Lugares donde se calma el dolor (56 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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Dejo el
Normandie
, o parte de él, anclado aquí para siempre. Mientras bajamos por Pierrepont Street, echo la vista atrás y busco en mis bolsillos un pañuelo blanco. No lo encuentro. De tenerlo, lo alzaría en el aire como hacían en las despedidas.

Pierrepont es paralela a Montague Street. Ambas van a dar al paseo sobre el East River. Ya anocheció y, de repente, choco con la visión de Manhattan. Los rascacielos están iluminados por la luz eléctrica de las oficinas y se les ve vacíos de inquilinos. Son como grandes faros iluminando la ciudad de manera dispendiosa. El día fue de una extraordinaria claridad, despejado; y también así cae la noche, alejada de brumas. El poeta W. H. Auden, vecino en otros tiempos de Montague Terrace, escribió unos versos en
Gracias niebla
que no se corresponden con estos días míos, tan luminosos, en Nueva York. «Acostumbrados al clima de N. Y., / tan familiarizado con su contaminada niebla, / a ti; su inmaculada Hermana, / te tenía olvidada por completo, / a ti y a cuanto aportas / al invierno británico. / Ahora, esa impresión nativa vuelve a mí…». Auden vivió en el número 1 de Pierrepont Place esquina con Montague. Residió en Brooklyn Heights entre los años 1939 y 1941. Durante ese tiempo habitó en el ático de esta casa con vistas sobre el río y Manhattan, donde escribió
La carta de año nuevo
. «…Y el amor ilumina de nuevo / la ciudad y la guarida del león / la gran ira del mundo el viaje de los jóvenes». Son unos versos suyos que lo recuerdan a la entrada del inmueble, donde están colgados unos angelotes sobre el rojo marrón de la fachada isabelina de altos ventanales. En la tercera parte de la
Carta
deja su mirada descrita en estos versos: «De noche, al otro lado de East River, / Manhattan es la luz que no se extingue». Auden e Isherwood se establecieron en el Hotel George Washington, en la Avenida Lexingtong. En el mes de abril pasaron a un apartamento en la calle Este 8i, en York-Ville. El verano lo pasó viajando con Chester Kallman. En octubre alquiló un apartamento en Brooklyn Heights, en un piso alto de Montague Terrace. Britten y Auden convivieron algunos meses en la casa de Brooklyn y trabajaron en la ópera
PaulBunyan
(un héroe popular), a finales del año 1939.

Me apoyo sobre la barandilla, a espaldas de un pequeño monumento en recuerdo de la guerra de Independencia. Manhattan me gusta aún más desde fuera que desde dentro. Desde fuera es como contemplar unas grandes esculturas animadas. Cada uno de esos atlantes es un faro en la noche. ¿Alguna vez estarán apagadas todas las luces? «No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. / No duerme nadie. / Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas. / Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan…», escribió Federico. El propio Auden, que debió contemplar muchas veces esta misma vista a idéntica hora, comentó: «¿Hay algo más aterrador que un moderno edificio de oficinas?». Los rascacielos qué son, sino sólo eso. Manhattan brillando en la oscuridad por cientos de oficinas vacías, como la del impasible escribiente Bartleby de Melville. Son como una multitud de panales iluminados por la linterna del apicultor. La luz de todos los rascacielos encendidos podría competir con la del sol, con la de la luna llena, o la de la constelación del zodíaco pintada sobre la cúpula de la entrada principal de la Grand Central Station. El artista fue Paul Hellen, un pintor francés. Conociendo la latitud de Manhattan, la composición representa la vista de un cielo mediterráneo en invierno. Inspirándose en un manuscrito medieval, diseñó un zodíaco con más de dos mil quinientas estrellas. Kenneth Frampton, en su libro
Nueva York, capital del siglo
comenta: «Retrospectivamente, uno no puede sino asombrarse de la inocencia que suponía iluminar desde dentro las sesenta estrellas más grandes de este firmamento y ajustar su luminosidad respectiva para simular la magnitud de su brillo en el espacio del sonido que constantemente reverbera en este enorme vestíbulo, generalmente inundado al atardecer por monumentales saetas de luz y de polvo». Escribió Thomas Wolfe: «Poseía el murmullo de un mar lejano, el fluir lánguido de las aguas en la playa. Elemental y distante, indiferente a la vida de los hombres». Esta cúpula, estas bóvedas tabicadas reforzadas por cemento de alta calidad, fue ideada por un español, el valenciano Rafael Guastavino (18421908). Luego, su hijo le siguió en esta labor.

