Read Me llamo Rojo Online

Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (33 page)

BOOK: Me llamo Rojo
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Puedo oír vuestra pregunta: Entonces, ¿en qué consiste ser un color?

El color es el tacto del ojo, la música de los sordos, una palabra en la oscuridad. Como desde hace decenas de miles de años he estado escuchando lo que hablaban las almas, como si fuera el susurro del viento, de libro en libro y de objeto en objeto, puedo afirmar que mi caricia se parece a la de los ángeles. Parte de mí llama a vuestros ojos desde aquí, ésa es mi parte seria; la otra se vuelve alada en el aire con vuestras miradas, ésa es mi parte ligera.

¡Qué feliz me siento de ser el rojo! Soy fogoso y fuerte; sé que llamo la atención y que no podéis resistiros a mí.

No me oculto: para mí el refinamiento no se manifiesta a través de la debilidad o de la falta de fuerza, sino a través de la decisión y la voluntad. Me expongo abiertamente. No temo a los demás colores, ni a las sombras, ni a la multitud, ni a la soledad. ¡Qué hermoso es llenar con mi fuego triunfante una superficie que me está esperando! Allí donde me extiendo, brillan los ojos, se refuerzan las pasiones, se elevan las cejas y se aceleran los corazones. Miradme: ¡qué hermoso es vivir! Contempladme: ¡qué bello es ver! Vivir es ver. Aparezco en cualquier parte. La vida comienza conmigo, todo regresa a mí, creedme.

Guardad silencio y escuchad cómo me convertí en un rojo tan prodigioso. Un maestro ilustrador que entendía de pigmentos machacó en un mortero con sus propias manos las mejores cochinillas rojas secas llegadas del lugar más cálido de la India hasta convertirlas en polvo muy fino. Preparó una mezcla con cinco dracmas de aquel polvo, un dracma de planta jabonera y medio dracma de venturina, echó tres cuartillos de agua en una cazuela y puso a hervir la jabonera, luego añadió la venturina y lo mezcló todo bien. Dejó hervir la mezcla el tiempo que tardó en tomarse tranquilamente un café. Y mientras él se tomaba el café, yo me impacientaba como el niño que está próximo a nacer. Cuando el café le despejó la mente y agudizó su mirada como la de un duende, echó el polvo rojo a la cazuela y lo mezcló bien con uno de los limpios y delicados palillos que usaba para tal menester. Ahora iba a convertirme en un auténtico rojo, pero mi consistencia era tan importante... Era absolutamente necesario que el agua no hirviera en vano aunque, por supuesto, debía hervir algo. Cogió una gota del líquido con el extremo del palillo y se la puso en la uña del pulgar (los otros dedos no servían lo más mínimo). ¡Oh, qué hermoso era ser rojo! Le teñí la uña de rojo pero no me derramé como el agua por los bordes; mi consistencia era la correcta pero aún tenía grumos. Apartó la cazuela del fuego, me filtró pasándome a través de una tela limpísima y así me hizo más puro. Luego volvió a ponerme al fuego, me hirvió dos veces más hasta hacerme bullir, añadió un poco de alumbre machacado y me dejó enfriar.

Pasaron varios días y yo permanecí allí, en la cazuela, sin mezclarme con nada. Me apetecía que me pusieran en todas las páginas, en todos los lugares y en todas las cosas y quedarme allí parado me partía el corazón. En medio de aquel silencio medité en lo que significaba ser rojo.

En cierta ocasión, en una ciudad del país de los persas, mientras un aprendiz me aplicaba con un pincel en la silla de un caballo que un ilustrador ciego había dibujado de memoria, pude escuchar una discusión entre dos maestros ciegos:

—Nosotros, que hemos acabado quedándonos ciegos, como es natural, después de habernos pasado la vida trabajando con placer y convencimiento, sabemos, podemos recordar qué tipo de color era el rojo, qué sensación producía —dijo el que había dibujado de memoria el caballo—. Pero ¿y si fuéramos ciegos de nacimiento? ¿Cómo podríamos comprender ese rojo que está aplicando nuestro apuesto aprendiz?

—Una cuestión interesante —respondió el otro—, pero los colores no pueden comprenderse, se sienten.

—Explícale la sensación del rojo a alguien que nunca lo ha visto, maestro.

