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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (23 page)

BOOK: Malditos
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—Creo que por cada fecha bélica que nos obligan a memorizar en clase de Historia deberían hacernos aprender al menos dos datos increíbles. Como, por ejemplo, el número de personas que salvan los bomberos o cuánta gente ha pisado la superficie de la Luna. ¿Sabes lo peor de todo? Que no tengo ni idea de las respuestas a esas preguntas.

—Yo tampoco —reconoció Orión con una tierna sonrisa.

—¡Y deberíamos saberlo! ¡Somos estadounidenses!

—Bueno, oficialmente yo soy de Canadá.

—¡Al ladito mismo! —exclamó Helena ondeando con entusiasmo la mano—. Lo que quiero decir es que, teniendo en cuenta las cosas tan fantásticas que la gente es capaz de hacer, ¿por qué fijarnos solo en la guerra? Los humanos deberíamos ser mejores que eso.

—Pero tú no eres humana, al menos no del todo humana. De hecho, tienes un aire bastante divino —comentó con tono adulador.

De repente, Helena oyó un chirrido resonante y, acto seguido, un destello de luz brillante captó toda su atención. Orión había desenvainado una de sus muchas dagas y espadas que llevaba escondidas bajo la ropa. El joven la empujó detrás de él y le clavó los dedos en la cadera, impidiéndole así que intentara hacer algo estúpido, como dar un salto o moverse bruscamente.

—Acércate y enfréntate a mí —retó Orión a su adversario. Su voz sonó tranquila, glacial, como si hubiera estado esperando que eso sucediera.

Helena se decepcionó al verse tan desamparada sin sus rayos y decidió que aprendería a combatir como una mortal en cuanto regresara al mundo real. Si es que lograba volver, por supuesto.

Una carcajada retumbó en aquel extraño bosque de huesos y una cancioncilla evocadora e inquietante llegó hasta sus oídos.

—¡Oh, el diosecillo grandullón! ¡Más grande que los demás, como el cazador que lleva su nombre! ¿Quieres luchar conmigo, estúpido Cazador del Cielo? ¡Sé prudente! Yo inventé la guerra. Criaturitas, la inventé yo.

Pero no, el Cazador del Cielo me desoirá. ¡Combatirá! ¡Y perseguirá para siempre a su amada por las noches! ¡Cautivado por su belleza, belleza, belleza!

La voz cantarina se transformó en una serie de carcajadas infantiles tan espeluznantes que a Helena le empezaron a castañear los dientes.

Mientras Orión daba vueltas sin bajar la guardia, ella vislumbró una figura desgarbada que se abría camino entre el cementerio de gigantes de hielo. Se trataba de una criatura escuálida que avanzaba casi desnuda y tenía el torso cubierto de unas florituras azules. De lejos, podía confundirse con un hombre salvaje sacado de la Edad de Piedra.

—Tan parecida a mi hermana, a mi amante. ¡Tan parecida al Rostro! ¡El rostro que amé y que tanta sangre, sangre, sangre derramó! ¡Más, más! ¡Quiero volver a jugar al juego con los bonitos diosecillos! —canturreó.

Sin dejar de reírse tontamente, la bestia se acercó a Orión, tendiéndole así una trampa para dejar a Helena desprotegida, pero el joven no mordió el anzuelo.

A medida que el hombre de la caverna se aproximaba, Helena pudo verlo con más claridad. Horrorizada, se escondió tras la espalda de Orión. Aquel salvaje tenía los ojos saltones y grises, y su cabello estaba enmarañado en decenas de rastas que debían ser de color rubio platino o incluso blancas antes de colorearlas de tinte azul y sangre coagulada. A Helena le daba la sensación de que la sangre brotaba a borbotones por cada poro de su piel.

Le corría sangre por la nariz, los oídos, incluso por el cuero cabelludo como si el cerebro podrido perdiera sangre por cualquier agujero hábil.