Al puente de Brooklyn le da lo mismo la luz natural o la eléctrica. Marianne Moore dijo que: «Siempre estaba silueteado por la luz del sol o la de la luna». ¿Hay algo más aterrador que un moderno edificio de oficinas? Sí, otros muchos edificios de oficinas. Y si están vacíos, peor. Todos parecen decirles a los oficinistas esclavizados que trabajan en su interior: «El cuerpo humano es más complicado de lo necesario para el trabajo en esta época: lo harían mejor y serían más felices si lo simplificáramos» (Auden
dixit)
. Sin embargo, contemplo la luz blanca de los infinitos peones. Me parece tan pura que calma la angustia de mi espíritu. Rascacielos como el Empire State, que resistió, en 1945, que se estrellara un bombardero B-52 contra el piso 69. Rascacielos como el Radio Corporation of America (RCA). El Met Life, sobre el complejo de la Grand Station, cortando la visión de Park Avenue. El edificio neogótico Woolworth. El Equitable. El Daily News. El American Standard. El General Electric acabado en una torre neogótica truncada. O el Chrysler, con su pináculo de aluminio pulido, proyectado por William Van Alen, una de las maravillas del
art déco
. Hasta el zepelín
Hindenburg
atravesó Manhattan rozando las agujas de estos mismos rascacielos. La música que se interpretaba en el interior provenía de un piano construido en aluminio para evitar el peso de la madera. Y sobre estas moles los dioses desterrados. Y sobre estas nuevas catedrales y templos de la soberbia del hombre, los dioses desamparados. Apolo-Zeus-Moisés en una escultura de Laurie Lee en la puerta principal del edificio del RCA. Ángeles caídos de Noguchi levantados en acero, en la puerta de acceso al edificio de la Associated Press. Un Prometeo de Paul Manship en la Plaza de Rockefeller Center,
«Prometheus teacher in every art brought the fine that hait proved to mortals means to mighty ends»
. El pináculo del Chrysler parece un fragmento del casco de Minerva o del casco de la Estatua de la Libertad con uno de sus rayos fulgurantes. Encima de la fachada principal de la Grand Central Station se asoma un Mercurio. Sirenas cuelgan en el edificio de la American Telephone and Telegraph. Y la estatua de Diana es una tímida diosa protectora en el Madison Square Garden o en la National Academy of Design.

Veo Manhattan desde Brooklyn. Ahora contemplo el puente también iluminado en su vientre por las luces de cruce de los automóviles. Nueva York está atravesado por otros magníficos puentes, por ejemplo, el de George Washington es dos mil pies más largo que el de Brooklyn, y su estructura metálica atraviesa el Hudson. Para Mies Van der Rohe era su construcción favorita en esta ciudad. Realmente es de una impresionante belleza, pero el Puente de Brooklyn es algo más que mera arquitectura e ingeniería.

Regreso en dirección contraria por el puente, avanzada la noche. Un taxi me devuelve a Lexington Avenue, al Hotel Roger Smith. Fonollosa le dedicó estos versos a esa avenida: «No he llegado muy lejos, pero estoy / ya sobre la colina y tú en el llano. / Y todo lo he obtenido con mi esfuerzo / y cómo lo he querido. A mi manera…». Ir de Brooklyn a Manhattan es como ir del campo a la ciudad. «é Verdaderamente quiero ir a la ciudad? / Aquí hay luz y gatos / y pájaros que viven en el cielo / y metal que hay que pintar para / que no se oxide, motivo de intensa reflexión / ahí entre las plantas y entre los insectos / y bichos que haya, por ahí, los que sean…», escribió John Ashbery.

