—¿Y mi vestido?
También le di mi opinión.
—¿Huelo bien?
Por supuesto, Seküre también sabía que lo que Nizami llamaba el ajedrez del amor no eran aquellos juegos retóricos, sino movimientos del alma que discurren discretamente entre los amantes.
—¿Y con qué te vas a ganar la vida? —me preguntó—. ¿Podrás cuidar de mis huérfanos?
Le hablé de mi experiencia de más de doce años al servicio del Estado y como secretario, de las múltiples lecciones que había aprendido de las batallas y de los cadáveres que había visto y de mi brillante futuro, y la abracé.
—Qué bien estábamos abrazados hace un instante —dijo—. Y ahora todo ha perdido su magia del principio.
La abracé con más fuerza para demostrarle lo sincero que era y le pregunté por qué me había devuelto con Ester la ilustración que le había dibujado hacía ya doce años después de conservarla durante tanto tiempo. En sus ojos pude leer la sorpresa que le causaba mi aturdimiento y el cariño por mí que se elevaba en su corazón y nos besamos. Esta vez no me encontré apresado por una sensualidad mareante sino que a ambos nos sacudía el aleteo, parecido al de un águila, de un poderoso amor que nos penetraba el corazón, el pecho, el vientre, por todas partes. ¿No es hacer el amor la mejor manera de sofocar la pasión amorosa?
Mientras cogía con mis manos sus enormes pechos, Seküre me empujó de una forma más decidida y más dulce. No era lo bastante maduro como para conseguir llevar adelante un matrimonio con una mujer a la que hubiera mancillado antes de casarme si quería que tuviera visos de futuro. Además, era lo bastante inconsciente como para olvidar la forma que tiene el Diablo de entrometerse en las cosas que se hacen a toda prisa y lo suficientemente inexperto como para ignorar la paciencia y los sufrimientos que requiere desde el comienzo un matrimonio feliz. Se deshizo de mi abrazo, se alejó de mí, se bajó el velo de lino y se dirigió hacia la puerta. Por la puerta abierta vi la nieve que caía en las calles prematuramente oscurecidas y, olvidándome de todo lo que habíamos susurrado allí —quizá para no turbar al espíritu del Judío Ahorcado—, le grité:
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé —me respondió de acuerdo a las reglas del ajedrez del amor, y mi amada se alejó en silencio dejando atrás las huellas de sus pasos sobre la nieve, que con tanta rapidez había cubierto el viejo jardín.
Estoy seguro de que a vosotros también os ocurre lo que voy a decir. Cuando paseo dando vueltas y más vueltas por las infinitas calles de Estambul, o cuando me llevo a la boca un trozo de calabacín frito en algún mesón, o cuando observo con atención un adorno en forma de juncos de un margen clavando la mirada en sus curvas, de repente me da la impresión de estar viviendo el presente como si fuera el pasado. Esto es, mientras camino por la calle pisando la nieve me apetece decir: Caminaba por la calle pisando la nieve.
Los hechos extraordinarios que me dispongo a contar ocurrieron en el presente, tal y como todos lo interpretamos, pero al mismo tiempo es como si hubieran ocurrido en el pasado. Caía la tarde, estaba oscureciendo, nevaba ligeramente y yo andaba por la calle del señor Tío.
Al contrario que otras noches, había llegado hasta allí sabiendo lo que quería, decidido. Mis piernas no me habían traído por sí solas hasta esta calle mientras yo pensaba absorto en cualquier otra cosa —en los volúmenes de Herat de la época de Tamerlán con repujados de rosetas pero sin dorados, en la primera vez en que le dije a mi madre que había cobrado setecientos ásperos por un libro, en mis pecados y en mis estupideces —como me pasaba otras noches. Había llegado hasta allí sabiendo lo que hacía y habiéndolo meditado de antemano.
Cuando aquella enorme puerta del patio, que temía que nadie me abriría, se abrió por sí sola en cuanto la toqué para llamar, comprendí que Dios volvía a estar de mi lado. No había nadie en el brillante enlosado que cruzaba cada una de las noches que acudía a esta casa para añadir nuevas pinturas al libro del señor Tío. A la derecha estaba el cubo del pozo y sobre él un gorrión que no parecía en absoluto molesto por el frío, delante de mí el horno, por alguna extraña razón apagado a pesar de la hora que era, y a la izquierda el establo donde sólo los invitados guardaban sus caballos, todo estaba en su lugar correspondiente. Entré por la puerta que había junto al establo, que se encontraba abierta, y subí al piso de arriba pisando ruidosamente los escalones de madera y tosiendo.
No hubo la menor respuesta a mis toses. Ni tampoco al alboroto que hice cuando me quité los zapatos llenos de barro en la entrada de la antecámara y los dejé junto a los demás pares que se alineaban al lado de la puerta. Como hacía cada vez que venía, busqué entre aquellos pares de zapatos unos verdes y delicados que suponía que pertenecían a Seküre, y, al no verlos, se me ocurrió por primera vez que podría no haber nadie en casa.
