El Maestro Osman, que leía en silencio la carta de Seküre, pronunció en voz alta su pregunta: «¿Quién ha dibujado esto?».
—Por supuesto, el ilustrador que pintó el caballo del difunto Tío —se contestó a sí mismo después.
¿Tan convencido estaba de eso? Además, no estábamos en absoluto seguros de quién había dibujado el caballo del libro. Sacamos la pintura del caballo de entre las otras ocho y comenzamos a observarla atentamente.
Era un caballo alazán hermoso, sencillo y que uno no se cansaría de mirar. ¿Decía la verdad con eso de que uno no se cansaría de mirarlo? Había tenido tiempo de sobra para examinar ese caballo, primero con mi Tío y luego a solas con las demás pinturas, pero no me había detenido demasiado en él. Era un caballo hermoso pero vulgar: tan vulgar que ni siquiera habíamos podido adivinar a quién pertenecía. No era alazán del color de los dátiles, sino de ese tipo que llaman alazán castaño; y entre el castaño había un rojo apenas perceptible. Era un caballo de los que había visto tantos en otros libros y pinturas que cualquiera habría podido darse cuenta de que el ilustrador lo había pintado de memoria sin pararse a pensar en lo que hacía.
Lo examinamos de aquella manera hasta que descubrimos que guardaba un secreto. Ahora veía en el caballo una belleza que reverberaba ante mis ojos y una fuerza en su interior que despertaba el entusiasmo por vivir, aprender y abarcarlo todo. Por un momento, y como si hubiera olvidado que se trataba de un asesino miserable, me pregunté: «¿Quién es el ilustrador de manos mágicas que ha pintado este caballo tal y como Dios lo ve?». El caballo estaba ante mí como si fuera un caballo real pero una parte de mi mente era consciente de que se trataba de una pintura y el embrujo de estar atrapado entre aquellas dos ideas despertaba en mí una sensación de totalidad, de perfección.
Durante un rato comparamos los caballos de la tinta corrida hechos para ejercitar la mano y el del libro de mi Tío y rápidamente llegamos a la conclusión de que habían salido de la misma mano: la postura de los caballos no sugería movimiento, sino calma; eran orgullosos, fuertes y elegantes. Sentí admiración por la pintura del caballo del libro de mi Tío.
—Es un caballo tan bello —dije— que lo primero que te apetece es sacar un papel, dibujar un caballo como éste y después pintarlo todo.
—El mejor cumplido que se le puede hacer a un ilustrador es decirle que sus obras despiertan en nosotros el entusiasmo por pintar —me contestó el Maestro Osman—. Pero ahora no prestemos atención a la habilidad del malvado sino a quién es. ¿Te dijo alguna vez tu difunto Tío qué tipo de historia ilustraría este caballo?
—No. Según él, éste sería uno de los caballos que viven en todos los países que son propiedad de Nuestro Poderoso Sultán. Un caballo hermoso: un caballo de la Casa de Osman. Algo que mostraría al Dux de Venecia las riquezas y los países que posee Nuestro Sultán. Pero, por otro lado, como pasa con todo lo que pintan los maestros francos, este caballo tendría que ser más de carne y hueso que uno pintado desde el punto de vista de Dios, tendría que ser un caballo que viviera en Estambul, cuya cuadra y cuyos mozos fueran conocidos, para que el Dux de Venecia se dijera «Si tenemos en cuenta que los ilustradores empiezan a ver las cosas y a pintarlas como nosotros, eso quiere decir que los otomanos han comenzado a parecérsenos» y que así admitiera el poder y la amistad de Nuestro Sultán. Porque cuando uno empieza a pintar un caballo de una manera distinta, comienza a ver el mundo entero de otra forma. Pero, por muy raro que sea, este caballo está hecho siguiendo el estilo de los maestros antiguos.
Hablar tanto sobre aquel caballo hizo que enseguida me pareciera más atractivo y valioso. Tenía la boca ligeramente abierta y se le veía la lengua entre los dientes. Sus ojos brillaban. Sus patas eran fuertes y elegantes. Lo que convierte en legendaria a una pintura ¿es ella misma o lo que dicen de ella? El Maestro Osman paseaba despacio su lente sobre el caballo.
—¿Qué quiere decir este caballo? —le pregunté con toda sinceridad—. ¿Por qué existe? ¡Por qué este caballo! ¿Qué es? ¿Por qué me emociona de esta manera?
—Tanto los libros como las pinturas que encargan los sultanes, shas y bajas amantes de los libros proclaman su poder y su fuerza, y ellos los encuentran hermosos porque son prueba de su riqueza con su profusión de dorados y por todo el trabajo y esfuerzo de ojos que el ilustrador ha vertido en el encargo —respondió el Maestro Osman—. La belleza de una pintura es importante porque demuestra que la habilidad del ilustrador es algo costoso y raro de encontrar, como el oro que se ha utilizado en ella. Cualquier otro que mire la pintura o que hojee un libro encuentra hermosa la imagen de un caballo por el tema de la escena, porque se parece a un caballo de verdad, o al caballo ideal en la mente de Dios, o a un caballo realmente fantástico y atribuyen esa sensación de verosimilitud al talento. Para nosotros la belleza de una pintura comienza por la multiplicidad de significados y por su elegancia. Por supuesto, saber que en este caballo está, además de él mismo, el dedo del asesino, la marca del mal, aumenta los significados de la pintura. Además, está el hecho de encontrar hermoso el caballo pintado y no sólo su imagen. Ver la imagen del caballo no como una pintura, sino como si se viera un caballo de verdad.
