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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (15 page)

BOOK: Marte Verde
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El transbordador continuo era extraño. Debido a sus frecuentes aerofrenados en las atmósferas de la Tierra, Venus y Marte, en la forma que recordaba a un tiburón martillo. El anillo de habitaciones rotatorias estaba situado en la parte trasera de la nave, justo delante de los motores de propulsión y las plataformas de atraque. El anillo giraba, y uno caminaba con la cabeza hacia la línea central de la nave y los pies apuntando hacia las estrellas bajo el suelo.

A la semana de viaje, Art decidió darle otra oportunidad a la ingravidez, porque el anillo no tenía ventanas. Fue hasta una de las cámaras de tránsito a las zonas no rotatorias de la nave. Estaban en un estrecho anillo que se movía con la g del anillo, pero podía reducir la velocidad hasta igualarla con la del resto de la nave.

Las cámaras parecían las cabinas de un ascensor y tenían dos puertas. Cuando uno entraba y pulsaba el botón apropiado, iba reduciendo el número de rotaciones hasta detenerse por completo, y la puerta del otro extremo se abría y daba acceso al resto de la nave.

Art lo intentó. A medida que la cabina reducía la velocidad, él perdía peso y crecía la convulsión de su estómago. Cuando la puerta del otro extremo se abrió, sudaba copiosamente y sin saber cómo acababa de salir disparado hacia el techo. Se lastimó la muñeca al intentar protegerse la cabeza. El dolor se batía con la náusea, y ésta empezaba a prevalecer. Tuvo que hacer un par de carambolas para llegar al panel de control y apretar el botón. La sala volvió a ponerse en movimiento. Cuando la puerta se cerró, él descendió suavemente hasta el suelo, y un minuto después había regresado a la gravedad marciana y la puerta por la que había entrado se abría. Salió rebotando con gratitud, sin otra secuela que el dolor de la muñeca. La náusea era infinitamente más desagradable que el dolor, reflexionó. Más que ciertos niveles de dolor al menos. Tendría que conformarse con ver el paisaje exterior a través de los monitores.

Pero no estaba solo. La mayoría de los pasajeros y toda la tripulación pasaban casi todo el tiempo en el anillo de gravedad, que por consiguiente estaba bastante concurrido, como si en un hotel completo los huéspedes estuvieran siempre en el restaurante y el bar. Art había leído informes sobre los transbordadores continuos que los pintaban como Montecarlos volantes, con residentes permanentes ricos y aburridos. Una popular serie de cable estaba ambientada en un transbordador. La nave de Art, el Ganesh, no era así, desde luego. Era evidente que llevaba bastantes años dando vueltas por el sistema solar interior, y siempre al máximo de su capacidad: los interiores estaban algo destartalados, y si uno salía del anillo de gravedad el espacio parecía muy reducido, mucho más de lo que se esperaba después de ver los vídeos históricos sobre el
Ares
. Pero los Primeros Cien habían vivido en un espacio cinco veces mayor que el del anillo de g del
Ganesh
, y éste transitaba quinientos pasajeros.

Por fortuna, el vuelo sólo duraba tres meses. Así que Art se acomodó lo mejor que pudo y vio mucha televisión, sobre todo documentales sobre Marte. Comía en un comedor que pretendía parecerse al de los grandes transatlánticos de los años veinte del siglo anterior, y jugaba alguna vez en el casino, a imitación de los Casinos de Las Vegas de los años setenta. Pero sobre todo dormía y miraba la televisión, y las dos actividades se fundían de tal modo que soñaba muy lúcidamente con Marte y los documentales adquirían una lógica surreal. Vio la famosa grabación del debate Russell-Clayborne, y esa noche soñó que discutía infructuosamente con Ann Clayborne, quien, como en los vídeos, se parecía a la mujer del granjero de
American Gothic
, solo que más demacrada y severa. Hubo otra película, grabada desde un avión teledirigido, que lo impresionó: el avión se había lanzado en picado desde el borde de uno de los gigantescos acantilados de Marineris y había descendido durante casi un minuto antes de enderezarse en un vuelo rasante sobre la roca y el hielo revueltos del suelo del cañón. Durante las semanas que siguieron, Art tuvo el mismo sueño recurrente: él era quien caía, y se despertaba justo antes del impacto. Al parecer algunas partes de su inconsciente consideraban la decisión de ir a Marte como un error. Ignoró estos pensamientos, comió con regularidad y practicó la marcha. Estaba en un compás de espera. Equivocado o no, se había comprometido.

Fort le había dado un código de transmisión e instrucciones de informarle regularmente, pero en tránsito no había gran cosa de la que informar. Obediente, enviaba un informe mensual, siempre el mismo:
En camino. Sin novedad.
Nunca hubo respuesta.

Y entonces Marte creció como una naranja arrojada contra las pantallas de televisión, y poco después volvieron a aplastarse contra los sillones de gravedad a causa de un aerofrenado extremadamente violento. Luego se aplastaron contra los sillones del ferry. Art pasó por estas abrumadoras deceleraciones como un veterano, y después de una semana en órbita, todavía rotando, atracaron en Nuevo Clarke. Nuevo Clarke tenía una gravedad muy reducida, que apenas mantenía a la gente con los pies en el suelo. El mareo espacial de Art regresó. Y todavía tenía que esperar dos días antes de tomar el ascensor.

