Los terroristas (47 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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Hallándose ante dos adversarios, y prácticamente desarmado desde que Martin Beck le arrebatara la metralleta de las manos, el japonés intentó hacer algo para lo que le faltaba tiempo: miró a Rönn con una especie de extraña complicidad a la vez que recogía el cable detonador, que era demasiado largo, con la mano derecha para tensarlo. Entonces miró a Rönn, a la pistola y pareció pensar: «¿Y por qué no me mata?».

Al mismo tiempo, Martin Beck sacó del bolsillo interior unas tijeras de oficina, y sin el menor dramatismo, cortó el cable detonador.

Cuando el japonés volvió a mirar a Martin Beck para comprobar la nueva calamidad que había estado a punto de producirse, Rönn le golpeó con total frialdad en la nuca con la culata de su pistola. El adversario se desplomó sin decir ni pío, y Rönn se arrodilló para ponerle las esposas, mientras Martin Beck apartaba la cajita con el pie. Ya que se había estropeado el detonador, seguramente era inofensiva, pero nunca se podía estar seguro del todo.

El japonés grandote era enormemente fuerte, ágil y técnico. Tenía por lo menos veinte años menos que Gunvald Larsson y parecía dominar todos trucos del judo, del jiu-jitsu y del superkarate, ¿pero de qué servían todas esas cosas contra un Gunvald Larsson desatado por la rabia? Sentía crecer en su interior el odio, un odio salvaje e incontrolado contra aquellas personas que mataban por dinero sin que les importara a quién mataban ni por qué. ¿Quién era ése, el joven? Un terrorista capitalista al servicio de regímenes depravados y decadentes, un asesino profesional cuyo oficio era el peor y el más despreciable de todos. Gunvald Larsson sentía respeto por la vida, pero por un instante pensó que gente de aquella calaña apenas debería tener derecho a la vida.

Tras algunos minutos de dura lucha, Gunvald Larsson obtuvo la ventaja y la posición deseada y golpeó a su adversario siete veces contra la pared con la cara y la parte anterior del cuerpo. Las últimas dos veces, el japonés ya estaba sin sentido, con sus ropas empapadas en sangre. Aun así, Gunvald Larsson se disponía a volver a golpear aquel pesado cuerpo que tenía que sostener en pie.

—Ya está bien, Gunvald —dijo Martin Beck sin levantar la voz—; déjalo y ponle las esposas.

—Sí —asintió Gunvald Larsson. Sus ojos azules y cristalinos brillaron, y dijo—: Esto me ocurre muy pocas veces.

—Ya lo sé —dijo Martin Beck.

Entonces contempló a los dos hombres esposados e inconscientes, y dijo casi como para sí mismo:

—Vivos, y lo conseguimos.

—Sí —dijo Gunvald Larsson—, lo conseguimos.

Se apoyó en el umbral de la puerta más cercana, flexionando sus doloridos hombros y brazos, y murmuró:

—¡Era fuerte el cabrón!

Lo que ocurrió después habría que considerarlo como un absurdo anticlímax.

Martin Beck salió al descansillo y se asomó al balcón, desde el cual hizo señales para que cesara el ruido.

Cuando regresó, Rönn y Gunvald Larsson se estaban quitando los uniformes de color naranja, con su ancha franja fosforescente.

Un policía de uniforme, desconocido para todos ellos, miró a través de lo que quedaba de aquella puerta destrozada y luego hizo una señal, invitando a pasar a alguien situado detrás de él. Se abrió una de las puertas del ascensor y salió de él Bulldozer Olsson, quien, con la cabeza agachada y dando pequeños saltitos, entró en el apartamento.

Primero contempló a los dos japoneses desmayados, luego el apartamento destrozado, y después miró a Martin Beck, Gunvald Larsson y Einar Rönn.

—¡Perfecto, muchachos! —dijo—. Nunca creí que lo lograríais.

—¿No? —dijo Gunvald Larsson con amargura—. Por cierto, ¿y qué coño haces tú aquí?

Bulldozer Olsson se acarició un par de veces la corbata gigante del día, que era una cosa americana de propaganda electoral con elefantes blancos sobre fondo verde.

Se aclaró la garganta y recitó pomposamente:

—Hitadichi Iti y Matsuma Leitzu, os declaro detenidos como sospechosos de intento de asesinato, terrorismo y resistencia armada contra funcionarios.

El más pequeño de ellos se había despertado y dijo amablemente:

—Perdón, señor, pero esos no son nuestros nombres. —Hizo una breve pausa y añadió—: Suponiendo que lo que usted ha dicho hayan sido nombres.

—Oh, eso de los nombres lo arreglaremos en seguida —replicó Bulldozer con despreocupación.

Hizo un gesto a los policías que estaban tras él y dijo:

—Muy bien, llévenlos a Kungsholmen, y busquen a alguien que les lea sus derechos en inglés o en algo que entiendan, y que les expliquen que mañana serán juzgados. Si no tienen abogado propio, les proporcionaremos uno. —Tras una breve pausa, añadió—: Aunque a ser posible, que no sea el Trueno.