—Si lo mirara como si fuera un caballo de verdad, ¿qué vería en esta pintura?
—Teniendo en cuenta su tamaño, no es un poni; teniendo en cuenta lo largo y curvo de su cuello diría que es un buen caballo de carreras y por lo liso de su lomo, que es muy apto para largos viajes. Sus patas airosas pueden querer decir que es ágil y diestro como un caballo árabe, pero no es árabe porque su cuerpo es largo y voluminoso. La delicadeza de sus patas muestra, como decía Fadlan, el sabio de Bujara, en su
Libro de veterinaria
sobre los caballos más apreciados, que si nuestro animal llegara ante un río lo cruzaría de un salto con facilidad y no dudaría ni tendría miedo. Me sé de memoria ese
Libro de veterinaria
tan bellamente traducido por Fuyilzi, el veterinario de Palacio, y podría aplicar cada una de las hermosas palabras que allí se dicen sobre los caballos realmente apreciados a este alazán nuestro que tenemos delante: el buen caballo tiene una hermosa cara y ojos de gacela y sus orejas son rectas como cañas y el espacio entre ellas es amplio; el buen caballo tiene dientes pequeños, frente abultada, cejas ligeras, es largo de cuerpo, de largas crines, breve de cintura, de nariz pequeña, hombros estrechos y lomo ancho y liso; de muslos plenos, largo de cuello, amplio de pecho, con la base de la cola ancha y la entrepierna carnosa. Deber ser orgulloso y elegante y caminar como si saludara a ambos lados.
—Es exactamente nuestro alazán —dije observando admirado la pintura.
—Hemos identificado nuestro caballo —continuó el Maestro Osman con la misma sonrisa tímida—, pero por desgracia eso no nos sirve de nada para saber quién puede ser el ilustrador. Porque sé que ningún ilustrador con la cabeza sobre los hombros pintaría un caballo observando un caballo real. Por supuesto, pueden dibujarlo de un solo golpe de memoria. La prueba es que la mayoría empieza a dibujar el contorno del caballo por el extremo de los cascos.
—¿No lo hacen para que las patas pisen el suelo? —le pregunté como pidiendo disculpas.
—Como decía Cemalettin el de Kazvin en su
La ilustración de los caballos
, sólo podremos terminar adecuadamente la pintura de un caballo que hayamos empezado a dibujar por los cascos si tenemos al animal entero en la memoria. Por supuesto, está claro que pensando y recordando o, algo todavía más ridículo, observando un caballo real, se puede dibujar un caballo empezando por la cabeza, siguiendo por el cuello y terminando por el cuerpo. Hay algunos pintores francos que lo hacen así, o sea, pintan con indecisión, haciendo pruebas y bocetos, cualquier caballo de carga vulgar de los que se ven por la calle y se lo venden a los sastres y a los carniceros. Una pintura así no tiene nada que ver con el significado del Universo ni con la belleza creada por Dios. Pero estoy seguro de que incluso ellos saben que el verdadero ilustrador pinta gracias a sus recuerdos y a la práctica de su mano y no gracias a lo que sus ojos están viendo en ese momento. El pintor siempre está solo ante el papel. Para él, recordar es siempre una necesidad. Por ahora no podemos hacer otra cosa sino utilizar el método de la dama para encontrar la firma oculta que esconde este caballo nuestro dibujado de memoria con un hábil y rápido movimiento de la mano. Míralo bien tú también.
Pasaba la lente muy despacio sobre el maravilloso caballo, como si estuviera buscando el tesoro en un mapa antiguo cuidadosamente pintado en pergamino.
—Sí —dije como el estudiante arrebatado por la inquietud de hacer lo antes posible un descubrimiento brillante para impresionar a su maestro—. Podemos comparar los colores y los bordados del cobertor de la silla de montar con los de las otras pinturas.
—Mis maestros ilustradores nunca ponen el pincel en esos bordados. Son los aprendices quienes pintan los motivos de las ropas, las alfombras, las cubiertas y las tiendas. Quizá lo pintara el difunto Maese Donoso. Olvídalo.
—¿Y las orejas? —dije nervioso—. Las orejas de los caballos también...
—No. Son de esas orejas como cañas tan conocidas, de las que nunca se apartan de los modelos heredados de los tiempos de Tamerlán.
Estuve a punto de decir: «El trenzado de las crines, el peinado de cada pelo». Pero me callé porque no me gustaba ese jueguecito de maestro—aprendiz. Además, si yo era el aprendiz, debía ser capaz de saber hasta dónde podía llegar.