—Si lo tocáramos con la punta de un dedo sería entre el hierro y el cobre. Si lo cogiéramos en la mano, quemaría. Si lo probáramos tendría un sabor pleno como de carne salada. Si nos lo lleváramos a la boca, nos la llenaría. Si lo diéramos, olería a caballo. Si oliera como una flor se parecería a una margarita, no a una rosa roja.

En aquellos tiempos, hace ciento diez años, la pintura de los francos no era una auténtica amenaza que los shas se esforzaran en imitar y aquellos grandes maestros legendarios, que creían en sus maneras de la misma forma que creían en Dios, veían como cierta deshonra y como un signo de inexperiencia el hecho de que los maestros francos usaran todo tipo de tonos intermedios del rojo para la más vulgar de las heridas de espada o el más corriente de los paños y se reían de ellos sin hacerles el menor caso. Sólo un ilustrador novato, indeciso y sin voluntad usaría varios tonos para el rojo de un caftán, decían. Las sombras no sirven como excusa. De hecho, sólo había un rojo y sólo creían en él.

—¿Qué es lo que significa el rojo? —volvió a preguntar el ilustrador ciego que había dibujado el caballo de memoria.

—El significado de los colores es que están ante nosotros y podemos verlos —le contestó el otro—. No se puede explicar el rojo a quien no lo ha visto.

—Para negar la existencia de Dios, los ateos, los impíos y los incrédulos dicen que no se le puede ver —continuó el ilustrador ciego que había dibujado el caballo.

—Pero Él se aparece a quienes son capaces de ver —contestó el otro maestro—. Es por eso por lo que el Sagrado Corán dice que no son lo mismo el ciego y el que ve.

El apuesto aprendiz me aplicó lentamente sobre el cobertor de la silla del caballo. Es una sensación tan agradable introducirme con mi plenitud, mi fuerza y mi vitalidad en el blanco y negro de una hermosa ilustración, que cuando el pincel de pelo de gato me extiende sobre el papel siento un cosquilleo de alegría. Y así, al darle color, es como si le ordenara al mundo «Existe» y el mundo toma mi color de sangre. El que no ve puede negarlo, pero estoy en todas partes.

32. Yo, Seküre

Aquella mañana me levanté antes de que los niños se despertaran, le escribí una breve carta a Negro pidiéndole que fuera de inmediato a la casa del Judío Ahorcado y se la entregué a Hayriye para que se la llevara corriendo a Ester. Si al coger la carta Hayriye me miró a los ojos con una enorme desvergüenza a pesar del temor de lo que pudiera ser de nosotras, yo, que ya no tenía un padre a quien temer, la miré también a los ojos con un desparpajo recién adquirido. Así quedó claro de qué color serían las normas que iban a regir nuestras relaciones a partir de ese momento. He de confesaros que, a lo largo de estos dos últimos años, me preocupaba que Hayriye pudiera tener un hijo de mi padre, olvidar su condición de esclava y empezar a darse aires de señora de la casa. Visité a mi pobre padre sin despertar a los niños y le besé respetuosamente la mano, que se había quedado petrificada pero que, de alguna extraña manera, no había perdido su suavidad. Escondí los zapatos, el turbante y la túnica morada de mi padre y cuando los niños se despertaron les dije que su abuelo se encontraba mejor y se había ido temprano a Mustafa Pasa.

Hayriye volvió de aquel paseo matutino y mientras ponía la mesa para el desayuno y colocaba en el centro la parte que habíamos podido salvar de la mermelada de toronjas, yo pensaba que en ese momento Ester estaría llamando a la puerta de Negro. Había dejado de nevar y había salido el sol.

Ese mismo paisaje vi cuando entré en el jardín de la casa del Judío Ahorcado: los carámbanos que colgaban de los aleros y de los alféizares de las ventanas disminuían de tamaño a toda velocidad y el jardín que olía a humedad y a hojas podridas recibía complacido el sol. Me encontré con que Negro me esperaba en el lugar donde lo vi ayer por primera vez, aunque me parecía algo tan remoto como si hubiera pasado hacía semanas. Me levanté el velo y dije:

—Ya puedes alegrarte, si es que tienes valor para hacerlo. Las objeciones, la oposición y las sospechas de mi padre ya no son un obstáculo entre nosotros. Anoche, mientras intentabas forzarme de una manera indecente, alguien, un auténtico diablo, entró en nuestra casa vacía y mató a mi padre.

