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Authors: Gustave Flaubert

Tags: #Clásico, #Drama

Madame Bovary (30 page)

BOOK: Madame Bovary
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—¡Pero son los protestantes y no nosotros —exclamó el otro desazonado— quienes recomiendan la Biblia!

—¡No importa! —dijo Homais—, me extraña que, en nuestros días, en un siglo de luces, se obstinen todavía en proscribir un solaz intelectual que es inofensivo, moralizante a incluso higiénico a veces, ¿verdad, doctor?

—Sin duda —respondió el médico en tono indolente—, ya porque, pensando lo mismo, no quisiera ofender a nadie, o bien porque no pensara nada.

La conversación parecía terminada cuando el farmacéutico juzgó conveniente lanzar una nueva pulla.

—He conocido a sacerdotes que se vestían de paisano para ir a ver patalear a las bailarinas.

—¡Vamos! —dijo el cura.

—¡Ah!, ¡pues los he conocido!

Y separando las sílabas de su frase, Homais repitió:

—Los he co no ci do.

—¡Bueno!, iban por mal camino —dijo Bournisien resignado a oírlo todo.

—¡Caramba!, ¡y aun hacen muchos otros disparates! exclamó el boticario.

—¡Señor!… —replicó el eclesiástico con una mirada tan hosca, que el farmacéutico se sintió intimidado.

—Sólo quiero decir —replicó entonces en un tono menos brutal— que la tolerancia es el medio más seguro de atraer las almas a la religión.

—¡Es cierto!, ¡es cierto! —concedió el bueno del cura, sentándose de nuevo en su silla.

Pero no permaneció más que dos minutos. Después, cuando se marchó, el señor Homais le dijo al médico:

—¡Esto es lo que se llama una agarrada! ¡Lo he arrollado, ya ha visto usted, de qué manera!… En fin, créame, lleve a su señora al espectáculo, aunque sólo sea para hacer rabiar una vez en la vida a uno de esos cuervos, ¡caramba! Si hubiera quien me sustituyera, yo mismo les acompañaría. ¡Dese prisa! Lagardy no hará más que una función, está contratado para Inglaterra con una suma considerable. Según dicen, es un pájaro de cuenta, ¡está bañado en oro!; ¡lleva consigo a tres queridas y a un cocinero! Todos estos grandes artistas tiran la casa por la ventana; necesitan llevar una vida desvergonzada que excite un poco la imaginación. Pero mueren en el hospital porque no tuvieron el sentido de ahorrar cuando eran jóvenes. Bueno, ¡que aproveche; hasta mañana!

Esta idea del espectáculo germinó pronto en la cabeza de Bovary, pues inmediatamente se lo comunicó a su mujer, quien al principio la rechazó alegando el cansancio, el trastorno, el gasto; pero, excepcionalmente, Carlos no cedió pensando en que esta diversión iba a serle tan provechosa.

No veía ningún impedimento; su madre le había enviado trescientos francos con los cuales no contaba, las deudas pendientes no eran grandes, y el vencimiento de los pagarés al señor Lheureux estaba todavía tan lejos que no había que pensar en ello. Por otra parte, imaginando que ella tenía escrúpulos, Carlos insistió más; de manera que ella acabó, a fuerza de insistencia, por decidirse. Y al día siguiente, a las ocho, se embarcaron en «La Golondrina».

El boticario, a quien nada retenía en Yonville, pero que se creía obligado a no moverse de allí, suspiró al verles marchar.

—Bueno, ¡buen viaje! —les dijo—, ¡felices mortales!

Después, dirigiéndose a Emma, que llevaba un vestido de seda azul con cuatro faralaes:

—¡Está hermosa como un sol! Va a dar el golpe en Rouen.