Al día siguiente, salgo muy de mañana a recorrer librerías de viejo y galerías de arte. Después de mucho caminar y ver, llegamos a la Chisholm Larsson Gallery en la 1454 Eight Avenue con la 17th Street. Nada más entrar, me encuentro con un montón de carteles de nuestra guerra civil. Pertenecen a ambos bandos contendientes, aunque hay una mayor profusión de la parte republicana. Están enmarcados y eso me hace pensar que estuvieron colgados en casas de exiliados. Quizás, tras sus muertes, fueron subastados con el resto de pertenencias. Indago los precios y oscilan entre los tres mil y cinco mil dólares. Una notable cotización en el mercado. Pregunto por carteles relacionados con filmes basados en
El Quijote
y nos van sacando un buen puñado valiosísimo, entre ellos el del filme ruso de Grigori Kozintsev. Continúo merodeando por la tienda y descubro un cartel enmarcado que me llama poderosamente la atención. Pone:
Normandie
. En él se ve el transatlántico dibujado desde un plano aéreo, con toda la larga longitud de popa a proa y de babor a estribor. El
Normandie
avanza a toda máquina con las chimeneas pintadas de rojo, lo mismo que su eslora. Cielo y mar son de un azul claro sólo roto por la estela de las olas que van enrojeciendo con el reflejo de los colores del buque. A la izquierda del cartel, debajo del nombre, están los datos de la publicidad relativos a su capacidad de carga, pasajeros, velocidad, etc. Pregunto cuánto vale y me dicen que ochocientos dólares con el marco, y seiscientos sin él. Utilizo la táctica de dejar pasar el tiempo para luego volver duramente al regateo. Uno de los vendedores, el más amable, me invita a acercarme al ordenador para ver otros antiguos carteles de barcos. Del
Normandie
hay varios en Internet, pero ahora esta galería no dispone de ellos. En todos aparece dibujada la proa alta y majestuosa como un rascacielos vista desde la línea de flotación. El precio sigue siendo el mismo. De pronto aparece el cartel que siempre me ha llamado más la atención. El
Normandie
de frente, con el gran ancla en lo alto de la proa y, como si fuera un zigurat, ascendiendo un poco más allá, por encima de su propio lomo, los camarotes, pasarelas, lujosos salones con decenas de grandes arañas. Es uno de los carteles mejor diseñados y con más carga simbólica de cuantos he visto en mi vida. El precio me es inalcanzable. Vale doce mil dólares. Los vale de verdad, pero otra vez será. Se me ocurre entonces, para seguir ganando tiempo, preguntarle por los carteles de alguna de mis películas preferidas:
La sirena del Misisipí
de Truffaut,
Mi noche con Maud
de Rohmer o
La estrategia de la araña
de Bertolucci. Estos carteles oscilan también alrededor de los ochocientos dólares. Por último, le hago buscar
El cuarto poder
de Richard Brooks y
Ciudadano Kane
de Wells. También aparecen allí por un valor, cada uno, de catorce mil dólares. Compruebo así que mi pequeña colección tiene un valor interesante. Vuelvo a la carga y, finalmente, la estrategia tiene su recompensa. Nos llevamos los carteles sobre
El Quijote
, y yo, por cuatrocientos dólares, el del
Normandie
. Ahora lo tengo frente a mí y parece como si yo mismo hubiera hecho su ruta. «¡Allá quiero ir! Y confío / en mí y en mi maniobra. / Abierta la mar, en el azul / avanza mi barco. / Todo me será nuevo y más nuevo, / inmensos se despliegan espacio y tiempo. / ¡Dichoso tú, barco! ¡Dichoso tú, Timón! / En torno a ti sopla la eternidad!». A Nietzsche también le hubiera gustado navegar en el
Normandie
. ¿Acaso no era tan bello como el más bello de los rascacielos? Además, su belleza la mostraba en movimiento. Tan bello como el Chrysler o el Flatiron Building, la más bella proa o popa anclada en la confluencia de Broadway con la Quinta Avenida y la calle 23, con vistas a Madison Square. «Está maldita esta ciudad. La piso, / mas ignora mis pies sobre su espalda; / mis pies que la recorren cada día. // Sólo hay puertas cerradas a mi paso. / Recorro la ciudad. Suplico. Escupo. / No hay sitio para mí, no. En parte alguna…», clama Fonollosa en el poema «East 41 st. Street».

Acabo de escribir este texto y me acerco a la cocina para beber un poco de agua fresca. Abro la nevera y saco una jarra. La compré en el Brooklyn Museum of Art, dedicado a las artes decorativas. Está cromada e inspirada en las chimeneas del
Normandie
. Fue una magnífica idea de Peter Müller- Munk (1935). Bebo y el agua tiene un ligero sabor salino.