Debéis sentir curiosidad, más que por la reacción de Negro, por la causa por la que le hablé con aquel tono tan despectivo y un tanto falso. Yo tampoco sé exactamente la respuesta. Quizá porque de no haberlo hecho habría llorado y Negro me habría abrazado y entonces nos habríamos acercado el uno al otro con mayor rapidez de la que quería.

—Revolvió toda la casa, rompió muchas cosas, está claro que actuó llevado por la furia y el odio. Y no creo en absoluto que haya terminado y que a partir de ahora ese diablo vaya a quedarse sentado tan tranquilo en su rincón. Ha robado la última ilustración del libro de mi padre. Quiero que me protejas de él, que nos protejas a nosotros y al libro de mi padre. Pero ¿con qué título puedes arrogarte ese derecho, basándote en qué tipo de relación? Ese es el problema ahora.

Se disponía a responderme, pero le callé con mi mirada con gran facilidad, como si fuera algo a lo que estuviera acostumbrada.

—Tras la muerte de mi padre, ante los ojos del cadí, dependo de mi marido y de la familia de mi marido. También era así antes de que muriera porque según el cadí mi marido sigue vivo. Mi cuñado intentó aprovecharse de mí en ausencia de su hermano mayor y como su desvergüenza y su estupidez avergonzaron a mi suegro, pude regresar a casa de mi padre aun sin ser viuda. Ahora, como mi padre ha muerto y no tengo ningún hermano varón, eso quiere decir que no tengo dueño y señor. O bien que, sin la menor duda, mis señores son el hermano de mi marido y mi suegro. De hecho, ya sabes que se habían puesto en movimiento para hacerme volver a su casa, que estaban a punto de forzar a mi padre y que habían decidido presionarme con amenazas. En cuanto se sepa que mi padre ha muerto, pasarán a la acción para llevarme con ellos. Y como no quiero volver a esa casa, oculto que mi padre ha sido asesinado. Quizá lo haga en vano, pues puede que fueran ellos quienes ordenaron su muerte.

Justo en ese momento se interpuso entre Negro y yo un delgado rayo de luz que se introdujo delicadamente en la casa del Judío Ahorcado por los postigos rotos y las cortinas rasgadas iluminando el polvo acumulado durante años en la habitación.

—Pero no;oculto su asesinato;solo por eso ;—dije clavando mi mirada en la de Negro, en la que me alegró ver más atención que amor—. Me da miedo no poder demostrar dónde estaba mientras le asesinaban. Me da miedo que Hayriye, aunque su testimonio no tenga el menor valor, sea parte de la intriga organizada en mi contra, o al menos contra el libro de mi padre. Ahora que no tengo un tutor, un dueño tangible, aunque el que anunciara la muerte de mi padre facilitara en un primer momento que el cadí reconociera que había sido un asesinato, no me cuesta ningún trabajo imaginar la de complicaciones que podría causarme, simplemente por las razones que acabo de enumerar; por ejemplo, bien podría ser que Hayriye supiera que mi padre no quería que me casara contigo.

—¿Tu padre no quería que te casaras conmigo? —me preguntó Negro.

—No, porque, como ya sabes, temía que me llevaras a algún lugar lejos de él. Ahora, en la situación en que nos encontramos, mi pobre padre no pondría la menor objeción a que nos casáramos. ¿Tienes tú alguna?

—No, hermosa mía.

—Bien. Mi tutor no va a reclamarte dinero ni oro. Te pido disculpas por la desvergüenza que supone que hable de las condiciones matrimoniales en mi propio nombre. Pero, por desgracia, hay algunas condiciones cuyos detalles me veo obligada a tratar de inmediato.

Estuve callada un rato hasta que Negro dijo «Sí» con aspecto de estar disculpándose por haber tardado en responder.

