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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (6 page)

BOOK: Los trapos sucios
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Mi padre llamó sobre las diez y media, como siempre. Y como siempre cogió el teléfono el Imbécil y se pasaron lo menos media hora hablando de que si habíamos cenado esto o lo otro, de que si el Imbécil ya se había duchado, de que si había hecho caca y de que si la Melanie era la niña más tonta que había pisado la Tierra. En fin, el tipo de conversaciones que mi padre y el Imbécil mantienen de lunes a jueves, cuando mi padre está fuera. Luego se puso mi madre y, como siempre, mi madre le dijo que no bebiera nada, que durmiera mucho, que no adelantara con el camión a nadie, que fuera a veinte por hora como máximo y que estaba de nosotros hasta las narices. Y luego me puse yo que, como siempre, le dije:

—Ya es martes, así que sólo faltan dos noches para que vuelvas.

—¿Tienes ganas de que llegue?

Qué preguntas hace mi padre. Pues claro que tenía ganas de que volviera.

—Sí.

—Pues dímelo más fuerte y con más ganas.

—¡Siiiiiiiiiiiiiií! —le grité por el teléfono.

—Bueno, vale, vale, me doy por enterado. Pues más ganas tendrías si supieras lo que os llevo…

—¿Qué es?

—Ah, una sorpresa, es una sorpresa.

—Pero dime sólo una pista, una pista sólo.

—Tres pistas: es suave, con patas y tiene unas orejas muy grandes.

Yo solté el teléfono y fui corriendo a la cocina a buscar a mi madre. La emoción casi no me dejaba hablar:

—Papá, que dice que nos trae un perro.

Mi madre se fue a por el teléfono diciendo por el camino:

—¡No será verdad, no será verdad!

El Imbécil y yo nos pusimos a dar saltos encima del sofá, mientras oíamos a mi madre que decía:

—Aquí un perro no me traigas, que al final ya sé yo a quién le toca limpiarle las cacas y los meaos.

Luego se quedó callada escuchando lo que decía mi padre y la oímos decir:

—Ya, bueno, no sé, no sé… Claro, ahora no voy a decir que no, no voy a ser yo siempre la que quede como la mala de la película. Hala, pues adiós.

Mi madre nos miró y dijo como para sus adentros:

—Desde luego tu padre…

Esa noche el Imbécil y yo casi nos pegamos buscando un nombre para nuestro perro. El Imbécil decía:


Boni
, como la
Boni
.

—Pero ¿cómo se va a llamar
Boni
como la
Boni
? Abuelo, el Imbécil dice que se llame como la
Boni
. Lo primero, no sabemos si es perra, y segundo, si es perra, no vamos a tener a dos perras en una misma escalera que se llamen igual. ¿Qué quieres, que gritemos
¡Boni!
, y que vengan las dos?

Yo quería que mi abuelo viera la barbaridad que estaba diciendo el Imbécil y le tiraba de un brazo para que se pusiera de mi parte, pero el Imbécil le tiraba del otro brazo y decía otra vez muy tranquilo:


Boni
, como la
Boni
.

—Abuelo, ahora lo ha dicho para hacerme de rabiar. Le llamaremos
Toby
, o
Boby
, o
León

Entonces, el Imbécil se quitó el chupete y fríamente, mirando al suelo, volvió a la carga:

—Manolito, como Manolito.

—Pero ¿cómo le vamos a poner Manolito a un perro? ¡Abuelo, dile que no diga tonterías!

—Un perro —dijo mi abuelo—, si es negro se llama
Moro
, si es blanco,
Perla
, y si es marrón,
Canelo
. Y ya está, qué ganas de complicarse la vida.

El Imbécil se volvió a quitar el chupete. Antes de que dijera nada le advertí:

—¡A ver lo que dices, que te la cargas!

Pero el Imbécil dijo con una sonrisa en los labios:

—Si tiene gafas, Manolito. Como Manolito.

