, además, de que la capa de plástico que las recubría las hacía ilocalizables por rayos X. La tercera granada había sido fabricada en los talleres de ULAG; llevaba espoleta de varilla con percutor estriado, y él la consideraba como último recurso para una situación desesperada.

Pero no le ocurrió nada inquietante. Compró cuatro baterías de automóvil y unas cuantas piezas incomprensibles que Levallois había apuntado en una lista. El francés pareció satisfecho y construyó rápidamente un dispositivo adicional, que les suministraría corriente en caso de un apagón repentino.

Después montó un receptor de onda corta y localizó la frecuencia de radio policial. Escucharon comunicados de rutina, que Heydt más o menos consiguió traducir y descifrar, ya que disponía del código cifrado de la policía, que le había suministrado el agente habitual de Östermalm.

Levallois, aunque sin entender nada, parecía muy satisfecho. Pasó toda la tarde y gran parte del día siguiente ajustando y comprobando el dispositivo detonante. Por fin pareció aliviado, y dijo que nada podría fallar.

Reinhard Heydt empezó a pensar entonces en cómo abandonar el país. Su cara y su tipo eran en realidad una desventaja, puesto que cualquier tipo de disfraz sería fácilmente detectado. El día 19 por la noche estaba metido en la bañera, pensando.

De alguna manera, aquello tenía que salir bien; una de dos: o se marchaba como si fuera Levallois, o simplemente se quedaba en aquel apartamento hasta que las pesquisas policiales perdieran fuerza. Bien habría alguna estación fronteriza poco vigilada por la que poder largarse al cabo de un tiempo. Tal vez fuese necesario recurrir a la violencia, y la violencia era su especialidad. Estaba convencido de que todo se arreglaría, y de que él estaba muy por encima de los policías suecos a los que eventualmente tendría que enfrentarse. Había tenido ocasión de observar antes a la policía de Estocolmo y había quedado impresionado. Parecían rudos y brutales, pero cualquiera podía darse cuenta de que a menudo se metían con personas inocentes y que se trataba de una colección de individuos psicológicamente inmaduros, que, si bien utilizaban sus armas con frecuencia, lo hacían torpemente y sin ninguna eficacia.

Se secó a conciencia, se cepilló los dientes, se afeitó, se aplicó desodorante en los lugares de rigor y se arregló con gran esmero las rubias patillas. Reinhard Heydt era impecable en cuanto a la higiene, tanto que mucha gente le hubiera achacado una manía obsesiva por la limpieza. Para terminar se aplicaba crema dérmica por todo el cuerpo.

Después puso toallas limpias en su sitio y pasó a la central de operaciones, donde Levallois se hallaba enfrascado en un misterioso libro técnico mientras escuchaba la radio policial, aunque no la entendiera.

Reinhard Heydt se puso un pijama de seda recién planchado y se quedó un rato a escuchar la triste retahíla de comunicados por radio: puñaladas, violaciones, robos, una chica de catorce años muerta por probable sobredosis de heroína, actuaciones de revientapisos, peleas de borrachos, tráfico de drogas, atracos, un asesinato, dos suicidios, más robos, especialmente contra personas ancianas, gamberros que realizaban actos vandálicos en el metro, toda clase de alborotos, disparos en un apartamento de Bagarmossen, varios accidentes graves de circulación, todo en una cascada interminable e ininterrumpida, una redada contra drogadictos y jóvenes sospechosos en Humlegaarden (no se decía de qué se les consideraba sospechosos), varias detenciones de ciudadanos extranjeros en virtud de una nueva ley que no acabó de entender; varios distritos comunicaron que sus calabozos habían quedado desbordados, y que estaban sobrecargados de trabajo y les faltaba gente. Después vino un asesinato: parecía ser que una mujer había asesinado a su marido con una plancha; el motivo había sido una acalorada discusión sobre qué canal de televisión tenían que ver. Incontables ciudadanos parecían denunciar a sus vecinos, que, o bien ponían discos a todo volumen, o bien celebraban fiestas en sus casas, o bien tenían niños que en vez de dormir, seguían levantados y jugando. Luego, una formidable pelea en la plaza de Mariatorg, y de nuevo locura y violencia en el metro.

Estocolmo era una ciudad en la que la policía no se daba punto de reposo.

El francés estaba tan entusiasmado con su libro que empezó a hacer extrañas conexiones y combinaciones, al tiempo que estudiaba el texto.

Reinhard Heydt fue a acostarse sin desconectar la radio; sacó el libro de Ruge y volvió a leer el capítulo dedicado a la Weserübung antes de dormirse.

Durmió bien, y despertó lleno de confianza. Mientras se duchaba y se arreglaba, pensó en cómo y cuándo tendría que abandonar aquel país gris e inhóspito, y le pareció llegar a una solución bastante aceptable, aunque para ello haría falta tiempo, pero tiempo era precisamente algo de lo que disponía en abundancia.

Después se preparó un desayuno a la inglesa y lo tomó ataviado con una elegante bata.

El francés se había despertado antes y no se había hecho la cama, detalle que Heydt consideró un poco grosero e interpretó como signo de una educación poco esmerada.