Greenwich Village (Nueva York)

Después de que el pintor Antonio Murado nos enseñó su alto estudio de artista con vistas al río Hudson, nos monta en su espacioso Mercedes y nos lleva a Greenwich Village, o, como los nativos neoyorquinos conocen este lugar, The Village. Hasta muy avanzado el siglo XIX fue un pueblo. En él se refugiaron los habitantes de Manhattan durante la epidemia de fiebre amarilla del año 1822. Afortunadamente aún conserva ese aire campestre, lo que lo ha hecho ser un barrio habitado por artistas y escritores. Quizás su epicentro se encuentra en Washington Square, rodeada de las dependencias de la New York University. También tiene un cuidadísimo barrio gay (barrio de la
alegría
). Murado, que conduce el coche automático de color gris con la misma delicadeza con la que un caballero montaba su cabalgadura, aparca justo delante de la taberna del White Horse, en la 567 Hudson Street con la West II th. Street. La taberna hace esquina. Es el más viejo y más famoso bar literario del Greenwich Village. Fue abierto en el año 1880 como un bar para marineros. El establecimiento se sitúa en el bajo de una de las pocas casas de madera que aún se conservan en Manhattan. Ni siquiera fue cerrado durante la época de la prohibición. Rodeado de cristaleras, tiene dos pisos superiores con ventanas de guillotina. El bar está repleto de gente joven que, quizá, acudió hasta él en alguna de las motos que descansan ancladas bajo el gran rótulo publicitario del negocio. Por aquí pasaron Mailer, Ferlinghetti, Styron o Kerouac durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX. Luego cedió su primacía cultural al San Remo Bar, no muy lejos de aquí, en la 189 Bleecker Street con la Mac Dougal Street. Ahora se llama Carpo's Cafe y fue creado a comienzos de los años veinte. En los años cincuenta y sesenta fue refugio de la gente más dispar. No sólo pasaban por aquí Burroughs, John Cage, Corso, Pollock, Tennessee Williams o Gore Vidal, sino que estos escritores y artistas se mezclaban con burgueses, marineros, obreros, revolucionarios marxistas, homosexuales, drogadictos y turistas. Por el San Remo Bar también pasó Dylan Thomas, aunque fue en la White Horse donde se tomó las últimas y definitivas copas. Durante su estancia en Nueva York, el poeta galés convirtió este local en su verdadera casa. Pasaba noches enteras bebiendo en solitario hasta que, en una de ellas, en el año 1953, murió alcoholizado. Tenía treinta y ocho años de edad. La White Horse conserva el recuerdo del poeta en una habitación, en la parte izquierda del bar, donde hay objetos relacionados con el autor de
Bajo el bosque lácteo
: «Te han echado a puntapiés de una caverna oscura, / has saltado al relincho de la luz / y te has cavado la tumba en mi pecho». El 19 de octubre de 1953, Dylan Thomas había llegado a Nueva York para ofrecer varias lecturas y trabajar con Stravinsky. El 29 de ese mismo mes tuvo su última aparición pública. El 5 de noviembre sufrió una crisis etílica en el Chelsea Hotel y fue trasladado al hospital St. Vincent Caitlin, donde murió. En el hotel Chelsea hay la siguiente placa recordatoria de su paso, que dice lo siguiente:
«Dedicated to the memory of Dylan Thomas who lived and labored last here at the Chelsea hotel andfrom here sailed out to die. Presented by Caedmon Records in commemoration of his fiftieth birthday. October 27, 1964»
. El Chelsea tiene varias placas dedicadas a otros ilustres clientes como Arthur Miller, Arthur C. Clarke, Brenda Behan, Thomas Wolfe, etc. En estos tiempos es un hotel destartalado y yo diría que aún más exótico y peligroso que en otras épocas. La placa de Arthur Miller dice así:
«Arthur Miller, the noted author and playwright (Death of a salesman, The crucible, A view from the bridge, among other works), lived here from 1962 to 1968, during which time he wrote After the fall, Incident at Vichy and The erice. Presented by the Viking Press and Penguin Books. 20 november 1983»
.

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