—Primero —comencé—, jurarás ante dos testigos que si me tratas tan mal que no puedo soportarlo más o que si te casas con otra, se considerará motivo de divorcio con pensión. Segundo, jurarás ante dos testigos que si abandonas el hogar y no regresas durante más de seis meses con razón o sin ella, yo me consideraré libre y me pagarás una pensión. Tercero, por supuesto después de la boda te mudarás a mi casa, pero mientras no se encuentre, o tú no encuentres, al miserable que asesinó a mi padre, ¡me gustaría torturarle con mis propias manos!, y no termines el libro de Nuestro Sultán empleando toda tu habilidad y tu esfuerzo y no se lo entregues honorablemente, no compartiremos la misma cama. Cuarto, querrás a mis hijos, que sí comparten esa cama conmigo, como si fueran los tuyos propios.

—Muy bien.

—De acuerdo. Si todos los obstáculos que hay ante nosotros desaparecen con tanta rapidez, pronto estaremos casados.

—Casados, puede, pero no en la misma cama.

—Lo primero es el matrimonio —le respondí—. Primero encarguémonos de eso. El amor viene después. Recuerda: el fuego del amor que prende antes de casarse se apaga en la barrica del matrimonio y después sólo queda un solar triste y vacío. El amor que sigue al matrimonio también se acaba, por supuesto, pero su lugar lo ocupa la felicidad. A pesar de eso hay algunos estúpidos apresurados que se enamoran antes de casarse y que agotan su amor enardecidos. ¿Por qué? Porque creen que el mayor objetivo de la vida es el amor.

—¿Y cuál es?

—La felicidad. Tanto el amor como el matrimonio sirven para alcanzarla: un marido, un hogar, hijos, un libro. ¿No te das cuenta de que incluso alguien en mi situación, con su marido desaparecido y su padre muerto, está mejor que tú con tu áspera soledad? Si no tuviera a mis hijos, con los que me paso el día riendo, peleándome y amándoles, me moriría. Y tú, que tanto me deseas a pesar de mi situación, y que te mueres de ganas de vivir bajo el mismo techo que el cadáver de mi padre y mis hijos, aunque no pases las noches en la misma cama que yo, vas a escuchar lo que voy a decirte ahora prestándome toda tu atención.

—Te escucho.

—Existen muchas maneras para poder divorciarme. Testigos falsos pueden declarar bajo juramento que vieron cómo mi marido me daba palabra de divorcio condicionado antes de salir para la campaña, por ejemplo, que juró que si no volvía de la guerra en dos años su esposa podía considerarse libre. O bien, y de una forma más directa, pueden jurar que vieron el cadáver de mi marido en el campo de batalla y describirlo con pelos y señales. Pero, si tenemos en cuenta el cadáver que hay en casa y las objeciones de mi suegro y mi cuñado, usar testigos falsos puede ser un medio peligroso porque cualquier cadí inteligente y precavido tendría miedo y no se arriesgaría a aceptar su testimonio. Y los cadíes hanefís como nosotros no me concederán el divorcio ni siquiera teniendo en cuenta que mi marido me dejó sin pensión y que lleva cuatro años sin regresar de la guerra. Pero el cadí de Üsküdar, para que las mujeres en mi situación, cada día más numerosas a causa de la guerra con los persas, tengan una oportunidad de divorciarse, a veces permite que le sustituya un shafií, con el secreto beneplácito de Su Majestad el Sultán y el Seyhülislam, y éste nos divorcia con toda rapidez y nos concede una pensión. Si ahora encontráramos dos testigos honestos que pudieran testificar a mi favor, si les diéramos algo de dinero y pasáramos a Üsküdar, si pudiéramos concertar una cita con el cadí y lográramos que en su lugar estuviera el sustituto para que me divorciara, si consiguiéramos que lo hiciera gracias a esos testigos, que registrara el divorcio en el libro, si nos diera algún papel, un documento, y lográramos justo después del divorcio que otro cadí nos diera otro documento certificando que es legal que me case de nuevo y podemos hacer todo eso antes de esta tarde y pasamos a esta orilla, no sería nada difícil que encontráramos un imán que nos casara al anochecer y esta noche podrías quedarte convertido en mi marido bajo el mismo techo que mis hijos y yo y así nos librarías de pasar la noche temblando cada vez que hubiera un ruido en la casa por miedo a aquel diablo y de que yo apareciera ante el resto del mundo como una pobre mujer que no tiene quien la proteja cuando por la mañana anunciemos la muerte de mi padre.

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