Entraron en el apartamento varios hombres de Bulldozer y los dos detenidos fueron sacados de allí, el uno por sus propios medios, y el otro a cuestas.

—Bueno —dijo Bulldozer—, buen trabajo, muchachos. Repito: una detención perfecta, aunque sigo sin comprender cómo lo habéis logrado vosotros solos.

—No —replicó Gunvald Larsson, de peor humor que antes—, tú no lo entiendes.

—Larsson, eres un tipo curioso —dijo Bulldozer.

—Y tira esa corbata de propaganda americana a la basura.

—¡Ni hablar! —exclamó Bulldozer—, Me gusta, me la regaló el gobernador de Nueva York cuando estuve allí; era republicano. Quise que el alcalde de la ciudad me regalara una demócrata, pero no tenía ninguna y me dijo que me enviaría una en la próxima campaña; ya se han celebrado nuevas elecciones, pero no me ha enviado la demócrata. —Por un momento pareció disgustado; meneó la cabeza y concluyó—: No te puedes fiar de nadie.

Después, el fiscal jefe se alejó dando saltitos, metido en su traje azul y arrugado.

Cuando Bulldozer hubo desaparecido Gunvald Larsson empezó a decir: «¿Cómo puñeta...?», pero se calló.

Martin Beck pensó un momento lo mismo, pero no dijo nada.

La cosa era demasiado sencilla; Bulldozer Olsson tenía confidentes en todas partes, se metía en todas partes y procuraba llevarse los honores. Martin Beck estaba casi seguro de que Bulldozer Olsson no había logrado meter a ningún observador dentro de la comisión nacional de homicidios, pero parecía indudable que tenía a alguien de su confianza en la sección de delitos violentos de Estocolmo.

¿Quién? ¿Ek? ¿Strömgren? Strömgren era de esa clase, pero sería muy difícil lograr que lo admitiera.

—Bueno —dijo Rönn, aspirando sonoramente por la nariz—, se ha acabado la diversión.

—¿La diversión?

Gunvald Larsson contempló largamente a Rönn, pero se abstuvo de hacer más comentarios.

Martin Beck examinó las bombas de las cajitas; el laboratorio técnico criminal se ocuparía de ellas.

A cuatrocientos metros de allí estaba Strömgren, fumando detrás de las tupidas cortinas. Tras la conversación con Bulldozer una hora antes, no había hecho otra cosa que fumar un pitillo tras otro. Pensaba que ya era hora de pasarse al grupo especial de Bulldozer y obtener el anhelado ascenso.

Benny Skacke estaba en casa acostado; sus ocupaciones eran en aquel momento de índole privada.

—¿Y dónde carajo estará Heydt? —preguntó Gunvald Larsson desanimado.

—¿No puedes pensar en otra cosa? —replicó Rönn—. Por lo menos ahora.

—¿En qué, por ejemplo?

—Bueno, por ejemplo en que le di a aquel cablecito. Era una cosa imposible.

—¿Cuántos puntos obtuviste en el último entrenamiento?

—Cero —contestó Rönn enrojeciendo a continuación.

—¡Qué fuerte era el cabrón! —dijo Gunvald Larsson, tocándose los hombros.

Quince segundos más tarde repitió para sí mismo:

—¿Dónde carajo estará Heydt?

28

El proceso contra los dos japoneses tuvo lugar la mañana del día 16 y fue la mayor bufonada que se había representado nunca en el Ayuntamiento de Estocolmo.

En Suecia sucede que los fiscales de los diversos juicios se asignan por sorteo, probablemente para lograr una quimérica justicia formal.

Si se hubiera celebrado algún sorteo, lo cual era dudoso, Bulldozer Olsson se las habría arreglado de antemano para que su nombre figurase en varias papeletas, pues él actuaba con tal autoridad y grandilocuencia que la mera idea de que otro ocupase su lugar parecía absurda e impensable. Llevaba el traje recién planchado —mejor dicho, debía de haber estado recién planchado á primeras horas de la mañana—, los zapatos recién cepillados, y la corbata de un verde chillón con dibujos de torres petroleras rojas, y probablemente él se vanagloriaba, al menos, de que era un regalo personal del Sha de Persia.

Les había rogado a Martin Beck, a Gunvald Larsson y a Einar Rönn que estuvieran presentes y, aparte de ellos, el local estaba rebosante de personas que o bien habían venido por pura curiosidad, o bien porque consideraban casi como un deber estar puntualmente informados de aquel proceso. A la última categoría pertenecían el director general de la policía y Stig Malm, que ocupaban majestuosamente los primeros bancos destinados al público. En un lugar algo más discreto podía advertirse la coronilla rojiza alrededor de la calva del jefe de la SÄPO. Era la primera ocasión en la que aparecía en público desde el 21 de noviembre.

Los dos japoneses tenían asignada la defensa de un abogado, comparado con el cual Hedobald Braxén parecía Clarence Darrow y Abraham Lincoln juntos.