La diligencia bajaba al hotel de la «Croix Rouge» en la plaza Beauvoisine. Era una de esas posadas que hay en los arrabales provincianos, con grandes caballerizas y pequeños cuartos para dormir, donde se ven en medio del patio gallinas picoteando la avena bajo los cabriolés llenos de barro de los viajantes de comercio; buenos viejos albergues, con balcón de madera carcomida, que crujen al viento en las noches de invierno, siempre llenos de gente, de barullo y de comida, con mesas negras embadurnadas de té o café con aguardiente, con gruesos cristales amarillos para las moscas, y servilletas húmedas manchadas de vino tinto, y que, oliendo siempre a pueblo, como gañanes vestidos de burgueses, tienen un café a la calle, y por la parte del campo, una huerta de verduras. Carlos se puso inmediatamente en movimiento. Confundió el proscenio con las galerías, el patio de butacas con los palcos; anduvo del acomodador al director, regresó a la posada, volvió al despacho, y varias veces así, recorrió la ciudad a todo lo largo, desde el teatro hasta el bulevar.

Madame Bovary compró un sombrero, unos guantes, un ramillete de flores. El doctor temía mucho perder el comienzo; y sin haber tenido tiempo de tomar un caldo, se presentaron a las puertas del teatro, que todavía estaban cerradas.

Capítulo XV

EL público esperaba a lo largo de la pared, colocado simétricamente entre unas barandillas. En la esquina de las calles vecinas, gigantescos carteles anunciaban en caracteres barrocos: Lucía de Lammermoor… Lagardy… Ópera…, etc. Hacía buen tiempo; tenían calor; el sudor corría entre los rizos, todo el mundo sacaba los pañuelos para secarse las frentes enrojecidas; y a veces un viento tibio, que soplaba del río, agitaba suavemente los rebordes de los toldos de cutí
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que colgaban a la puerta de los cafetines. Un poco más abajo, sin embargo, se notaba el frescor de una corriente de aire glacial que olía a sebo, a cuero y a aceite. Era la emanación de la calle de las Charrettes, llena de grandes almacenes negros donde hacen rodar barricas.

Por miedo a parecer ridícula, Emma quiso antes de entrar dar un paseo por el puerto, y Bovary, por prudencia, guardó los billetes en su mano en el bolsillo del pantalón, apretándola contra su vientre.

Ya en el vestíbulo Emma sintió latir fuertemente su corazón. Sonrió involuntariamente, por vanidad, viendo a la muchedumbre que se precipitaba a la derecha por otro corredor, mientras que ella subía a la escalera del entresuelo. Se divirtió como un niño empujando con su dedo las amplias puertas tapizadas; aspiró con todo su pecho el olor a polvo de los pasillos, y una vez sentada en su palco echó el busto hacia atrás con una desenvoltura de duquesa.

La sala empezaba a llenarse, la gente sacaba los gemelos de los estuches, y los abonados se saludaban de lejos. Venían a distraerse con las bellas artes de las preocupaciones del comercio; pero, sin olvidar los «negocios», seguían hablando de algodones, de alcohol de ochenta y cinco grados o de añil. Allí se veían cabezas de viejos, inexpresivas y pacíficas, y que, blanquecinas de cabellos y de cutis, parecían medallas de plata empañadas por un vapor de plomo. Los jóvenes elegantes se pavoneaban en el patio de butacas, luciendo en la abertura de su chaleco su corbata rosa o verde manzana; y Madame Bovary los contemplaba desde arriba apoyando sobre junquillos de empuñadura dorada la palma tensa de sus guantes amarillos.

Entretanto, se encendieron las luces de la orquesta; la lámpara bajó del techo derramando con la irradiación de sus luces una alegría repentina en la sala; después entraron los músicos unos detrás de otros, y hubo un prolongado guirigay de bajos que roncaban, violines que chirriaban, trompetas que sonaban, flautas y flautines que piaban. Pero se oyeron tres golpes en el escenario; comenzó un redoble de timbales, los instrumentos de cobre tocaron acordes simultáneos, y al levantarse el telón apareció un paisaje.

Era la encrucijada de un bosque, con una fuente a la izquierda, a la sombra de un roble. Campesinos y señores, con la manta al hombro, cantaban todos juntos una canción de caza; luego apareció un capitán que invocaba al ángel del mal elevando sus brazos al cielo; apareció otro; se fueron y los cazadores volvieron a empezar.