De repente me metí en la primera habitación a la derecha, donde creía que dormían abrazados Seküre y los niños. Toqué los colchones y las camas, abrí un baúl que había a un lado y un armario con las puertas ligeras como plumas y miré dentro. Mientras imaginaba que el suave aroma a almendras de la habitación sería el de la piel de la propia Seküre, una almohada, que había estado encajada en el estante más alto del armario que había abierto, cayó primero sobre mi estúpida cabeza y luego rebotó y golpeó una jarra de cobre y unos vasos que había a un lado. Cuando oímos un ruido fuerte es cuando nos damos cuenta de que una habitación está completamente a oscuras; yo me di cuenta de lo fría que estaba.
—¡Hayriye! —llamó desde dentro el señor Tío—. ¡Seküre! ¿Quién de vosotras es?
En un abrir y cerrar de ojos salí de la habitación, crucé diagonalmente la antecámara, entré en el cuarto de pintura de la puerta azul que usábamos para trabajar en el libro del señor Tío los días de invierno, y dije:
—Soy yo, señor Tío, yo.
—¿Y tú quién eres?
Justo entonces fue cuando comprendí que los apodos que el Maestro Osman nos había puesto en nuestra infancia servían para que el señor Tío se burlara perversamente de nosotros. Silabeé mi nombre completo pronunciándolo lentamente incluyendo, como haría un calígrafo presumido en el colofón de la última página de un libro presuntuoso, mi lugar de procedencia, el nombre de mi padre y la frase «vuestro pobre y pecador siervo».
—¿Eh? —dijo primero, y luego—: ¡Ah!
Como el anciano que se encontraba con la muerte de un cuento siriaco que oí cuando era niño, se sumergió en un silencio breve de duración infinita.
Ahora que he mencionado la muerte, si hay alguno de vosotros que crea que había acudido allí con alguna mala intención, es que no está entendiendo el libro que lee. ¿Llamaría a la puerta alguien con semejantes intenciones? ¿Se quitaría los zapatos? ¿Iría sin cuchillo?
—Así que has venido —dijo, de nuevo como el anciano del cuento. Pero luego adoptó una actitud completamente distinta—. Bienvenido, hijo mío. Dime, ¿qué quieres?
Ya había oscurecido bastante. Por la pequeña y estrecha ventana recubierta de cera, que en primavera, cuando la abrían, daba al plátano y al granado, entraba sólo la luz suficiente para ver los perfiles de los objetos de la habitación, una luz que les habría gustado a los ilustradores chinos. Yo no veía del todo la cara del señor Tío, que estaba sentado ante un atril de lectura en su rincón habitual recibiendo la luz por la izquierda, pero intentaba conseguir impaciente aquella intimidad que se establecía entre nosotros cuando pintaba allí con él a la luz de las velas hasta el amanecer y hablábamos de ilustraciones entre pinceles, tinteros, cálamos y pulidores. No sé si sería por aquella sensación de extrañeza o porque de repente me dio vergüenza exponer directamente mis recelos y mis sospechas de que había pecado pintando y de que los fanáticos lo sabían, no lo sé, pero el caso es que me refrené y decidí explicarle mis problemas mediante una historia.
Quizá vosotros también hayáis oído la historia del jeque Muhammed, el pintor de Isfahán. No había quien superara a ese ilustrador en la elección de colores, en la composición de la página, en el dibujo de personas, animales y caras, en la aportación a la pintura de un entusiasmo que sólo podemos ver en la poesía y una lógica secreta que sólo podemos ver en la geometría. Después de alcanzar la maestría todavía joven, aquel hombre de manos milagrosas se convirtió en los treinta años siguientes de su vida en el ilustrador más intrépido y emprendedor de su tiempo en lo que respecta a la elección de los temas, la creatividad y el estilo. Él fue quien añadió con talento y equilibrio a la demoníacamente delicada y sensible pintura de Herat los terribles diablos, los genios cornudos, los caballos de enormes testículos, las criaturas monstruosas medio animal medio hombre, los gigantes y los duendes pintados con tinta negra que habían llegado desde China por mediación de los mongoles. Y él fue el primero que sintió interés y en quien influyeron los retratos que venían en los barcos que llegaban de Portugal y de Flandes. Fue él quien reavivó estilos olvidados que se remontaban hasta los tiempos de Gengis Jan rebuscando en viejos libros que se caían a pedazos. Él fue el primero en pintar osadamente temas sexualmente incitantes como a Alejandro observando a las bellezas nadar desnudas en la isla de las mujeres o a Sirin lavándose a la luz de la luna. Él fue quien pintó a Nuestro Profeta Mahoma volando en su caballo Burak, a los shas rascándose, a los perros apareándose, a los jeques borrachos de vino y consiguió que la comunidad de ilustradores lo aceptara. Todo aquello lo hizo con una laboriosidad y un entusiasmo que duraron treinta años mientras bebía vino y fumaba opio, a veces en secreto y a veces abiertamente. Después, ya viejo, se convirtió en seguidor de un jeque fanático, en poco tiempo cambió de arriba abajo, llegó a la conclusión de que todas las pinturas que había hecho a lo largo de aquellos treinta años eran blasfemias impías y renegó de ellas. Y no sólo eso, los treinta años que le restaban de vida los consagró a vagar de ciudad en ciudad, de palacio en palacio y de biblioteca en biblioteca buscando los libros que él mismo había ilustrado en tesoros y bibliotecas de shas y sultanes y destruyéndolos. Si encontraba una pintura que había hecho años atrás en la biblioteca de fuera el monarca que fuese, recurría a todo tipo de medios para eliminarla, usando argucias si no podía engañarlo con lisonjas, y en algún momento en que no llamaba la atención de nadie, o rasgaba la página del libro en la que se encontraba su ilustración o buscaba la ocasión para derramar agua sobre su propia maravilla y así estropearla. Le conté aquella historia para que sirviera de ejemplo de los sufrimientos que puede acarrear al ilustrador el apartarse de la fe sin darse cuenta cuando se entusiasma en exceso con la pintura. Le recordé que por esa razón el jeque Muhammed había quemado la colosal biblioteca de Kazvin, de la que era gobernador el príncipe Abbas Mirza, ya que era incapaz de distinguir entre los cientos de libros aquellos que él había ilustrado. Le relaté de forma exagerada, como si yo mismo la hubiera vivido, la muerte del ilustrador en el terrible incendio, ardiendo también de dolor y arrepentimiento.