Entonces le arrebaté el chupete y se lo tiré lo más lejos que pude. Encima de la estantería del salón. El Imbécil se puso a llorar como si le hubieran tirado de un resorte y se lanzó como un niño endiablado a quitarme las gafas. Nos cogimos los dos de la cara y de las orejas y del cuello. Las manos del Imbécil son pequeñas pero tienen una fuerza sobrenatural. Te juro que temí que me arrancara la oreja. Mi abuelo intentó separarnos por las buenas pero ya era demasiado tarde. Así que tuvo que venir mi madre de la cocina, nos agarró a los dos por los pelos y fue tirando, tirando hasta que nos separó.

—¡Cada uno a su cama! ¡No quiero oíros ya esta noche, que me tenéis contenta!

La verdad es que yo me sentí liberado, como si me hubieran quitado un bicho rabioso de la cabeza. Me iba a meter en la cama como me habían dicho, pero está visto que hay ocasiones en que uno no acierta con nada:

—¿No te irás a meter en la cama, Manolito, sin lavarte los dientes, cochino? —me dijo mi madre con rabia contenida.

—Es que me acabas de mandar que me meta.

—¡Excusas, excusas! Si es que encima son más guarros y más…

—Catalina… ya vale —le dijo mi abuelo, que seguía viendo la tele.

Yo me fui al váter a lavarme los dientes. Por el camino me crucé con el Imbécil y nos dimos los dos un empujón, pero fue una agresión silenciosa. Ninguno de los dos queríamos que se enterara mi madre. Como verás, hay momentos en que nos odiamos con mucha discreción.

¡Qué tío! ¡Cómo me había puesto la cara! Cuando me miré al espejo tenía todos los mofletes llenos de pequeños arañazos. Le enseñé los dientes al espejo: pues yo me los encontraba como siempre. Mojé un poco el cepillo para que mi madre creyera que me los había lavado. Lo volví a poner en el vaso y me fui a la cama intentando no cruzarme otra vez con el pequeño asesino por el pasillo.

Mi madre se quedó, como todas las noches, viendo la tele, con las piernas encima de la mesa y fumándose ese cigarro que dice que no se fuma en todo el día porque no la dejamos parar. Yo la veía desde el sofá-cama de la terraza. Me estaba quedando dormido mirándola echar el humo para el techo haciendo circulitos. Estaba a punto ya de echar el cierre, cuando vi aparecer otra vez al niño asesino, ahora en pijama y silencioso. Se quedó en medio del salón, mirándola. Mi madre terminó de echar el último circulito. Es así de chula. Le miró y le dijo como pasando de todo:

—Y ahora, ¿qué pasa?

—El nene no puede dormir.

—Pues el nene se aguanta —dijo mi madre.

Y yo pensé: «Así se habla. Qué dureza, qué bien dicho».

—Pero es que el nene…

Noté que el Imbécil tragaba saliva y se iba a poner a llorar de un momento a otro. Le temblaba la barbilla.

—El nene no tiene chupete. Manolito se lo ha tirado ahí arriba.

¡Qué chivato traidor!

Mi madre suspiró: «¡Ay, Dios mío!», se subió a una silla y le bajó el chupete. Se lo metió en la boca al Imbécil, lo cogió en brazos y se lo llevó a la habitación diciéndole: «Ahora, mi nene, a dormir».

Yo iba a cerrar los ojos otra vez pensando: «Qué injusto es el mundo», pero antes de meterme de lleno en ese oscuro pensamiento pegué un frenazo cerebral y decidí que me dormiría pensando en mi perro. A eso se le llama control mental.

