Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
El rechazo social a la masturbación y la hipocresía sobre su práctica son tan antiguos como los insultos y los términos ofensivos que la describen. Y no sólo en la cultura judeocristiana, ¿eh?: la mayoría de las culturas y religiones disponen de una refinada batería de amenazas destinada a lograr que los hombres no se masturben o que, al menos, no lo digan. Y dado que en la mayoría de esas culturas son los propios hombres los que han establecido las reglas y normas sociales, no es desatinado pensar que hay un interés intrínsecamente masculino en el secretismo que rodea la masturbación. Veamos por qué.
Si un hombre da a conocer su patrón de masturbación, no sólo su compañera —de tenerla— tendría claras ventajas sobre él y sus planes sino, lo que es más grave,
otros hombres también.
Esto quiere decir, por ejemplo, que si nuestro hombre aumenta repentinamente el número de sus masturbaciones
y otros lo saben,
también sabrán que está previendo una infidelidad ¡y que podría ser con cualquiera de sus compañeras! ¡Aaaamigo, y eso sí que no!
Pero hay más: aunque nos parezca una aberración insoportable, la hipocresía se activa por este mismo motivo, de tal manera que podríamos decir que, más que aberración, la hipocresía es un mecanismo de defensa. Pero vamos a ver si consigo explicarlo bien, que esto de ponerse en cabeza masculina conlleva serias y arriesgadas dificultades, ustedes ya me entienden.
Bueno. La masturbación es una táctica que permite al hombre afrontar con ventaja la carrera hacia el éxito reproductor a través de la competencia espermática, ya que, si se planifica bien, podrá presentarse a las guerras de espermatozoides bien armado. Por tanto, un varón obtendrá máximos beneficios si se masturba pero, sobre todo,
si disuade a otros hombres de hacerlo.
En este sentido, la crítica o la discriminación a quien se masturba (aunque quienes critiquen también lo hagan) es una estrategia en sí misma, pues con ella se intenta eliminar competidores.
¿El resultado? Fácil: quien disponga de un ejército joven y vigoroso tendrá más éxito reproductor que quien disponga de uno que pide naftalina a gritos. Y no hay que olvidar el aspecto erótico, tan importante en la reproducción: un hombre que se masturba sin temor al castigo eclesiástico seguro que tiene una sexualidad más gozosa, y quien tiene una sexualidad gozosa contará con las preferencias de la dama candidata a ser inseminada, porque no hay que ser Cicciolina para saber que es mejor un tío que te deja pegada al techo que un sieso puritano, por muy decente que sea.
Pues, mis niñas, esta es la explicación que está dando la biosocio- antropología a la masturbación masculina. A mí me resulta convincente, pero ya saben lo que pasa con los descubrimientos científicos: que se convierten en mitología a poco que pestañees. Aunque si el asunto les interesa y quieren saber algo más, lo mejor es hacer investigación propia: actualmente se venden unas minicámaras fácilmente instalables en el baño, a precios baratííísimos y que no se notan nada nada.
El «acentor común», una variedad de pájaro pequeño, tiene fama de ser el arquetipo de la monogamia. Bien. El biólogo Robin Baker cuenta que, en cierta ocasión, pudo observar a una pareja de «acentores» picoteando trocitos de comida, de aquí para allá, en una zona de césped. Cuando llegaron a un arbusto, el macho se fue hacia un lado y la hembra hacia otro pero,
pero,
en cuanto el arbusto la ocultó totalmente de su compañero, la hembra voló hacia una zona de vegetación espesa y allí copuló con un macho que la esperaba escondido. Con la misma velocidad con la que había ocurrido todo, volvió «volando» a la zona donde su compañero podía verla y, no es broma, se puso a silbar como si no hubiera pasado nada.
Las condiciones ambientales y culturales que envuelven la práctica del sexo «hacen» evolución, a pesar de los riesgos que normalmente conllevan. Pero, frente a los desarrollados y conscientes hombres, el resto de los machos disponen de una ventaja: ninguna hembra acusará nunca a su compañero sexual de fornicar demasiado rápido.
Que no salga de Europa, por favor, que lo que les voy a contar pertenece a la hermandad femenina y me puede caer un coscorrón por deslenguada. Pero verán: en la sexualidad masculina hay dos nudos que, de puro divertidos, han facilitado la liberación femenina, a saber: 1) el tamaño del pene de nuestros hombres; y 2) la eyaculación precoz.
Del primero, la mayoría de las mujeres «hétero» —yo la primera, las cosas como son— nos hemos reído hasta dolernos las mandíbulas. Básicamente porque, en contra de lo que ellos creen, no hay rencor sino todo lo contrario: ganas de mejorar la vida banalizando
un complejo masculino
muy tonto. «Dos de cada tres hombres creen que tienen el pene pequeño... y uno no lo confiesa», dicen las estadísticas. En plena batalla contra el falo y sus derivaciones socio-político-religiosas, díganme: ¿cómo íbamos a desaprovechar tan tronchante ocasión? Bien.