En una mano empuñaba una espada con el filo carcomido y oxidado.

Cuando Orión interceptó un amago del desconocido, Helena se dio media vuelta y distinguió el tufillo que desprendía el hombre salvaje. Al inspirar aquel hedor necrótico, se le revolvieron las tripas. Olía a una mezcla de sudor agrio y carne podrida.

—Ares —murmuró Orión a oído de Helena cuando el dios empezó a dar saltitos de alegría para esconderse entre los huesos—. No te asustes, Helena. Es un cobarde.

—¡Está como una cabra! —susurró ella con voz histérica—. ¡Está loco de remate!

—La mayoría de los dioses han perdido la chaveta, aunque tengo entendido que Ares es, de lejos, el que peor está —dijo Orión con una sonrisa reconfortante—. No temas. No permitiré que se acerque a ti.

—¿Hum, Orión? Si Ares es un dios, ¿no puede aplastarte como a un gusano? —preguntó lo más sutilmente que pudo.

—Nuestros poderes quedan anulados cuando bajamos aquí, así que ¿por qué debería él tener sus talentos divinos? —dijo con los hombros encogidos—. Y es él quien huye de nosotros, lo cual acostumbra a ser una buena señal.

Orión tenía razón, pero aun así, Helena no se quedó tranquila. Todavía podía oír al lunático dios tarareando mientras trotaba en la distancia. A decir verdad, no parecía tenerles mucho miedo.

—¡Eh, tú, diosecillo! ¿Escondiéndote de los demás? —preguntó de repente Ares, a varios metros de distancia—. ¡Qué inoportuno! ¡Justo cuando espero que estéis los tres para empezar mi juego preferido! Pronto, pronto.

De momento, iré cogiendo sitio. Veré cómo jugueteáis con la mascota de mi tío. ¡Aquí viene!

—¿Con quién está hablando? —musitó Orión.

—Ni idea, pero no creo que se dirija a nosotros. ¿Quizá esté teniendo alucinaciones? —propuso.

—Quizá no. Antes, me pareció ver… La frase de Orión se vio silenciada por un tremendo alarido que ensordeció el bosque de esqueletos. Era un aullido tan profundo y grave que Helena lo notó vibrar en el pecho. Un segundo bramido, seguido por un tercero, tronó entre los huesos, pero esta vez más cerca. Helena se quedó petrificada, como un conejito de Indias en la nieve.

—Cerbero —anunció Orión con voz rasgada. Tras recuperarse de la conmoción, exclamó—: ¡Muévete!

Cogió a Helena por el brazo y tirando de ella consiguió despertarla de aquel espeluznante
shock
. Los dos corrieron para salvar sus vidas mientras las carcajadas socarronas de Ares tintineaban en sus oídos.

Saltaban y brincaban por encima de los huesos quebradizos tratando de dejar atrás los horrendos aullidos. Orión la guiaba entre los esqueletos, buscando un camino que no los condujera a un callejón sin salida. Por suerte, los huesos iban empequeñeciéndose a medida que zigzagueaban por el bosque.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó jadeando.

Orión giró la muñeca por debajo de la manga de su chaqueta para mostrarle el brazalete dorado.

—La rama brilla cuando estoy cerca de un portal —respondió.

Helena echó un fugaz vistazo a la muñeca de Orión. No brillaba, ni siquiera un poquito. Los alaridos del cancerbero de tres cabezas de Hades se aproximaban a pasos agigantados.

—Helena. Tienes que despertarte —ordenó Orión en tono grave.

—No pienso irme a ningún sitio.

—¡No es una sugerencia! —chilló enfadado—. ¡Despiértate!

La joven negó con la cabeza con tesón. Orión agarró a Helena por el brazo con fuerza y la obligó a detenerse.

—Despiértate. Ya.

—No —respondió Helena desafiándole con la mirada—. Nos iremos juntos o no me iré.