Las cabinas del ascensor parecían hoteles altos y estilizados, y trasportaban su apretujada carga humana hacia el planeta durante cinco días, sin una gravedad de la que pudiera hablar hasta las dos últimas jornadas, cuando se hizo cada vez más fuerte. La cabina redujo su velocidad y entró suavemente en la instalación conocida como el Enchufe, al oeste de Sheffield, sobre el Monte Pavonis, y la gravedad se convirtió en algo parecido a la del anillo del
Ganesh
. Pero una semana de mareo espacial había dejado a Art destrozado, y cuando la puerta de la cabina se abrió y los guiaron hasta algo muy parecido a una terminal de aeropuerto, descubrió que apenas se tenía en pie. Le sorprendía lo mucho que la náusea le quitaba a uno el deseo de vivir. Habían pasado cuatro meses desde que recibiera el fax de William Fort.

El viaje desde el Enchufe a la ciudad de Sheffield propiamente dicha se hacía en metro, pero Art se encontraba en un estado tan deplorable que habría sido incapaz de disfrutar del paisaje si lo hubiese habido. Agotado y vacilante, caminó detrás de alguien de Praxis por el vestíbulo, dando saltitos sobre las puntas de los pies, y luego se derrumbó agradecido en la cama de una pequeña habitación. La gravedad marciana parecía benditamente sólida cuando uno estaba acostado, y pronto se quedó dormido.

Cuando despertó no recordaba dónde estaba. Miró alrededor, desorientado, preguntándose adonde habría ido Sharon y por qué su habitación había encogido tanto. Entonces le vino todo a la memoria. Estaba en Marte.

Gimió y se incorporó. Se sentía afiebrado y sin embargo despegado de su cuerpo, y todo latía ligeramente, aunque las luces de la habitación parecían funcionar con normalidad. Unas cortinas cubrían la pared frente a la puerta, y él se levantó, fue hacia ellas y las descorrió de un tirón.

—¡Ey! —gritó, retrocediendo de un salto, como si despertase por segunda vez.

Era como la vista que se tiene desde la ventanilla de un avión. Un espacio abierto interminable, un cielo de color amoratado, el sol como una burbuja de lava. Y muy lejos abajo se extendía una llanura rocosa, circular, como si estuviese en el fondo de un enorme acantilado, demasiado circular, de hecho, para ser un accidente natural. Era difícil estimar a qué distancia se encontraba la pared opuesta del acantilado. Los accidentes de la pared eran perfectamente visibles, pero las estructuras del borde opuesto eran diminutas: lo que parecía ser un observatorio habría cabido en la cabeza de un alfiler.

Puesto que habían aterrizado en Sheffield, ésa era, concluyó, la caldera de Monte Pavonis. Por tanto, unos sesenta kilómetros le separaban de ese observatorio, según recordaba Art de los documentales, y había una caída de cinco mil metros hasta el suelo. Y todo ello completamente vacío, rocoso, inviolado, primordial: de roca volcánica desnuda, como si se hubiese enfriado la semana antes, sin señales humanas, sin señales de terraformación. Debía haberle causado la misma impresión a John Boone medio siglo antes. Y tan... alienígena. Y tan grande. Art había echado un vistazo a las calderas del Etna y del Vesubio en la Tierra durante unas vacaciones, cuando trabajaba en Teherán, dos cráteres grandes según los estándares terranos. Pero podía caber un millar de ellos en ése de ahí abajo, en esa cosa, en ese agujero...

Corrió las cortinas y se vistió despacio, su boca imitando la forma de la sobrenatural caldera.

Una amable guía de Praxis llamada Adrienne, con la altura suficiente para ser una nativa marciana, pero con un marcado acento australiano, lo recogió y los llevó a él y a media docena de otros recién llegados a recorrer la ciudad. Resultó que se alojaban en la parte más baja de ésta. Pero Sheffield estaba extendiéndose para tener el máximo número de alojamientos con vistas sobre la caldera que tanto había desconcertado a Art.

Un ascensor los subió unos cincuenta pisos y los dejó en el vestíbulo de un nuevo y reluciente edificio de oficinas. Salieron por las grandes puertas giratorias y emergieron a un bulevar amplio y herboso. Pasaron ante edificios achaparrados con fachadas de piedra pulida y grandes ventanales, separados por calles estrechas y verdes, y ante muchos otros en diferentes estadios de construcción. Sería una hermosa ciudad: predominaban los edificios de tres o cuatro pisos, que se hacían cada vez más altos a medida que se avanzaba hacía el sur, lejos del borde de la caldera. Las calles verdes hervían de gente y pequeños tranvías circulaban por estrechos raíles tendidos sobre la hierba. Reinaba el bullicio y la excitación, sin duda a causa de la llegada del nuevo ascensor. Una ciudad en auge.