A la «eyaculación precoz», sin embargo, es mucho más difícil tomarle el pelo porque la han convertido en enfermedad, y está feo hacer risas en público sobre un «enfermo», así que nos reímos cuando no hay hombres delante.
¡Fuertes brujas!,
me
estarán ustedes pensando ya. Pero no — estoy convencida— y me explico.
Muchos (muchos) hombres se preguntan en soledad, pobrecitos míos, si la duración de su potencia eréctil «será suficiente», y muchos (muchos) temen los encuentros sexuales — incluso con sus compañeras habituales— porque creen «que se van» demasiado rápido y que «no cumplen» satisfactoriamente. Efectivamente, la duración de su potencia eréctil suele ser insuficiente, se van demasiado rápido y no cumplen. Esta vez, sin embargo, no es un complejo lo que nos da pie para la risa y el cotilleo, sino la constatación de una realidad. Una realidad que, como la misma medicina dice, la mayoría de las veces no tiene orígenes orgánicos, luego no es enfermedad.
Entonces, ¿qué es lo que hemos visto las mujeres que nos impide dramatizar la eyaculación precoz?
Pues mis niñas y mis niños, La Naturaleza y, en concreto, la naturaleza del sexo reproductivo. Porque —aféenme si no es verdad—, a poco que observemos, se da una cuenta de que la urgencia fornicadora y la rapidez en la inseminación son factores crucialmente ineludibles para la reproducción masculina. «La vida», en los animales, es el conjunto de oportunidades reproductivas aprovechadas (como muestra el ejemplo zoológico de arriba), y lo demás son constructos alucinados de la conciencia humana.
Pero ocurre que aquí, Houston, tenemos un «evolutivo» problema: las mujeres necesitamos un tiempo erótico-sexual y una atención mayor que el de los hombres para que el sexo ¡y el amante! sean objeto de cariño y de deseo perdurable.
Y vale que la erótica masculina padezca de «urgencia»; vale que ellos «son» rápidos porque su esperma les obliga y blablablá; vale que la potente y abundante energía cósmica les haya pasado de largo, vaya por dios; incluso vale que,
a veces
, el polvete rápido también tiene morbo para las mujeres porque, a menor cortejo, mayor deseo y eso es muy rico y tal... ¡¡Pero es que todos se duermen después del primero!! ¡Y cuando resucitan de su sobada, en lugar de atendernos, ponen cara de eyaculadores precoces porque saben que nadie se enfada o se burla de «un enfermito»!! ¡Ni hablar! En estos casos, todas sabemos que la «eyaculación precoz» es en realidad, y sin compasiones biologicistas, una mezcla de mala educación, egoísmo narcótico y eyaculación única que hay que sacudirse de encima. Y, con sinceridad, díganme: en plena batalla contra el falo y sus derivaciones socio-político-religiosas, ¿ustedes hubieran desaprovechado la ocasión?.
Las babuinas son monas que colorean tanto su rostro y su cuerpo para anunciar el periodo de ovulación, que ningún caso interesó y dejó más perplejo a Darwin. «Me parece probable», escribió Charles, «que esos colores brillantes, ya aparezcan en el rostro, en los cuartos traseros o en ambos, como en el caso del mandril, sirvan como ornamento y atracción sexual».
Sin embargo, las primates actuales —nosotras— no conservamos hinchazones corporales, coloraciones ni signos de disponibilidad reproductiva. La biología moderna sostiene que nuestras antepasadas directas eliminaron estas señales para evitar a los machos plastas cuyo único interés residía en aparearse, escaqueando los vínculos emocionales de pareja o paternidad.
Es evidente que nuestros cuerpos ya no «avisan» del estro. Pero es muy probable que, psicológicamente, sigamos necesitando de algunas señales porque, si no es así, ¿qué sentido tiene que las mujeres admitamos, casi siempre a petición de nuestros hombres, lucir lencería y cuero?
Lynn Margulis es, si se me permite la vehemencia, la figura más eminente de la biología contemporánea. Su elegantísima teoría sobre La Vida, expuesta en varios libros imprescindibles, ha dejado boquiabierta a la comunidad científica por su fina intuición científica y por su brillantez expositiva pero, sobre todo, por su incontestable visión holística. Y dado que —confieso— no consigo entender ni moco de las motivaciones profundas del asunto este del cuero (¿seré ya
demasiado
moderna?), me remito —les remito— a lo que piensa tan
evolucionadora
mujer.