Otro aullido atronador hizo temblar el suelo. Al girarse, ambos vieron a Cerbero a una distancia de un campo de fútbol, brincando entre los armazones fosilizados.

A Helena se le hizo un nudo en la garganta al ver aquel monstruoso animal. No sabía qué aspecto tendría, quizás se parecería a un pitbull o a un mastín con la cabeza de un dóberman. El hecho de no reconocer una raza de perro podría haber sido un consuelo, pero no fue así. Helena debería haberse imaginado que ninguna de esas razas de perro, más conocidas y mansas, podían existir siglos atrás, cuando esta vino al mundo.

Cerbero era un lobo. Un lobo de tres cabezas que medía unos seis metros de altura. Le caían hilos de baba de la mandíbula y no tenía un cromosoma dócil, por no decir domesticado, en todo su cuerpo. Una de las descomunales cabezas se giró hacia Helena y, acto seguido, la criatura puso los ojos en blanco. Las otras dos cabezas apuntaban directamente a Orión. De repente, el pelaje de la espalda se le erizó y el animal agachó las tres cabezas con gesto amenazador. Tras dar dos pasos, un gruñido retumbó en las tres gargantas.

—¡¡EEEYAYAYA!!

Un grito desgarrador rompió la mortífera concentración de Cerbero y, acto seguido, se produjo una lluvia de trozos de hueso que machacó la cabeza izquierda de la bestia.

De inmediato, las tres cabezas reaccionaron. Cerbero se dio media vuelta y salió disparado hacia el misterioso llanto, abandonando así a Helena y Orión. La joven se moría por ver quién les había salvado la vida, pero lo único que logró avistar fue una sombra que se movía entre los pedazos de hueso.

—¡Va, va! —instó Orión con tono optimista sujetando a Helena.

Tomó la mano de Helena con fuerza y arrancó a correr hacia un muro de piedra que se alzaba en la distancia. Helena opuso resistencia.

—¡Tenemos que volver! No podemos irnos…

—¡No eches a perder un acto heroico con un equivocado acto de valentía! —voceó Orión tirando de ella—. No intentes ser mejor que los demás.

—No estoy intentando… —protestó Helena.

Pero otra serie de ladridos y gruñidos de Cerbero le hicieron cambiar de opinión. Por lo visto, el cancerbero ya se había zampado al héroe y ahora volvía a seguirles el rastro. Era el momento de cerrar el pico y echar a correr.

Helena y Orión salieron disparados sin orden ni concierto hacia la pared sin soltarse de la mano. Estaban agotados. Ella había perdido la cuenta de las horas que llevaba en el Submundo y de los kilómetros que habían avanzado en ese incalculable periodo de tiempo. Tenía la boca tan reseca que le escocían las encías y notaba los pies hinchados y amoratados dentro de aquellas botas de plástico. Orión resollaba de dolor, como si el aire que respiraba fuera de papel de lija que le rasgara los pulmones.

Al desviar la mirada hacia la mano de Orión, Helena se dio cuenta de que aquel brazalete que rodeaba su muñeca empezaba a emitir un tenue resplandor. A medida que se acercaban al muro de piedra, el halo dorado de la rama fue creciendo en intensidad hasta envolver su cuerpo con un nimbo de luz áurea. Helena apartó la vista del cuerpo iluminado de Orión y, justo al frente, descubrió una grieta incandescente entre las oscuras piedras que conformaban el muro.

—¡No tengas miedo! Pero no pares —chilló mientras trotaban hacia la pared.

Helena oía las pesadas zancadas de la criatura, avanzando peligrosamente hacia ellos, acortando la distancia. El suelo empezó a vibrar y el aire se tornó más caluroso y húmedo cuando la joven notó el aliento de Cerbero en el cuello.

Las piedras no se separaban. No se movían ni un ápice para que Helena y Orión pudieran atravesar el muro. Sin soltarse de la mano de Orión, Helena corrió hacia delante sin vacilar.