En la central de operaciones seguía funcionando la radio en la frecuencia policial, y Levallois tenía delante suyo nada menos que tres libros técnicos abiertos. No dijo buenos días, pero se quejó del pan que había tomado para desayunar; Heydt le informó de que en Suecia no había
croissants
, ni apenas ninguna clase de pan recién hecho, a no ser que uno entrase en una fábrica de pan y le arrebatase una hogaza de las manos al panadero, antes de que las envolviese en plástico y comenzase la distribución por las tiendas. Levallois meneó la cabeza con tristeza lamentando aquellas costumbres bárbaras.

Reinhard Heydt estuvo escuchando un rato la radio; a aquellas horas parecía haber más calma, pero aun así la policía parecía muy ocupada y en aquel momento se estaban dando las instrucciones para la primera redada de aquel día contra los melenudos, en el distrito de Östermalm. Luego vino algo que podía ser homicidio o asesinato, pero que pronto se vio que había sido suicidio. Poco después se informó acerca de un ahorcado que seguramente se había colgado de madrugada, pues el cuerpo aún estaba caliente cuando lo encontraron en un cuarto trastero.

Levallois acababa de modificar la instalación para que, además de la central de policía, se pudiese escuchar las radios de los coches patrulla y de las motocicletas. Justo en aquel momento tenía lugar una conversación entre la central y alguien que se llamaba Arne, y que probablemente tenía algo que ver con el suicidio.

—¿Un ahorcado? —decía el tal Arne, con una repugnancia que se notaba a través de las ondas—. ¡Id al infierno!

—¿Tenéis la dirección? Calle Karlberg, 38.

—Ya tenemos un cliente en el coche —decía Arne—. Pronto tendremos que ir en un autocar, y si puede ser con desodorante...

—Bueno, id allí pues —decía el hombre de la central fríamente—. Sin tardar. El interfecto está en el cuarto trastero.

Otra persona del coche decía algo indescifrable.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el de la central.

—Simplemente un buen consejo —replicó Arne— de nuestra parte: ¡que os vayáis al infierno! ¡Cambio y corto!

En aquella ocasión no estaban empleando precisamente el código cifrado; seguramente la consideraban banal.

Heydt puso la mano sobre el hombro del francés, aunque con cierto reparo, pues por alguna razón no le gustaba nada el contacto físico con los demás.

Levallois alzó la mirada, y Heydt preguntó:

—¿Todo bien?

—Completamente, a no ser que Kaiten y Kamikaze no hagan lo que deben.

—No hay problema; conocen su trabajo a la perfección, como tú y como yo, y saben lo que tienen entre manos. Hemos decidido hacerlo a media noche.

—¿Y el riesgo de que alguien las desactive? Porque habrá un comando de artificieros en la policía de aquí, ¿no?

—Curiosamente, no; pero recuerda que la policía, allí donde estuvimos la última vez, no encontró las cargas suplementarias hasta pasados varios meses, y allí había artificieros de la policía y del ejército, y además sabían dónde tenían que buscar.

—¿Pondrán cargas suplementarias esta vez?

—Dos, y ambas cubren las otras dos posibilidades de hacer volar la comitiva dentro de la ciudad, en previsión de que los muchachos de seguridad tengan alguna intuición en el último momento.

—Es un riesgo mínimo —dijo Levallois—, La bofia no piensa nunca tan deprisa.

—Creo que tienes razón. Además, los otros itinerarios son poco prácticos y causarían muchos problemas de seguridad.

—Bueno, entonces no puede pasar nada —el francés bostezó—, Aquí, todo está preparado y listo, y los japoneses no pueden fallar en la instalación.

—Por descontado. Además, se pueden mover con toda libertad bajo tierra y cuanto quieran; ya lo han reconocido todo y se lo conocen perfectamente. Hace diez días pusieron tres falsas bombas y nadie las ha encontrado todavía.

—Me parece bien.

Levallois se levantó y recorrió la habitación con la mirada.

—Esta batería de reserva me deja mucho más tranquilo —dijo—. Imagínate que de repente mañana nos hubiéramos quedado sin luz. Sería terrible.

—No han cortado la corriente ninguna vez desde que estoy aquí.

—Esto no quiere decir nada —repuso el experto en telecomunicaciones—; basta con que algún imbécil con una excavadora estropee algún cable en alguna parte, y todo se va a paseo.

Durante un rato escucharon la radio policial. Una voz poco caritativa informaba que el ahorcado de la calle Karlberg ya había sido recogido.

—¡Pobre diablo! —decía—. Las puntas de los dedos estaban tan sólo a medio centímetro del suelo.

—¿Ha ido la policía?

Risas. Luego, la voz del coche contestó:

—Ya lo creo. Dos idiotas de uniforme estaban allí, esperando que Arne y yo hiciéramos el trabajo; al menos, hubieran podido ocuparse de la familia. La mujer estaba gritando como una loca, y los niños lloraban. En fin, ahora ya estamos hasta los topes. Si hay algo nuevo, dejadlo para después de comer; preferimos clientes vivos, francamente.

Levallois miró a Heydt interrogativo, y éste se encogió de hombros.

—Nada especial —dijo—; pura sociología práctica.

—¿Cómo nos largaremos? —preguntó el francés.

—¿Qué piensas hacer tú?

—Lo de siempre: me iré solo. Me marcharé directamente, por el mismo camino que vine.

—Hum —dijo Heydt—, yo creo que esperaré algún tiempo.

Levallois pareció aliviado; no tenía ninguna prisa por morir y sabía que las posibilidades de que les echasen el guante se multiplicaban si el sudafricano hubiera insistido en acompañarle en el pesquero.

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