—¿Tienes miedo, hijo mío —me preguntó cariñosamente el señor Tío—, de las pinturas que estamos haciendo?
La habitación estaba tan oscura ahora que más que ver supuse que me lo decía sonriendo.
—Nuestro libro ya no tiene nada de secreto —le dije—. Quizá eso no sea importante. Pero corren rumores por todos lados. Se dice que blasfemamos contra nuestra religión de manera encubierta. Se dice que no estamos preparando el libro que había pedido y esperaba Nuestro Sultán sino uno que satisfaga nuestro propio placer, que incluso se burla de Nuestro Santo Profeta, un libro impío y ateo que imita a los maestros infieles. Incluso hay quien dice que nuestro libro presenta al Diablo como alguien amigable. Dicen que blasfemamos al mirar el mundo con la perspectiva de un asqueroso chucho de la calle porque pintamos del mismo tamaño un tábano y una mezquita, con la excusa de que la mezquita está más atrás, y que nos burlamos de los fieles que acuden a ella. No puedo dormir por las noches pensando en todo esto.
—Hemos hecho juntos las pinturas —me contestó el señor Tío—. Y no sólo no hemos hecho nada de eso, ¿se nos ha pasado acaso ni una sola vez por el corazón?
—¡Dios nos libre! —le dije exagerando las tintas—. Pero, no sé dónde lo habrán oído, dicen que hay una última pintura y que ésa no es una impiedad encubierta, sino una clara blasfemia.
—Tú mismo has visto esa última pintura.
—Yo he pintado lo que me pidió y como me lo pidió en los rincones que me indicó de una hoja grande para una ilustración de doble página —le contesté con un cuidado y una decisión que esperaba que apreciara el señor Tío—. Pero no he visto la pintura entera. Si la hubiera visto mi conciencia habría estado absolutamente tranquila al negar estas repugnantes calumnias.
—¿Por qué te sientes culpable? —me preguntó—. ¿Qué es lo que te está reconcomiendo? ¿Quién ha conseguido que dudes de ti mismo?
—Cuando uno duda de si un libro que lleva meses ilustrando feliz puede atacar cosas que cree sagradas, vive los tormentos del Infierno. Si pudiera ver entera esa última ilustración...
—¿Y eso es todo lo que te preocupa? ¿Para eso has venido?
De repente me inquieté. ¿Acaso estaba pensando algo tan repugnante como que yo había matado al pobre Maese Donoso?
—Además, los partidarios de destronar al sultán y poner en su lugar al Príncipe Heredero se unen a esas calumnias y andan divulgando que Nuestro Sultán apoya este libro en secreto.
—¿Cuánta gente cree en eso? —me preguntó con aspecto cansado, exhausto—. Cualquier predicador ambicioso al que le embriaga la poca atención que le prestan enseguida empieza a decir que estamos dejando de lado la religión. Es la forma más segura que tienen de ganarse la vida.
¿Pensaba que había ido hasta allí sólo para informarle de aquel rumor?
—Pobre Maese Donoso, que en paz descanse —dije con voz temblorosa—. Al parecer lo matamos nosotros porque había visto la última ilustración entera y se había dado cuenta de que era una blasfemia. Me lo ha contado en el taller un jefe de sección amigo mío. Y ya sabe cómo son los aprendices y los asistentes; todo el mundo se dedica a los cotilleos.
Continué hablando un rato, cada vez más excitado, siguiendo aquellos razonamientos. No sé cuánto de lo que contaba lo había oído yo mismo, cuánto me había imaginado de puro miedo después de matar a aquel cabrón calumniador y cuánto me estaba inventando mientras hablaba. Esperaba que después de tanto dar vueltas, por fin el señor Tío sacaría aquella última ilustración de doble página, me la enseñaría y yo podría tranquilizarme. ¿Por qué no entendía que sólo así podría librarme de mi miedo de estar hundiéndome en el pecado?