Al día siguiente, a los cinco minutos de llegar a clase ya sabía todo el mundo que iba a tener un perro. Todos me tenían bastante envidia porque no conozco a casi ningún niño que no quiera tener un perro, el problema es que tampoco conozco a casi ninguna madre que esté dispuesta a tenerlo. Bueno, todos me tenían envidia superpodrida menos Paquito Medina, que ya lo tiene. Se lo compraron por las notas de final de curso. Es un foxterrier, como la
Milú
de Tintín, y no veas si vacila todas las tardes saliendo con
Puskas
, que así es como se llama, y tirándole la pelota en el parque del Ahorcado.

Intenté atender en clase pero me resultó imposible, así que conecté el Manolito automático y le dejé escuchando cómo la
sita
recitaba una poesía sobre una luna que llevaba puesto un camisón. El Manolito verdadero se quedó pensando en su perro: ¿Cómo sería? Mi padre había dicho: muy suave, con dos orejas y con cuatro patas. Bueno, como todos los perros. Lo entrenaría para ir a mi lado sin correa, y para defenderme en las situaciones de extremo peligro, y para pegarle un bocado a Yihad en cuanto que se cruzara con él… De pensar esto me dio una risa incontenible.

—¡Manolito! —dijo mi
sita
aterradoramente a mis espaldas—. Ahora nos vas a explicar qué es lo que tiene de gracioso esta poesía.

Yo le iba a decir que en realidad me reía de otra cosa, pero sabía que eso la iba a poner todavía más furiosa, así que…

—Bueno, lo de la luna con camisón, que me recordaba a una mujer gorda que yo conozco. No la he visto nunca con camisón pero me la imagino.

Toda la clase se echó a reír.

—¿A qué mujer? —dijo mi
sita
acercándose mucho a mi cara y echándome el aliento en la nariz.

Yo me quedé mirando el suelo, esperando a que pasara aquel momento cuanto antes.

—Manolito, ¿te crees muy gracioso?

Dije que no con la cabeza.

—Menos mal, porque no lo eres, siéntate.

Me senté con la cara rojo-semáforo y sin entender muy bien por qué me había caído esa bronca tan cruel. Me pasaron una nota desde el pupitre de atrás:

«Manolito, qué forma de llamarle gorda a la
sita
. Hapúntate diez puntos.»

Por el estilo literario y la H en el «apúntate», sabía que la nota venía de Yihad. Me volví, me estaba mirando, nos sonreímos como si fuéramos dos grandes cómplices. La verdad, no tenía ninguna intención de llamarle gorda a la
sita
, otra cosa es que lo piense en su propia cara. Si me atreviera a decir todas las cosas horribles que pienso de las personas, llegaría siempre a mi casa herido de guerra. El Manolito automático me puede servir en un momento histórico para decirle a mi
sita
hasta que es guapa; el Manolito verdadero me sirve para pensar lo contrario. Así soy yo, un niño con dos caras.

La verdad es que no sabía cómo iba a soportar otro día más de espera para conocer a mi perro. En el camino a casa jugamos a que el Imbécil era el perro y yo el amo, pero acabó siendo un rollo repollo porque el Imbécil se quería parar en cada árbol para levantar la pata y hacer como que echaba una meadilla. Se metió tanto en el papel, que una vez que llegamos al parque corrió hasta el Árbol del Ahorcado, se bajó el chándal y se puso como para hacer caca. Yo me eché a reír, en parte porque sabía que el Imbécil estaba imitando a la
Boni
, que siempre se arrima al Ahorcado porque es su sitio favorito para el popó (como dice la Luisa), y en parte porque nunca había visto un perro que se bajara los pantalones para hacer de las suyas. Lo que no podía imaginarme es que lo del Imbécil era algo más que un juego, y que sus intenciones iban en serio. Lo tuve claro cuando vi cómo se le hinchaba la cara y se ponía rojo. Después se levantó y, sin subirse todavía los pantalones, dijo muy satisfecho:

—Ya está.

Una señora que pasaba con la compra y que había visto todo el proceso le gritó a mi abuelo:

—Esto es lo último que me faltaba por ver.

—Si es que estamos ensayando, señora, para cuando tengamos perro.