Lynn dice que «la gente puede iniciar la vida como bebés vulnerables pero, después de haber pasado por la pubertad, el joven adulto surge más bestial, más física y quizá también más mentalmente parecido a un mono. El adolescente pierde el contacto con lo que quizá sea más humano: su desnudez, su apertura infantil, su inocencia expuesta. El vello púbico y del sobaco acercan más al joven a la apariencia física de los mamíferos salvajes; sucede con frecuencia que la aparición de un nuevo interés por la moda en el vestir, por aparecer sexualmente más deseable, coincide con la tímida entrada del ser humano en la edad adulta».
Pero ¿cómo se produce el desplazamiento de las señales del estro (tan físicas ellas), al
gusto
(tan psíquico él) por el maquillaje, el tinte o el «guonderbrá»?
Lynn dice que «la pérdida del estro se vio transportada desde el cuerpo a la mente, desde la fisiología de las mujeres que entraban cíclicamente en celo, a la conciencia de las mujeres que elegían cuándo querían estar más atractivas». Y que, de hecho, «existe una extraña similitud entre la hinchazón y los brillantes colores de las partes inferiores de las monas con estro, y los ajustados pantalones de color rosado de una prostituta callejera, que mantiene el trasero ligeramente levantado, no de modo momentáneo, como hace la hembra del chimpancé para inducir al macho a montarla, sino durante toda la noche, gracias a su ajustado pantalón de cuero».
¡Ajá! ¡Y aquí quería yo llegar!: el encaje y el cuero. ¿Qué tienen que ver con nuestra sexualidad ancestral? ¿Cómo aparece el fetichismo? ¿Por qué estos materiales y no otros?
Lynn dice que la mejor explicación del fetichismo es un mal funcionamiento psicológico en el desarrollo de los niños que no han estado debidamente expuestos al «objetivo» sexual evolutivo, esto es, a la visión de los genitales de la mujer. Glen Wilson, psicólogo familiarizado con el comportamiento animal, apoya la tesis: «Si no se ven las partes pudendas de la mujer, los niños no pueden fijar la impronta sexual natural y la sustituyen por artificios como los zapatos de tacón alto (fácilmente visibles desde el nivel de visión de un niño), por la ropa interior o por el material húmedo, brillante o con pelo (reminiscentes del pubis de una mujer)».
En relación a esto último, Lynn explica la atracción por el cuero: «En las sociedades ganaderas bebedoras de leche, los niños habrían visto, tocado y olido el cuero con mucha frecuencia. El ganado ha formado parte del desarrollo de nuestra especie. (...) El gusto generalizado por los objetos de cuero no se diferencia tanto de la fetichización del cuero en una relación sexual dominante/sumisa. En ambos casos hay algo ligeramente bestial, como si nuestra larga relación con las vacas nos hubiera infectado con su imagen».
En realidad, pues, y en ausencia de una verdadera imagen de la mujer/madre, el fetichismo humano por el cuero, según Lynn, puede terminar resultando útil porque, agárrenseme, «solidifica los lazos humanos con el ganado, en aquellas sociedades ganaderas que se alimentan de los productos del ganado, como la leche, la mantequilla, el queso y la carne».
Sigo sin poderlo entender. Pero lo dice Lynn.
Es primavera: los pajarillos cantan y las nubes se levantan. En las vegetaciones bajas de prados y jardines se detecta una incesante actividad. Una de las familias de insectos más evolucionadas y complejas, desde el punto de vista del comportamiento, planifica su supervivencia.
Organizada en sociedades con estricta división en clases, produce individuos diferentes especializados en funciones diversas: las reinas, para reproducirse; las obreras, hembras estériles, para llevar a cabo las labores de mantenimiento del grupo; y los zánganos, para fecundar los huevos.
Sin embargo, los machos no son «necesariamente necesarios» en la reproducción sexual: muchas, muchas especies de insectos, reptiles, peces, plantas, y hasta mamíferos, les han eliminado, convirtiéndose en partenogenéticas, esto es, en especies compuestas sólo por hembras.
Me llamarán mala persona, lo sé, pero ¿a que ustedes ya se están preguntando lo mismo?: ¿Son realmente necesarios los hombres?
La palabra zángano tiene otra entrada en el diccionario, que ha aportado alegría a la batalla entre los sexos: «Hombre holgazán que se sustenta con el sudor y trabajo ajenos». La de veces que hemos podido utilizarla pero, las cosas como son, no es del todo justo. Más bien al contrario, lo que ocurre es que, al igual que los machos de abejas, avispas y hormigas, los hombres tienen funciones tan, tan específicas y reducidas que si la evolución les eliminara no se notaría nada pero, mientras existen, el esfuerzo vital de las hembras es mucho más llevadero.
La vida es femenina. La aparición, continuidad o metamorfosis de los organismos vivos complejos depende, primordial e indisociablemente, del género femenino, de sus órganos preparados para la reproducción. El género masculino es, digamos, una especialización, que no fue necesaria hasta que apareció el sexo meiótico como forma de generar individuos con genes procedentes de más de un progenitor.