El primer sitio que visitaron fue un estrecho parque curvo atravesado por un bulevar que daba sobre la caldera. Se acercaron a una casi invisible tienda que envolvía la ciudad, sostenida por transparentes arcos geodésicos anclados en un muro perimétrico de un metro de altura.

—La tienda tiene que ser más fuerte aquí en Pavonis —les explicó Adrienne— porque la atmósfera exterior es aún muy tenue. Por más que hagamos siempre será un diez por ciento más tenue que en las tierras bajas.

Después los llevó a una burbuja de observación que sobresalía en el muro de la tienda. El suelo de la burbuja era transparente, si miraban hacia abajo entre sus píes tenían una vista directa del fondo de la caldera, unos cinco mil metros más abajo. Todos lanzaron exclamaciones, alborozados, y Art se balanceó sobre el suelo transparente, un poco incómodo. Tenía una perspectiva de todo el ancho de la caldera: el borde norte se encontraba a la misma distancia que el Monte Tamalpais y las colinas Napa cuando uno descendía sobre el aeropuerto de San José. Ésa no era una distancia extraordinaria. Pero la profundidad, la profundidad más de cinco mil metros...

—¡Menudo agujero, eh! —exclamó Adrienne.

Unos telescopios fijos y unas placas con mapas les permitieron localizar el primitivo Sheffield, en el fondo de la caldera. Art se había equivocado al creer inviolada la naturaleza de la caldera: los insignificantes taludes al pie de la pared del acantilado, en los que se advertían algunos centelleos, eran en realidad las ruinas de la ciudad original.

Adrienne describió con sumo placer la destrucción de la ciudad en 2061. La caída del cable del ascensor había aplastado los barrios al este del Enchufe en los primeros momentos. Pero después el cable había rodeado todo el planeta y descargado un segundo golpe brutal en la zona sur, que había hecho ceder una falla en el borde de basalto cuya existencia se desconocía. Casi un tercio de la ciudad estaba en el lado indebido de la falla y se precipitó hacia el fondo de la caldera. Los dos tercios restantes fueron aplastados por el cable. Los habitantes habían sido evacuados en las cuatro horas que mediaron entre el desprendimiento de Clarke y la segunda vuelta del cable, por lo que la pérdida de vidas fue mínima. Pero Sheffield había quedado arrasada por completo.

Durante muchos años, les siguió explicando Adrienne, el lugar había permanecido abandonado, una ciudad en ruinas como tantas otras después de la sublevación del sesenta y uno. La mayoría nunca fueron reconstruidas, pero Sheffield seguía siendo el lugar ideal para anclar un ascensor espacial. Subarashii empezó a organizar la construcción en el espacio de un nuevo ascensor a finales de la década de 2080, y muy pronto se acometió la reconstrucción en la superficie. Un detallado estudio areológico descubrió la existencia de otras fallas en el borde sur, lo que justificó la construcción en el mismo lugar que antes. Los vehículos de demolición arrojaron las ruinas de la antigua ciudad por el borde, habilitaron la sección más oriental de la ciudad, la zona del viejo Enchufe, como una suerte de monumento conmemorativo del desastre, que justificó el desarrollo de una pequeña industria turística, la principal fuente de ingresos en los años improductivos que precedieron a la reinstalación del ascensor.

La siguiente etapa de la visita los llevó al exterior para ver esa pizca de historia en conserva. Tomaron un tranvía hasta una puerta en el muro este, y luego, a través de un tubo transparente, pasaron a una tienda más pequeña que cubría las ruinas calcinadas, la mole de hormigón del viejo Enchufe y el cabo inferior del cable caído. Caminaron por un sendero acordonado del que se habían quitado las ruinas, mirando con curiosidad los fundamentos y las tuberías retorcidas. Parecía el resultado de un bombardeo masivo.

Se detuvieron un momento bajo el extremo del cable, y Art lo observó con interés profesional. El gran cilindro de filamentos de carbono ennegrecidos parecía haber sufrido pocos daños en la caída, aunque lo cierto era que esa parte había golpeado Marte con menos fuerza. El extremo se había desplomado en el interior del gran bunker de hormigón del Enchufe, explicó Adrienne, y luego fue arrastrado un par de kilómetros cuando el cable se precipitó por la pendiente oriental de Pavonis. Eso no era demasiado para un material diseñado para soportar la tracción de un asteroide que giraba más allá del punto areosincrónico.

Y ahí estaba, como esperando que volviesen a colocarlo en su lugar: cilíndrico, dos pisos de altura, la masa ennegrecida incrustada de acero y anillos. La tienda sólo cubría unos cien metros de cable; después se extendía al descubierto sobre la ancha meseta, hacia el este, hasta desaparecer por el borde, el horizonte que veían. Desde fuera de la ciudad se apreciaba mejor el inmenso Monte Pavonis: el borde tenía una extensión pasmosa, una rosquilla de tierra llana de unos treinta kilómetros de ancho, desde el abrupto borde interior de la caldera hasta la caída más gradual de las laderas del volcán. Desde el lugar en que estaban no alcanzaba a verse nada del resto de Marte, y tenían la sensación de estar de pie en un encumbrado mundo circular, bajo un cielo azul.

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