—Encima usted le ríe la gracia a los nietos.

—Espere un momento, mujer, quédese a ver el final del simulacro.

La mujer se quedó parada, mirándonos con cara de odio reconcentrado. Entonces, mi abuelo me dijo:

—Manolito, vete a por una bolsa.

Yo saqué una bolsa de las que ha puesto el Ayuntamiento para las cacas de los perros y se la llevé a mi abuelo.

—Venga, majo, recógele la caca al guau-guau.

—Pero abuelo…

—¿No estábamos ensayando? Recuerda que desde mañana lo vas a tener que hacer todos los días.

Metí la mano en la bolsa como le he visto hacer a la Luisa para recoger el boñigo de la
Boni
, y me acerqué hasta el árbol. El Imbécil seguía con los pantalones bajados. Sacó la lengua y jadeó, como hace la
Boni
cuando está contenta. Yo miré para otro lado y procuré no respirar por la nariz para que no me llegara el olor. A pesar de que entre la caca y mi mano estaba el plástico, pude sentir el calor del producto interior bruto del hermano-perro. Hice un nudo en la bolsa y la tiré en el contenedor. Mi abuelo le dijo a la señora:

—¿Qué me dice ahora? ¿A que los tengo bien educados?

—Yo este mundo no lo entiendo —dijo la señora, y se marchó con su compra.

El Imbécil se subió los pantalones dispuesto a seguir con su actuación, pero yo ya estaba quemado y dije que no volvería a jugar a perros y amos hasta que llegara el perro verdadero, ese compañero fiel que me seguiría moviendo la cola a todas partes, como hacen los perros de las películas.

El estado de nervios en casa de los García Moreno había llegado a tal punto el viernes, que cuando mi padre hizo sonar la bocina al entrar con el camión en mi calle, el Imbécil y yo abrimos la puerta de casa y empezamos a chillar en el rellano como locos. La Luisa salió corriendo a la escalera con el extintor que le había regalado Bernabé por su aniversario.

—¿Dónde está el fuego? —dijo apuntando el extintor como si fuera una pistola con poderes desintegradores.

—Guarda el extintor, mujer —le dijo mi madre—. Es que viene el padre con un bicho. Lo único que me faltaba a mí: un bicho. Como si no tuviera yo ya bastante con estos dos animales.

Al oír los pasos de mi padre por el primero, volvimos a chillar otra vez. Mi madre nos dio la famosa colleja doble. Es una colleja que comenzó a ensayar hace unos meses. Los ingredientes para una buena colleja doble son:

  1. Las dos manos de quien pega la colleja.

  2. Dos cabezas (pueden ser las cabezas de tus dos hijos, de un hijo y un sobrino o, en su defecto, de cualquiera, no son necesarios los lazos de sangre).

  3. Más maña que fuerza.

Con estos ingredientes, una madre entrenada hace maravillas. Mi madre es capaz de darnos una colleja al Imbécil y otra a mí al mismo tiempo y con la misma intensidad.

Al sentir la colleja en nuestras cabezas nos callamos de inmediato. Vimos aparecer a mi padre con una caja de zapatos, se abrió paso entre nosotros llevando la caja como si tuviera algo maravilloso y entró en casa. La Luisa le siguió con el extintor todavía en la mano, y mi padre, con una gran sonrisa, puso la cajita encima de la mesa.

Todos rodeamos la caja como si fuera una tarta de cumpleaños. Mi padre puso con delicadeza las manos encima de la tapa de cartón, y con el mismo gesto cuidadoso que hacen los magos, la levantó lentamente. Lo que vimos entonces nos dejó con la boca completamente abierta. Pasaron unos instantes en los que mi madre, mi padre y mi abuelo nos estuvieron mirando para ver qué decíamos. Yo estaba tan alucinado que no sabía qué cara poner. Cerré la boca, tragué saliva y lo único que me salió fue:

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