Ambos saltaron hacia la sólida pared y las piedras parecieron absorberlos.

Descendieron en picado por un vacío absoluto y, de repente, se derrumbaron sobre lo que parecía otro muro. Helena notó cómo algo crujía cuando se golpeó la sien con aquella superficie tan dura. Incapaz de recobrar el aliento, esperó a que su cuerpo se deslizara por la pared hasta topar con el suelo, pero no se movió nada. Tardó unos instantes en percatarse de que, en realidad, ya estaba sobre el suelo. La joven yacía sobre una superficie helada, en un lugar gélido y muy oscuro.

—¿Helena? —la llamó Orión, preocupado.

La voz rompió el silencio que reinaba en aquel laberinto de pasadizos y retumbó en cada rincón.

Ella trató de responderle, pero lo único que fue capaz de articular fue un resuello. Cuando intentó alzar la cabeza notó un pinchazo en el estómago.

Hacía horas que no ingería un gramo de comida.

—Oh, no —oyó decir a Orión mientras avanzaba con dificultad entre las sombras. Helena percibió un chasquido y, acto seguido, se encendió una llama anaranjada que iluminó el lugar. La joven tuvo que cerrar los ojos o, de lo contrario, vomitaría—. Oh, Helena, tu cabeza…

—Tengo… frío —gruñó.

Y así era. Hacía más frío en aquel desconocido lugar que en su habitación.

Estaba congelada y apenas podía moverse. Consiguió doblar los dedos, aunque, por alguna razón que desconocía, los brazos no le respondían.

—Lo sé, Helena; lo sé.

Orión iba de un lado a otro, histérico, pero, aun así, conservaba un tono calmado, como si intentara serenar a un niño o a un animal lastimado.

—Te has dado un buen golpe en la cabeza y seguimos en el portal, ni aquí ni allí. No podrás curarte a menos que te mueva, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —lloriqueó.

Helena estaba empezando a alterarse. Tampoco le respondían las piernas.

Sintió las manos de Orión bajo su débil cuerpo. El joven respiró hondo, cogió fuerzas y levantó a Helena, quien, de inmediato, sintió un dolor indescriptible desde la sien hasta los pies.

Orión no dejaba de murmurarle palabras tranquilizadoras mientras la trasladaba de aquel gélido agujero a un rincón un poco más cálido, aunque Helena no tenía idea de qué le estaba diciendo. Estaba demasiado ocupada en intentar no vomitar. Sentía que el mundo se había volcado y todo a su alrededor daba vueltas y más vueltas. Lo único que deseaba era que Orión dejara de caminar. Cada paso era un golpe de martillo en su cabeza. Por fin, él se agachó, sosteniéndola entre el pecho y el regazo, y encendió otra vez el mechero.

Prendió una vela y, a pesar de seguir con los ojos cerrados, Helena percibió el brillo cálido y agradable de la llama. Notó cómo Orión le peinaba el cabello, apartándolo de la sien, e hizo todo lo posible por arroparla con su chaqueta. Tras unos instantes, Helena empezó a sentirse un poco mejor.

—¿Por qué estoy tan enferma? —preguntó con voz más firme.

—¿Nunca has sufrido una conmoción cerebral? —respondió con una expresión casi divertida. Tras un estrecho y breve abrazo, añadió—: No pasa nada. Ahora que estamos lejos del portal no tardarás en recuperarte.

En esta parte de la cueva puedes utilizar tus poderes vástagos, así que estarás perfecta en un periquete.

—Bien —susurró Helena, que confiaba directamente en Orión.

Si estaba tan seguro de que se pondría bien enseguida, entonces no había de qué preocuparse. Pasados unos segundos, Helena había recuperado casi toda su fuerza y, aún entre sus brazos, se relajó. Y justo entonces, sintió que los músculos de Orión se agarrotaban.

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