Emma volvía a encontrarse en las lecturas de su juventud, en pleno Walter Scott. Le parecía oír a través de la niebla el sonido de las gaitas escocesas que se extendía por los brezos. Por otra parte, como el recuerdo de la novela facilitaba la inteligencia del libreto, seguía la intriga frase a frase, mientras que los vagos pensamientos que volvían a su mente se dispersaban inmediatamente bajo las ráfagas de la música. Se dejaba mecer por las melodías y se sentía a sí misma vibrar con todo su ser como si los arcos de los violines se pasearan por sus nervios, no tenía bastantes ojos para contemplar los trajes, los decorados, los personajes los árboles pintados que temblaban cuando los actores caminaban, y las tocas de terciopelo, los abrigos, las espadas, todas eran imaginaciones que se agitaban en la armonía como en la atmósfera de otro mundo. Pero una joven se adelantó arrojando una bolsa a un gallardo escudero. Se quedó sola, y entonces se oyó una flauta que hacía como un murmullo de fuente o como gorjeo de pájaro. Lucía atacó con aire decidido su cavatina en sol mayor; se quejaba de amor, pedía alas. Emma, igualmente, hubiera querido huir de la vida, echándose a volar en un abrazo. De pronto apareció Edgar Lagardy.

Tenía una de esas palideces espléndidas que dan algo de la majestad de los mármoles a las razas ardientes del mediodía. Su recio busto estaba ceñido por un jubón de color pardo; un pequeño puñal cincelado golpeaba el muslo izquierdo, echaba unas miradas lánguidas a su alrededor descubriendo sus blancos dientes. Se decía que una princesa polaca, escuchándole una noche cantar en la playa de Biarritz, donde carenaba chalupas, se había enamorado de él. Se arruinó por él. La había dejado plantada allí por otras mujeres, y esta resonancia sentimental no hacía sino aumentar su fama artística. El fino comediante se preocupaba incluso de deslizar en los anuncios una frase poética sobre la fascinación de su persona y la sensibilidad de su alma. Una bella voz, un imperturbable aplomo, más temperamento que inteligencia y más énfasis que lirismo acababan de realzar aquella admirable naturaleza de charlatán, en la que había algo de barbero y de torero.

Desde la primera escena entusiasmó. Estrechaba a Lucía entre sus brazos, la dejaba, volvía a estrecharla, parecía desesperado: tenía arrebatos de cólera, después estertores elegiacos de una dulzura infinita, y de su garganta desnuda se escapaban las notas llenas de sollozos y de besos. Emma se inclinaba para verlo arañando con sus uñas el terciopelo de su palco. Se llenaba el corazón con aquellas lamentaciones melodiosas que se arrastraban en el acompañamiento de los contrabajos, como gritos de náufragos en el tumulto de una tempestad. Reconocía todas las embriagueces y todas las angustias de las que había estado a punto de morir. La voz de la cantante no le parecía sino el eco de su conciencia, y aquella ilusión que la encantaba, algo incluso de su propia vida. Pero nadie en la tierra la había amado con un amor semejante. Él no lloraba como Edgar la última noche, a la luz de la luna, cuando se decían: «Hasta mañana; hasta mañana…» La sala reventaba con los bravos; repitieron la strette
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entera. Los enamorados hablaban de las flores de su tumba, de juramentos, de exilio, de fatalidad, de esperanzas, y cuando se dijeron el adiós final, Emma lanzó un grito agudo que se confundió con la vibración de los últimos acordes.

—¿Por qué —preguntó Bovary— ese señor está persiguiéndola?

—Que no —respondió ella—; es su amante.

—Sin embargo, él jura vengarse de su familia, mientras que el otro, el que ha venido ahora, decía: «Amo a Lucía y me creo amado por ella». Por otra parte, él marchó con su padre, cogidos del brazo. ¿Porque es su padre, verdad, ese pequeño feo que lleva una pluma de gallo en su sombrero?