—Mira esto —me dijo el Maestro Osman con el tono quejoso pero profundamente atento de un médico que le mostrara a otro una buba de la peste—. ¿Lo ves?
Llevó la lente hasta la cabeza del caballo y la alejó de la superficie de la pintura atrayéndola poco a poco hacia nosotros. Acerqué bien la cabeza para poder ver lo mejor posible lo que aumentaba la lente.
La nariz del caballo tenía algo extraño. Los ollares.
—¿Lo has visto? —me preguntó el Maestro Osman.
Para estar seguro de lo que veía tenía que poner el ojo justo enfrente de la lente. Como el Maestro Osman estaba haciendo lo mismo al mismo tiempo, nos encontramos mejilla contra mejilla ante la lente, bastante alejada de la pintura. Sentir en mi cara la dureza de la barba seca del maestro y la frialdad de su mejilla me asustó por un instante.
Se produjo un silencio. Como si en la pintura que había a un palmo de nuestros cansados ojos ocurriera algo maravilloso y nosotros estuviéramos siendo testigos de ello con respeto y admiración.
—¿Qué es eso que tiene en la nariz? —fui capaz de susurrar mucho después.
—Lo ha dibujado de una manera muy extraña —dijo el Maestro Osman sin apartar la mirada de la pintura.
—¿Se le fue la mano? ¿Es un defecto?
Seguíamos examinando el extraño y peculiar dibujo de la nariz.
—¿Es esto ese famoso «estilo» imitación de los francos del que todo el mundo ha empezado a hablar, incluidos los grandes ilustradores chinos? —preguntó con tono burlón el Maestro Osman.
Me dejé llevar por una cierta susceptibilidad creyendo que de quien se burlaba era de mi difunto Tío:
—Si un defecto no proviene de la falta de talento o habilidad sino de lo más profundo del alma del ilustrador, entonces es estilo, eso decía mi difunto Tío.
Pero, proviniera de donde proviniese, de la mano del ilustrador o del caballo mismo, lo cierto era que no teníamos otra pista para encontrar al miserable que había asesinado a mi Tío que esta nariz. Porque en los caballos de la tinta corrida del papel que había salido del bolsillo del pobre Maese Donoso, no es que nos costara trabajo distinguir los ollares, sino las mismas narices.
Así pues, pasamos mucho tiempo buscando las pinturas de caballos que los queridos ilustradores del Maestro Osman habían hecho para todo tipo de libros y buscándoles defectos en los ollares. En las doscientas cincuenta ilustraciones del
Libro de las festividades
que estaba a punto de ser terminado, en las que se describían los desfiles, siempre a pie, de congregaciones y gremios ante Nuestro Sultán, había muy pocos caballos. Se enviaron hombres al edificio de los talleres, donde se guardaban ciertos libros de modelos y cuadernos de plantillas así como los libros recién terminados, y a las estancias privadas y al harén para que nos trajeran cuanto libro no estuviera guardado bajo siete llaves en el tesoro privado, por supuesto, todo con el permiso de Nuestro Sultán.
Primero examinamos el caballo castaño con una estrella en la frente y el gris de ojos de gacela que tiraban del carro funerario en la pintura a doble página que encontramos en el volumen del
Libro de las victorias
que nos habían traído de la habitación de uno de los príncipes y que mostraba las ceremonias de las exequias del sultán Solimán el Magnífico, muerto durante el sitio de Sigetvar, así como los melancólicos palafrenes adornados con sillas con brocados de oro y prodigiosos cobertores que acompañaban al cortejo. Todos aquellos los habían pintado Mariposa, Aceituna y Cigüeña. Tirasen del carro funerario de enormes ruedas o presentasen sus respetos mirando con ojos nublados el cadáver de su señor, bajo un grueso paño rojo, todos los caballos tenían la misma elegante postura, inspirada en los antiguos maestros de Herat, con una pata airosamente hacia delante y la otra firmemente plantada en el suelo junto a la primera. Todos tenían el cuello largo y curvo, la cola trenzada y las crines cortadas y peinadas, pero ninguno tenía en la nariz el defecto que buscábamos. Tampoco la tenía ninguno de los caballos que montaban los comandantes, sabios y religiosos que se habían unido al cortejo y que presentaban sus respetos al difunto sultán Solimán desde las colinas de los alrededores.
Algo de la tristeza de aquella amarga ceremonia funeraria se nos contagió. Nos apenaba ver cómo había sido maltratado aquel libro en el que el Maestro Osman y sus ilustradores habían derrochado tanto esfuerzo y cómo las mujeres del harén lo habían emborronado jugando con los príncipes y habían escrito aquí y allá. Bajo un árbol junto al cual cazaba el abuelo de Nuestro Sultán alguien había escrito con muy mala letra: «Mi muy Exaltado Señor, lo amo y lo espero con la paciencia de este árbol». Con esa sensación de derrota y amargura hojeamos libros legendarios que jamás había visto pero de cuya existencia sabía por rumores.