El más corpulento de los terroristas recordaba a una momia de una película antigua de Boris Karloff, después del trato recibido por parte de Gunvald Larsson, pero el pequeño sonreía sin cesar y se inclinaba en seguida en cuanto alguien ponía la vista en él.

Todo se complicaba debido a que había que utilizar un intérprete.

El punto más débil de la argumentación de Bulldozer era que realmente no sabía cómo se llamaba ninguno de los dos detenidos. En el curso de las diligencias previas, sacó una lista de catorce nombres de una lista facilitada por la Interpol, y tanto la momia como su sociable amigo sacudieron la cabeza al oír cada uno de los nombres.

Por fin, el juez perdió la paciencia y pidió al intérprete que les preguntase a los japoneses cuáles eran sus nombres y cuándo habían nacido.

A la pregunta contestó el japonés sociable que se llamaban Kaiten y Kamikaze respectivamente, y dio dos fechas de nacimiento. La momia ni siquiera podía hablar.

Martin Beck y Gunvald Larsson se miraron sorprendidos, pero nadie más reaccionó. Por lo visto, eran los únicos en saber que Kaiten significaba torpedo humano, y que Kamikaze significaba piloto suicida. Además, los dos hombres habían dado la fecha de nacimiento del almirante Togo y del almirante Yamamoto, lo cual hubiera significado que tenían respectivamente ciento treinta y noventa años, si bien cualquiera que los viese podía comprender que no tenían más de treinta.

El tribunal se tragó sin embargo aquellas fechas, y el escribano tomó nota sin perder una palabra.

Bulldozer, acto seguido, les declaró sospechosos de un montón de delitos, por ejemplo, de un delito de lesa majestad, de intento de asesinato contra el primer ministro, contra el rey, contra el senador americano y contra dieciocho personas más, entre las que citó a Gunvald Larsson, Martin Beck y Einar Rönn. Prosiguió acusándoles de intento de subversión armada, de provocar daños en las construcciones municipales de gas, tenencia ilícitas de armas, permanencia ilegal en el país, estropicios graves en el inmueble de Tanto, robo, contrabando de armas, violencia contra funcionarios, preparación de un delito de tráfico de narcóticos (se había descubierto un frasco de jarabe contra la tos que contenía tintura de opio), comisión de un delito contra la ley de alimentación (en el congelador se había hallado un perro troceado), además de secuestro de perros y falsificación de documentos, y transgresión de la ley de juegos de azar. En este último punto, había considerado las famosas bolitas de madera como parte de un juego de azar.

Cuando hubo llegado a este extremo, Bulldozer salió de la sala, de repente y sin la menor palabra de justificación, y todos se quedaron mirándole con sorpresa.

Al cabo de unos minutos regresó dando saltitos a la cabeza de seis de sus títeres, que portaban una caja de madera en forma de ataúd y una gran mesa de juego.

Luego sacó de la caja un montón de objetos que constituían pruebas, componentes de bombas, granadas de mano y municiones entre otras cosas. Mostró cada uno de los objetos al juez y al público, tras lo cual colocó los objetos sobre la mesa.

La caja estaba todavía medio llena, cuando Bulldozer extrajo una cabeza de perro envuelta en plástico, y se la mostró primero al director general de la policía y luego a Stig Malm, que escupió en seguida en el suelo.

Animado por aquel inicio, Bulldozer retiró el plástico y colocó la cabeza de perro debajo de la nariz del juez, que se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso delante de la boca, mientras decía con voz medio ahogada:

—Es suficiente, señor fiscal jefe, es suficiente.

Bulldozer empezó entonces a sacar el resto del perro decapitado, pero el juez repitió con énfasis:

—Ya le he dicho que era suficiente.

Bulldozer soltó un resoplido de disgusto por encima de su corbata, dio una vuelta de honor por la sala, se detuvo ante la momia y dijo:

—Solicito que se encarcele a los señores Kaiten y Kamikaze. Debido a que estoy esperando que llegue más material procedente del extranjero, solicito la prisión preventiva mientras tanto.

El intérprete se lo tradujo; la momia asintió, y el otro japonés sonrió amablemente y se inclinó profundamente.

Le correspondía la palabra al abogado defensor, un hombre flaco que parecía un cigarro que hubiera sido encendido por las dos puntas y luego aplastado, y que llevara mucho tiempo apagado y tirado en cualquier parte.

Bulldozer examinó distraídamente el interior de la caja; cogió la parte posterior del perro, con el rabo colgando, y mostró aquella prueba al director general de la policía hasta que a éste se le puso la cara de color violeta.

—Me opongo al encarcelamiento —dijo el abogado defensor.

—¿Y eso por qué? —preguntó el juez, con un tono de sorpresa en la voz.

El abogado defensor permaneció en silencio un buen rato, y luego contestó:

—La verdad es que no lo sé.

Con esta respuesta genial se dieron por terminadas las diligencias previas, los japoneses se declararon en prisión preventiva y los oyentes salieron de la sala.

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