A pesar de las explicaciones de Emma, desde el dúo recitativo en el que Gilberto expone a su amo Ashton sus abominables maniobras, Carlos, al ver el falso anillo de prometida que ha de engañar a Lucía, creyó que era un recuerdo de amor enviado por Edgardo. Confesaba, por lo demás, no comprender la historia a causa de la música que no dejaba oír bien las palabras.

—¿Qué importa? —dijo Emma—; ¡cállate!

—Es que a mí me gusta enterarme —replicó él inclinándose sobre su hombro—, ya lo sabes.

—¡Cállate!, ¡cállate! —dijo ella impacientada.

Lucía se adelantaba, medio sostenida por sus compañeras, con una corona de azahar en el pelo, y más pálida que el raso blanco de su vestido. Emma pensaba en el día de su boda; y se volvía a ver allá, en medio de los trigos, en el pequeño sendero, cuando iba hacia la iglesia. ¿Por qué no había resistido y suplicado como ésta? Iba, por el contrario, contenta, sin darse cuenta del abismo en que se precipitaba… ¡Ah, sí!, en la frescura de su belleza, antes de las huellas del matrimonio y la desilusión del adulterio hubiera podido consagrar su vida a un gran corazón fuerte; entonces la virtud la ternura, las voluptuosidades y el deber se habrían confundido y jamás habría descendido de una tan alta felicidad. Pero aquella felicidad, sin duda, era una mentira imaginada por la desesperación de todo deseo. Ahora conocía la pequeñez de las pasiones que el arte exageraba. Esforzándose por desviar su pensamiento, Emma quería no ver en esta reproducción de sus dolores más que una fantasía plástica buena para distraer la vista, a incluso sonreía interiormente con una compasión desdeñosa cuando, en el fondo del teatro, bajo la puerta de terciopelo, apareció un hombre con una capa negra.

En un gesto que hizo cayó su gran chambergo español; y enseguida los instrumentos y los cantores entonaron el sexteto. Edgardo, centelleante de furia, dominaba a todos los demás con su voz clara. Ashton le lanzaba en notas graves provocaciones homicidas. Lucía dejaba escapar su aguda queja. Arturo modulaba aparte sonidos, medios, y el bajo profundo del ministro zumbaba como un órgano, deliciosamente. Todos coincidían en los gestos; y la cólera, la venganza, los celos, el terror, la misericordia y la estupefacción salían a la vez de sus bocas entreabiertas. El enamorado ultrajado blandía su espada desnuda; su gorguera de encaje se levantaba por sacudidas, según los movimientos de su pecho, a iba de derecha a izquierda, a grandes pasos, haciendo sonar contra las tablas las espuelas doradas de sus botas flexibles que se enganchaban en el tobillo. Tenía que haber, pensaba ella, un inagotable amor para derramarlo sobre la muchedumbre en tan amplios efluvios. Todas sus veleidades de denigración se desvanecían bajo la poesía del papel que la invadía, y arrastrada hacia el hombre por la ilusión del personaje trató de imaginarse su vida, aquella vida estrepitosa, extraordinaria, espléndida, que ella habría podido llevar, sin embargo, si el azar lo hubiera querido. Se habrían conocido, se habrían amado. Con él por todos los reinos de Europa, ella habría viajado de capital en capital, compartiendo sus fatigas y su orgullo, recogiendo las flores que le arrojaban, bordando ella misma sus trajes; después, cada noche, en el fondo de un palco, detrás de la reja con barrotes de oro, habría recogido, boquiabierta, las expansiones de aquella alma que no habría cantado más que para ella sola; desde la escena, al tiempo que representaba, la habría mirado. Pero se volvió loca; ¡él la miraba, estaba claro! Le entraron ganas de correr a sus brazos para refugiarse en su fuerza, como en la encarnación del amor mismo, y de decirle, de gritarle: «Ráptame, llévame, marchemos! ¡Para ti, para ti!, todos mis ardores y todos mis sueños».

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